jueves, 30 de agosto de 2018

EVOLUCIÓN Y BIBLIA



                                                       Francesc Ramis Darder
                                                       bibliayoriente.blogspot.com



    Al unísono con la explicación del cosmos, la ciencia ahondó en la comprensión de la materia. La ciencia mesopotámica entendía la realidad material como un todo continuo, sin fisuras. Sin embargo, lo griegos, Leucipo y Demócrito (siglo V a.C.), intuyeron, desde la perspectiva teórica, que la materia estaba constituida por átomos. Durante la edad media, la teoría atomística cayó en el olvido, hasta que fue recuperada por Boyle (1627-91) y Dalton (1766-1844). Desde entonces, los avances de la física y la química han ido despejando la intimidad de la materia: perspectiva atómica de Thomson y Rutherford; modelo estándar (Weinberg); mecánica cuántica (Heisenberg); teoría de la relatividad (Einstein); teoría de cuerdas y supersimetría (Witten); hipótesis del Big Bang (Lemaître, Hawking); antimateria (Dirac); teoría de la gran unificación (Salam); naturaleza de la materia y la energía oscura (Perlmutter).

    La sucesión de descubrimientos sugiere que los resultados de la ciencia no constituyen un “un espejo perfecto de la realidad natural”. La ciencia construye “modelos”, cada vez más precisos, pero siempre provisionales, para entender el funcionamiento de la naturaleza. A modo de ejemplo: Thomson (1903) supuso que el átomo estaba compuesto por una esfera cargada de electricidad positiva donde se incrustaban los electrones de carga negativa; poco después (1911), Rutherford sentenció que los electrones giraban alrededor del núcleo. Las hipótesis de Thomson y Rutherford, tan diversas, no constituían “un espejo de la realidad”, eran modelos, cada vez más precisos, propuestos por la física para intentar comprender la realidad atómica. Lo mismo había sucedido antaño con la ciencia mesopotámica, era un “modelo” trenzado por los científicos para comprender la naturaleza. La Biblia, asentada en el mundo oriental, tomó aquel modelo para describir la presencia de Dios en el origen del mundo y en el corazón humano. La verdad propuesta por la Biblia no estriba en la aceptación del modelo mesopotámico, tan provisional, sino en la percepción, gracias al don de la fe, de la presencia divina sobre el cosmos y en el hombre, descritos ambos por los modelos que propone la ciencia.
  
     La sucesiva complejidad de la materia dio lugar al origen de la Vida (Oparin, Miller, Urey), aparecida quizá en las profundidades marinas y manifestada en las columnas de estromatolitos (Margulis). La eclosión de la vida desencadenó el proceso evolutivo que dio lugar a procariotas, eucariotas, hongos, vegetales y animales. Aguzando la observación, tanto la Biblia como la ciencia antigua percibieron la creciente complejidad de los seres vivos. El Génesis percibe una gradación en la aparición de organismos vivos; después de la vegetación, despuntan los animales acuáticos y las aves, los cetáceos, ganados, reptiles, bestias salvajes, el hombre (Gn 1,1-28). Los científicos griegos también percibieron una gradación en la complejidad de los seres vivos (Heráclito, 536-470 a.C.); entre los modernos, fue creciendo la perspectiva evolucionista (Malillet, 1656-1738), hasta llegar al evolucionismo restringido de Buffon (1707-1788) y Linné (1707-1778).

    A pesar de la intuición, hubo que aguardar a Lamarck (1744-1829) para la confección de la primera teoría evolucionista con fundamento científico, la hipótesis de la herencia de los caracteres adquiridos. A modo de ejemplo; cuando una jirafa tiene que esforzarse por estirar el cuello para alimentarse con hojas de árboles, el cuello tiende a alargarse; y, sentencia Lamarck, los descendientes de la jirafa nacen con un cuello más largo, heredado del esfuerzo de sus progenitores. La hipótesis de Lamarck no era “un espejo de la naturaleza”, era un “modelo” para intentar comprender el proceso de la evolución.

