domingo, 25 de marzo de 2012

MIQUEAS, VOCERO DEL REINO DE DIOS

Dar testimonio de Jesús y tener espíritu profético
                                                                                                  es una misma cosa” (Ap 19,10).

    Con frecuencia pensamos que los profetas dedicaron su vida a predecir el fututo por arte de magia. Sin embargo, al decir de la Escritura, el compromiso de los voceros de Dios recorrió una senda muy distinta. Los profetas no empeñan su vida en adivinar el mañana; la comprometen para dibujar ante los hombres de su tiempo el verdadero rostro de Dios: el Señor rico en misericordia, solidario con los débiles y valedor de la justicia.

    A mediados del siglo VIII a.C., el Reino de Judá atravesaba una situación difícil. El rey Ajaz, encerrado entre los muros de Jerusalén, temía el ataque de Siria e Israel; mientras la gran potencia del momento, Asiria, amenazaba los países del Próximo Oriente, entre ellos Judá. Sin duda, el miedo carcomía el corazón de los habitantes de Judá, tanto del rey como del pueblo, amenazados por la brutalidad de una guerra que parecía inminente.

    Como señala la Escritura, el miedo constituye el contraluz de la fe. Quien tiene miedo desconfía del auxilio de Dios, cuando el verdadero creyente deposita su confianza en el Señor, por duras que sean las adversidades de la vida. No obstante, los moradores de Judá se dejaron atrapar por el miedo y desdeñaron, con el mayor desdén, el auxilio de Yahvé, su Dios.

    Atenazados por el miedo, los vecinos de Jerusalén intentaban sobrevivir entre las circunstancias adversas de su tiempo; cada uno buscaba su propio provecho, descuidaba las necesidades del prójimo y olvidaba el interés comunitario. El dramatismo de la situación engendró el egoísmo y la envidia que sembraron en Judá el germen de la injusticia y la idolatría. Casi todos parecían rechazar la bondad de Dios para dejarse caer en las manos de los falsos dioses: la mentira o la soberbia. No era sólo la amenaza de Asiria o la codicia de otros países lo que deshacía el Reino de Judá; el país se destejía, sobre todo, por la malandanza de sus habitantes, tan proclives al rencor y tan distantes de la solidaridad. 

    Sin embargo y como recalca la Escritura, lo más importante no es el pecado de Judá sino la misericordia de Dios. El Señor que había liberado al pueblo esclavizado en Egipto devolvería a la comunidad angustiada el gozo de vivir; los profetas, portavoces de la voluntad divina, injertarían al pueblo mendaz en el cauce de la justicia. Amós, Oseas, Isaías y Miqueas son los profetas más relevantes que contemplaron la historia del siglo VIII a.C.

    El profeta Miqueas nació en la aldea de Moréset, al oeste de Hebrón, en territorio de Judá; de origen campesino, marchó a Jerusalén para amonestar al rey y al pueblo contra la injusticia y la idolatría que habían agostado el alma de la comunidad hebrea. El profeta sabía que el miedo y el olvido de Dios habían precipitado al pueblo en la desgracia; por eso, Miqueas comenzó su tarea recordando la grandeza de Dios, el único que devuelve la confianza al corazón humano y que abre las manos del hombre al abrazo de la solidaridad.

    La voz del profeta rememoró la ternura con que Dios había socorrido a su pueblo en momentos difíciles. Como recordó Miqueas, el Señor liberó a la nación cautiva en Egipto, la cuidó durante la travesía del desierto, la defendió de las insidias del rey de Moab, y le envió el consuelo del profeta Balaán (Miq 6,1-5). Sin duda, la palabra de Miqueas sembró en el alma del pueblo el deseo de encontrarse de nuevo con Yahvé, el Dios que tantas veces le había favorecido.

    Lla comunidad se preguntó cómo podía presentarse de nuevo ante Dios. Dijeron a Miqueas: “¿Me presentaré con holocaustos, con terneros añojos?”. El holocausto de terneros añojos constituye un sacrificio complejo; consiste en sacrificar los animales para después quemar sus cuerpos sobre el altar. La ofrenda es cara y complicada; pero y eso es lo importe, se reduce a un rito externo que no trasforma el corazón de quien lo celebra. Miqueas calló ante la propuesta y dejó que la comunidad le formulara una segunda cuestión.

    Inquirió el pueblo: “¿Complacerán al Señor miles de carneros, e innumerables ríos de aceite?”. La decisión de sacrificar sobre el ara miles de carneros y quemar ríos de aceite en las lámparas del santuario supone una oblación magnificente, pero, como sucediera en el caso anterior, es incapaz de reformar el alma del ser humano. De nuevo, el profeta guardó silencio y esperó otra proposición.

    El pueblo, desconfiando ya del perdón divino, desafió al profeta con una oferta desconcertante: “¿Ofreceré a Dios mi primogénito en pago de mi delito?”. Las religiones antiguas trenzaban rituales desconcertantes para implorar el favor divino; el más cruel consistía en sacrificar al hijo primogénito sobre el altar del templo. Los habitantes de Jerusalén, imitando los cultos arcaicos, provocaban al profeta con el peor de los envites: la muerte del inocente.

   Miqueas, harto de preguntas tan grandiosas como banales, contesta la demanda popular con la mas sagaz de las sentencias: “Se te ha hecho saber, hombre, lo que es bueno, lo que el Señor pide de ti: tan sólo respetar el derecho, amar la fidelidad y obedecer humildemente a tu Dios” (Miq 6,8).

    La respuesta del profeta no apela a grandes cuestiones teológicas, sino al sentido común. ¿Qué otras cosas, sino la justicia, la fidelidad y la humildad, pueden cambiar el corazón del hombre y conducir la humanidad por la senda solidaria? La vivencia de la justicia bíblica no se agota en la decisión de entregar a cada uno lo que le corresponde; abarca, sobre todo, la opción por los pobres para que toda la sociedad pueda gozar de la vida. La fidelidad implica la responsabilidad de mantenerse constantes a las grandes opciones que cada uno toma en su vida; y la humildad supone el empeño para hacer fructificar las cualidades humanas que todos hemos recibido de Dios en bien de nuestro prójimo.

    El aceite que arde en el candil del santuario o el holocausto que se consume sobre el altar no cambian por si mismos el corazón humano. Sin embargo, la obediencia al Señor, expresada por el veredicto de Miqueas, transforma la sociedad anónima en el comunidad humana que recorre la senda de la bondad para plantar en el corazón del mundo la semilla del Reino de Dios, la única que tiene futuro.

                                                                       Francesc Ramis Darder

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