     Y como acontece con todo modelo, cayó en el olvido al aparecer la teoría de Darwin (1809-1882), basada en la selección natural, expuesta en un libro relevante: “Origen de las especies mediante la selección natural o la conservación de las razas favorecida por la lucha por la vida”. Sigamos con el ejemplo anterior. Un grupo de jirafas se alimenta de hojas de árboles. Con el tiempo, las hojas escasean y solo pueden alcanzar las hojas los animales de cuello largo; al poder alimentarse, las de cuello largo sobreviven, mientras las de cuello corto mueren de hambre. Por tanto, concluiría Darwin, las jirafas de cuello corto, al sorber la muerte, carecen de descendencia, con lo cual desaparecen, mientras las de cuello largo engendran sucesores que heredan el cuello de sus progenitores. Como en cada generación van desapareciendo las jirafas de cuelo más corto, la especie se configura con animales de cuello largo. La teoría de Darwin adquirió la confirmación científica con el desarrollo de la paleontología (Waagen), la genética (Mendel), y la bioquímica del ADN (Watson-Crick), hasta desembocar en el Neodarwinismo, la descripción del genoma, y la Teoría sintética de la evolución (Dobzhansky, Huxley, Mayr, Simpson).

    La teoría evolutiva abraza también nuestra especie; el mismo Darwin quiso exponerla en su obra “La descendencia del hombre y la selección en relación al sexo”. Sin embargo, ha sido la paleontología quien he intentado deslindar los mojones de la evolución humana. Nuestro linaje se apartó de la línea de los chimpancés hacia entre 4,5-7 millones de años. A continuación, brotó el Ardipithecus ramidus; más tarde las diferentes especies de Australopithecus (bahrelghazali, afarensis, africanus, anamensis); después, amanecieron los géneros Paranthropus, y Homo (ergaster, habilis, rudolfensis, erectus, antecessor), hasta aparecer nuestra especie: Homo sapiens sapiens (Carbonell); nuestra especie convivió con otras del género Homo.

    Cuando Darwin publicó su autobiografía, sentenció: “Parece no haber más propósito en […] la acción de la selección natural que en la dirección en que sopla el viento”. De ese modo, sostenía que el proceso evolutivo no se dirige hacia un objetivo pre-establecido, como pudiera ser la aparición del Homo sapiens; sino que se desarrolla, como dirá más tarde Monod, al azar de la naturaleza y al empeño por subsistir que caracteriza a todo ser vivo. La extinción de los dinosaurios y la eclosión de los mamíferos parecen confirmar el azar por el que zigzaguea el proceso evolutivo; pues quizá si un meteorito, hace 65 millones de años, no hubiera impactado contra la Tierra y provocado la extinción de los dinosaurios, tal vez los mamíferos no hubieran evolucionado en la línea que originó el género Homo. Conviene precisar que el papel de la paleontología no estriba en determinar el “objetivo final” al que apunta la evolución, sino en establecer “modelos teóricos” para explicar el proceso evolutivo; aun así, los fósiles registran la complejidad creciente de los seres vivos: no es lo mismo una bacteria que un león, aunque las bioquímica de ambos respondan a procesos parejos.

    Un intento por dotar  a la teoría evolutiva de un “objetivo final” lo constituye la hipótesis del “Diseño inteligente”; supone que en los procesos atómicos o evolutivos actúan “fuerzas misteriosas”, “demiurgos”, “energías divinas” que dirigen, independientemente del modelo científico, la senda de la evolución. A nuestro entender, el Diseño inteligente introduce en la propuesta científica, basada básicamente en la selección natural, un componente ajeno a la ciencia, “fuerzas misteriosas”. El creyente estudia los “modelos evolutivos” que propone la ciencia, sin mezclarlos con cuestiones no científicas; pero, y eso es decisivo, a la luz de la Escritura emprende la lectura creyente de la propuesta científica para intuir, desde la fe, la actuación divina en el Cosmos y en el Hombre.
    
    La Biblia impele al creyente a profundizar en la comprensión del proceso evolutivo, propuesto por la ciencia, para interpretarlo desde la óptica de la fe. Como subraya la Escritura, el Señor es el creador de todo (Is 41,20; Rm 4,17); es decir, Dios está en el origen del Cosmos y en el hondón del ser humano. Pero también “el Señor determina desde sus orígenes el curso de la historia” (Is 41,4); o sea, el proceso evolutivo del mundo y del hombre reposan, desde el horizonte creyente, en el designio divino, hasta el día final en que advenga el “cielo nuevo y la tierra nueva” (Ap 21), metáfora de la humanidad que ha alcanzado la plenitud en Cristo resucitado (Col 1,15-20).

     Un pionero en la reflexión sobre la relación entre Escritura y Ciencia, Teilhard de Chardin, meditó en su obra, “El Medio Divino”, sobre el sentido de la evolución, contemplada desde la óptica bíblica. Al decir del autor, la evolución de la materia desembocó en la “biosfera”, conjunto de seres vivos que pueblan la Tierra; entre los seres vivos, el proceso evolutivo engendró la “noosfera”, alusiva al ser humano dotado de conciencia y libertad; la nooefera evoluciona hacia el “Punto Omega”, eco de la plenitud humana; para el creyente, el punto omega constituye la metáfora de Cristo, mientras el Cosmos es el “medio divino”, el ámbito de la revelación de Dios al ser humano.

viernes, 24 de agosto de 2018

ASTRONOMÍA Y BIBLIA



                                                         Francesc Ramis Darder
                                                         bibliayoriente.blogspot.com



El planteamiento cosmológico de la ciencia mesopotámica fue cuestionado por los astrónomos griegos. Eudoxo de Cnido (408-355 a.C.) elaboró la teoría de las “esferas homocéntricas”; consideró que la Tierra estaba suspendida en el centro del Cosmos, rodeada por un conjunto de esferas que sostenían los planetas y las estrellas fijas. Heráclides del Ponto (388-312 a.C.) sentenció que la Tierra giraba sobre su propio eje, sin moverse del centro del cosmos. Al  contraluz de Eudoxo, Aristarco de Samos (310-230 a.C.) estableció la “teoría heliocéntrica”; afirmó que el centro del cosmos estaba ocupado por el Sol al que circundaban la tierra, los demás planetas y las estrellas. Cuando parecía que iba a imponerse la interpretación heliocéntrica, entró en escena Claudio Ptolomeo (90-170). En su obra, conocida posteriormente como “Almagesto”, estableció la teoría geocéntrica; sentenció que la Tierra ocupaba el centro del universo, mientras el sol, la luna, los planetas y las estrellas la circundaban. La hipótesis de Ptolomeo parecía casar con el planteamiento bíblico, “donde el sol salía por el este y se ponía por el oeste”, por eso la autoridad del científico, corroborada por la Escritura, se impuso en el Occidente medieval.

    Sin embargo, la irrupción del método científico, basado en la experimentación, quebró la cosmología medieval, asentada en el planteamiento de Ptolomeo y la concepción bíblica, y engendró la perspectiva del Renacimiento. Copérnico (1473-1543) fundamentó de nuevo la teoría heliocéntrica. Kepler (1571-1630) la precisó, estableciendo que las órbitas planetarias eran elípticas. Mientras Galileo (1564-1642) afinaba el conocimiento del sistema solar; su obra, “Diálogo entre los dos sistemas del Mundo”, daba al traste con el sistema de Ptolomeo y consagraba el heliocentrismo de Copérnico. La astronomía del Renacimiento desterró la interpretación de Ptolomeo, a la vez que cuestionó la comprensión de la Biblia como autoridad científica. A modo de ejemplo, si el sol permanecía inmóvil en el centro del cosmos, como sostenía Copérnico, ¿cómo habría podido Josué detener su marcha por el firmamento, como expone la Escritura? (Jos 10,6-15). La comprensión literal de la Biblia provocó un choque entre las Iglesia cristianas, asentadas en la verdad de la Escritura, y la astronomía renacentista, fundamentada en el método científico. El desencuentro pudo crecer, -y aún se mantiene en ambientes fundamentalistas-, a medida que la astronomía progresaba con las leyes de Newton, el descubrimiento de otras galaxias (Messier), el origen del universo, (Big Bang), la expansión del cosmos o la sugerencia de universos múltiples (Lemaître, Einstein, Gamow, Hawking).

   ¿Cómo afrontar la disyunción entre la astronomía contemporánea y el planteamiento bíblico? Como dijimos, la Escritura recogió la explicación del cosmos propia de la ciencia mesopotámica, pero la interpretó desde la perspectiva creyente para sentenciar, mediante el término “creación”, que en el origen del Cosmos y del hombre latía la presencia de Dios (Gn 1,1.27). La verdad de la Escritura no consiste en aseverar las afirmaciones de la ciencia mesopotámica, sino en confesar, desde la perspectiva de la fe, la presencia de Dios en el origen del mundo y del hombre. Así pues, contemplando el planteamiento de la actual astrofísica podemos percibir, acordes con la lectura creyente de la Escritura, el latido de Dios en la grandeza del cosmos y del ser humano; así lo hicieron los autores bíblicos que, atentos a la ciencia de su tiempo, afirmaron la presencia divina en los avatares del mundo y en el origen del ser humano.

jueves, 16 de agosto de 2018

PENA DE MUERTE


                                                   Francesc Ramis Darder
                                                   bibliayoriente.blogspot.com



En relación con la pena de muerte, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña:


Pena de muerte
2267. Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común.
Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente.
Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»[1], y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo.

¿QUIÉNES SON CAÍN Y ABEL?


                                                          Francesc Ramis Darder
                                                          bibliayoriente.blogspot.com



A lo largo de los apartados anteriores, hemos apreciado el desarrollo de la cultura mesopotámica hasta los albores de la civilización sumeria. Ahora apuntaremos como la Escritura también esboza la evolución de la sociedad, y recoge aspectos culturales anclados en la tradición mesopotámica; centrados en la “Historia de los Orígenes (Gn 1-11), analizaremos el relato de “Caín y Abel” (Gn 4,1-26). Aunque la narración recoja tradiciones antiguas, adquirió el aspecto final en Jerusalén en una etapa tardía (ca. siglos V-IV a.C.). El relato de “Caín y Abel” no constituye la interpretación bíblica de la evolución cultural que desembocó en la civilización sumeria; pues quienes vivían en Jerusalén cuando nació el relato desconocían el proceso histórico establecido por los arqueólogos durante los siglos XIX y XX. No obstante, desde la perspectiva del sentido común y la apreciación histórica de la antigüedad señala, entre otros temas, el proceso evolutivo de la sociedad humana. Comienza con la mención de agricultores (Caín) y ganaderos (Abel), después señala el origen de las ciudades (Enoc) y la presencia de los pastores que merodeaban en su entorno (Yabel), a continuación sugiere el desarrollo cultural de las urbes (Yubal), para terminar refiriendo el evolución técnica que culmina en la forja del bronce y el hierro (Tubalcaín). El episodio de “Caín y Abel” ha sido objeto de innumerables estudios; por eso solo indicaremos el aspecto de la evolución social que percibe la Escritura, y el papel que juega Dios, según la perspectiva bíblica, en el devenir humano.

    Como atestigua la Escritura, una vez fuera del Edén y establecido al oriente del jardín (Gn 2,24), Adán se unió a su  mujer, Eva, que le dio un hijo, Caín (Gn 4,1). Los estudiosos han conferido al apelativo “Caín” distintos sentidos. Su relación con la figura de Tubalcaín, forjador de herramientas de bronce y de hierro (Gn 4,22), parece indicar que significa “forjador”. Con más certeza, puede relacionarse con la raíz hebrea “adquirir”; así, indicaría al “que adquiere”, afinado la cuestión “el que adquiere el suelo”, es decir, el agricultor, pues “Caín era agricultor” (Gn 4,2). Apelando a su conducta moral, asesino de Abel (Gn 4,8), la tradición entendió el nombre como “el envidioso”; es decir, el envidioso de Abel, su hermano. El Tárgum de Jonatan, obra insigne de la tradición judía, ahonda en la perversidad de Caín. La Escritura sentencia: “Adán se unió a su mujer, Eva; ella concibió y dio a luz a Caín” (Gn 4,1); pero el Tárgum entiende: “Cuando Adán conoció a su mujer, Eva, llevaba ya en su seno un hijo de Sammael”. Al decir de la tradición, Sammael era el ángel venenoso, capaz de transmutarte en serpiente; desde esta óptica, sugiere el Tárgum, Caín, el hijo que porta Eva en el seno, es hijo del ángel camuflado tras la serpiente del paraíso; como hijo de Sammael, la vileza de Caín no puede ser mayor. Entre las etimologías propuestas, la más obvia es la que apunta “al que adquiere el suelo”, o sea, el agricultor. Establecida la identidad de Caín, el relato apunta hacia Abel: “después Eva tuvo a Abel, hermano de Caín. Abel se hizo pastor” (Gn 4,2). El apelativo “Abel” significa literalmente “soplo”, y con más carga poética, “aquel que es menos que nada”; nombre, como veremos, de gran hondura teológica.

    Desde la perspectiva sociológica, el relato ha expuesto bajo la metáfora de Caín y Abel el origen de agricultores y ganaderos. Acto seguido, la narración amparada en el asesinato de Abel por mano de Caín dibuja el pertinaz conflicto entre agricultores, “poseedores de tierras de cultivo”, y los pastores, dedicados a la trashumancia, que tantas veces ensangrentó la historia mesopotámica. Tras matar a su hermano, Caín huye al país de Nod, un país de carácter simbólico, situado al este del Edén (Gn 4,16). Apurando la metáfora, el apelativo “Nod” significa: “el país donde habita quien deambula errante por el mundo”. Afinando la cuestión, la ubicación en el “este”, el horizonte donde emerge la primera luz del día, permitiría interpretarlo, desde la óptica poética, como “el país de la esperanza” o “el país donde esperan un nuevo comienzo quienes van errantes por el mundo”. Como hemos descrito en anteriores apartados, varios pueblos incógnitos, tras deambular por las fronteras orientales, penetraron en Mesopotamia, la tierra de la esperanza, feraz por sus ríos, donde forjaron con esfuerzo culturas propias. Cuando Caín alcanzó el país de Nod, prosigue el relato, se unió a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc (Gn 4,17).

 Notemos una cuestión relevante: además del Edén, la Escritura concibe la existencia de otros territorios habitados por el hombre. La constatación corrobora la teología expuesta en la “Descripción del Edén” (Gn 2,7-14). Como dijimos, la Descripción esboza el proyecto salvador de Dios para la humanidad entera; desde esta perspectiva, la población que vive fuera del Edén aparece ya insinuada por la mención de los cuatro ríos que portan el agua, alegoría de la ley, por todo en mundo entonces conocido.

    La decisión de fundar una familia certifica el asentamiento de Caín en tierra de Nod. El antropónimo “Enoc” significa “el que da comienzo”; puliendo la cuestión: “el que da comienzo a una cultura nueva”. Establecido en el país, Caín edificó una ciudad a la que dio el nombre de su hijo, Enoc. Como hemos señalado, las sucesivas culturas que fueron instalándose en Mesopotamia amalgamándose con la población autóctona, aludida por la esposa de Caín originaria del país de Nod, engendraron ciudades que dieron inicio a nuevas culturas. Desde este prisma, la Escritura asimila la evolución cultural del ser humano, pues muestra como el hombre, asociado en comunidades dispersas, va reuniéndose en ciudades. Una vez afincado en la ciudad, Enoc engendró descendencia: Irad, Meviael, Matusael, Lámec. El cuarto descendiente, Lámec tuvo dos mujeres: Adá y Selá. La unión entre Lámec y Adá engendró a Yabel, el antepasado de los pastores nómadas; su hermano Yubal, fue el ancestro de quienes tocan la cítara y la flauta. El matrimonio con Selá contempló el nacimiento de Tubalcaín, el forjador de herramientas de bronce y hierro, y de su hermana Noemá (Gn 4,17-22). Apreciamos así el calado social de las ciudades, caracterizadas por la presencia de artistas (Yubal), talleres metalúrgicos (Tubalcaín), y visitada por pastores nómadas (Yabel), a veces enfrentados con la urbe.

    Al observar la genealogía desde Adán hasta Lámec, detectamos la sucesión de siete personajes; el número “siete” constituye el símbolo de la plenitud, por eso la ciudad que alcanza el apogeo  durante la séptima generación (Lámec) conforma el vértice de la civilización humana. Algunos nombres de la genealogía destilan el aura de la teología babilónica: Maviael y Matusael aluden “al hombre de los infiernos”, eco de las deidades mesopotámicas que habitaban el mundo subterráneo; mientras Lámec rememora el término “lunga”, título de Ea, diosa babilónica tutelar del canto y la música.

    El nombre de los hijos de Lámec, Yabel y Yubal, tiene su origen en la raíz hebrea que significa “conducir, orientar”, en sentido poético “enseñar”. De ahí que Yabel aluda “al que enseñó el oficio a los pastores nómadas”, y Yubal sugiera “al que enseñó el arte de la música”. Al parecer, el apelativo “Tubal” procede de la misma raíz “conducir”, mientras el término “Caín”, como hemos comentado, apunta al “que adquiere”; anudando ambos sentidos con la explicación de la Escritura, aludiría “al que adquiere y enseña el arte de la foreja”. Lámec también tiene una hija, Noemá; nombre emparentado con “Noemí” (Rt 1,2), que denota, entre otras posibilidades, a “quien es capaz de dar seguridad”, o “a quien ofrece consuelo”.[1] La intelección poética de “Noemá” y su posición al final del texto que describe la evolución social podría indicar, quizá, la “seguridad” o el “consuelo” que las ciudades ofrecían a al ser humano, tan avezado a los conflictos tribales. No obstante, la seguridad que podría ofrecer la ciudad contrasta con el alma vengativa de Lámec: “Si a Caín se le venga siete veces, a Lámec, setenta y siete” (Gn 4,24).

    La contraposición del término Noemá con la actitud de Lámec apunta, desde el vértice simbólico, al aspecto que adquirió la ciudad; por una parte, hogar de la civilización (Noemá), y, por otra, crisol de conflictos políticos por el control de la urbe (Lámec). A tenor de lo expuesto, el autor bíblico consideró la tradición mesopotámica y aplicó el sentido histórico, propio de la antigüedad, para componer un relato que esbozara, entre otros temas, la evolución social que alcanza el cenit con las ciudades. Ahora bien, el autor no se limitó a dibujar la evolución social, sino que delineándola explicitó también la identidad profunda del Dios de Israel. Veámoslo.

    Como señala el relato, Caín, después de matar a su hermano, obtuvo descendencia y fundó una ciudad, Enoc. Desde la perspectiva social, Caín aparece como el triunfador, “el forjador”, el fundador de la urbe, mientras Abel encarna a la víctima, el que “es menos que nada” y muere sin descendencia. La mitología antigua encomiaba al vencedor. Así lo establece, por ejemplo, la historia de Rómulo y Remo; después del sacrifico de su hermano Remo, Rómulo, auspiciado por los dioses, fundó la ciudad de Roma. A modo de contrapunto, el relato bíblico no emplaza al Señor junto al triunfador a cualquier precio, Caín, sino que sitúa a Dios junto a la víctima, Abel.

 El Dios de Israel está siempre al lado de la víctima, del pequeño, del pobre; esta metáfora tapiza la Escritura. Abrahán tuvo un hijo con Agar, Ismael, el mayor, y otro con Sara, Isaac, el menor; pero la alianza prosiguió con Isaac: “Dice el Señor: En cuanto a Ismael […] lo bendigo […] pero mi alianza la estableceré con Isaac” (Gn 1720-21). Isaac tuvo dos hijos, el mayor Esaú, y el menor Jacob; aun así, el pacto divino recayó sobre el menor: “La tierra que yo di a Abrahán y a Isaac, te la doy a ti (Jacob)” (Gn 35,12). Contra la costumbre antigua que privilegia al mayor, la Escritura enfoca la preferencia divina hacia el menor. Algo idéntico ocurre con la elección de David, el monarca emblemático. Cuando Samuel, enviado por Dios, se presentó en casa de Jesé para ungir al rey de Judá, creyó que había encontrado al candidato en la persona de Eliab, el hijo mayor de Jesé; entonces le dijo el Señor: “Yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la del hombre: el hombre ve las apariencias, pero el Señor escruta el corazón” (1Sm 16,7). Aconsejado por Dios, Samuel preguntó a Jesé por el hijo más pequeño, David; entonces Dios le dijo: “Levántate y úngelo (a David), porque es este (el rey)" (1Sm 16,12). Quizá lo más sorprendente, sea el discurso que Moisés, en nombre de Dios, dirige a los israelitas: “El Señor se fijó en vosotros y os eligió, no porque fuerais más numerosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino por el amor que os tiene” (Dt 7,7-8).

    Como apreciamos, pues, el Dios de la Escritura está con las víctimas, Abel, con el menor, Isaac y Jacob, con el pequeño, David, y con la comunidad más sencilla, Israel.

   El Dios de Israel no se conforma con estar junto a la víctima, siente el ultraje contra ellas como violencia ejercida contra él mismo. Cuando Caín hubo matado a Abel, Dios le dijo: “La sangre de tu hermano me grita a mí desde la tierra” (Gn 4,10).  La locución “me grita a mí”, traducida literalmente, señala el sufrimiento de Dios por el penar de la víctima. La espiritualidad bíblica constata el dolor de Dios ante el sufrimiento de los oprimidos, “Tú (Señor) ves la pena y la aflicción y la tomas en tus manos” (Sl 10,14), y la vez que advierte contra la injusticia: “No despojes al pobre […] ni oprimas al desvalido” (Pr 22,22).

   El Señor está con la víctima, Abel, pero no abandona al asesino, Caín, pues “Dios no desea la muerte del pecador, sino que se   convierta y viva” (Ez 18,32). Asustado por las consecuencias del crimen, Caín suplicó el auxilio divino. Entonces el Señor “puso una marca en Caín, para que no lo matara quien lo encontrase” (Gn 4,15); después, como hemos dicho, Caín se fue al país de Nod, para comenzar una nueva vida. La marca indica la entereza con que Dios protegerá a Caín en la vida nueva que inicia. La protección es tan cierta que la tradición hebrea, anclada en el Tárgum, alcanza el hondón de la interpretación: “El Señor plasmó en el rostro de Caín una letra del nombre divino”. Como sabemos, el nombre divino será revelada a Moisés, durante el prodigio de la zarza: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: Yo soy me envía a vosotros” (Ex 3,14).

     Según la tradición bíblica, la protección divina sobre Caín se perpetuó sobre su descendencia. La Escritura certifica que Caleb, el quenita, alegoría del cainita descendiente de Caín, era “adorador del Señor” (Nm 32,12); igualmente, Otoniel, su hermano (Jc 1,5), experimentó como “el espíritu del Señor” se posaba en él (Jc 3,10); ambos hermanos participaron en la conquista de la tierra prometida (Jc 1,12-13; 3,7-11). Cuando el texto establece que Caleb y Otoniel, de estirpe quenita, eran servidores del Señor, atestigua, desde el prisma simbólico, que la protección divina sobre Caín, ancestro simbólico de los quenitas, se perpetuó sobre su descendencia. Tampoco abandonó el Señor a Adán y Eva que, tras la muerte de Abel y la partida de Caín, habían quedado solos; permitió que engendraran un hijo, Set. El cariz poético invita a interpretar el nombre como “aquel con quien de nuevo comienza la historia”, pues de Set nacerá Enós, ancestro de Abrán.

    En síntesis, el autor bíblico ha plasmado, desde el sentido común y la perspectiva antigua, la evolución de la sociedad; pero, plasmándola, ha subrayado como el Dios de Israel está siempre del lado de las víctimas y protege siempre al ser humano.
                


[1] . F. Ramis Darder, Rut, ed. Cetem 1992, p. 64-65.

miércoles, 1 de agosto de 2018

CHANDELIER IN THE CENTRAL NAVE


                                                                                 Francesc Ramis Darder
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JESUS WASHING THE FEET OF HIS DISCIPLES


                                                                Francesc Ramis Darder
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