lunes, 30 de mayo de 2016

¿CÓMO ENTENDIÓ SAN PABLO EL SUFRIMIENTO?


                                               Francesc Ramis Darder
                                              bibliayoriente.blogspot.com


Al contraluz de Jesús, descuella la figura del apóstol Pablo. Como revela la Escritura, Pablo destacó, en los albores de su vida adulta, por su furia contra los cristianos; pero un día, como el mismo relata, vivió un proceso de conversión: “Aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí para que lo anunciara a los gentiles” (Gál 1,15). Seducido por el Resucitado, buscó un tiempo de reflexión en Arabia y Damasco. Al cabo de tres años, subió a Jerusalén para conocer a Cefas (Pedro); establecida la comunión con Pedro, viajó a Siria y Cilicia para predicar el evangelio. El testimonio de su predicación era tan intenso que pudo afirmar: “(la gente) glorifica a Dios por causa mía” (Gál 1,13-24); es decir, viendo el testimonio cristiano que destilaba la vida de Pablo, la gente glorificaba al Señor que le había elegido para proclamar el evangelio.

    Como sabemos, Pablo tuvo que vencer muchas contrariedades para perseverar en la tarea misionera. Quizá uno de los mayores adversarios que encontró en su camino fueron los grupos judaizantes. Definir la identidad teológica de los cristianos judaizantes en pocas palabras es una tarea difícil, pues conformaban comunidades diversas. La característica más esencial de los cristianos judaizantes consistía en que se creían investidos de un carácter especial; pensaban, erróneamente, que lo más importante de la vida cristiana estribaba en observar las prácticas cultuales del judaísmo, como pudiera ser la observancia del sábado o la prohibición de comer ciertos alimentos. Muy a menudo, Pablo les recordará que la esencia del cristianismo radica en el encuentro con el Señor Resucitado, encuentro que encauza la vida del cristiano por el cauce del amor a Dios y al prójimo (Rom 1,16-17; Mt 22,37-39).

    Aduciendo una vez más la perspectiva catequética, imaginemos un encuentro entre Pablo y los cristianos judaizantes. Los judaizantes se vanagloriaran de su empeño por extender el mensaje cristiano y menospreciaban la ingente tarea de Pablo a favor de la Buena Nueva. Ante el desprecio de los judaizantes, Pablo habría podido argumentar su pasión a favor del evangelio enumerando, por ejemplo, las Cartas que había escrito (Romanos, Corintios, Gálatas, etc.), o citando las numerosas comunidades cristianas que había fundado. Sin duda, Pablo tenía argumentos solventes para acreditar su afán misionero; pero cuando los judaizantes le preguntaron sobre lo que había hecho por el evangelio, dio una respuesta sorprendente: “nos acreditamos ante todo como ministros de Dios con mucha paciencia en tribulaciones, infortunios, apuros; en golpes, cárceles, motines, fatigas, noches sin dormir y días sin comer” (2Cor 6,4-5). Cuando los judaizantes preguntan a Pablo sobre lo que ha hecho por el evangelio, el apóstol enumera el sufrimiento que ha padecido por su fidelidad a Jesús y por su tesón para sembrar la Buena Noticia.

    Además del sufrimiento por extender el evangelio, Pablo enumera otra causa de aflicción: “para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea para que no me engría” (2Cor 12,7). Añade el apóstol: “Tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mi y me ha respondido: ‘Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad’. Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mi la fuerza de Cristo” (2Cor 12,8-9). Mucho se ha discutido sobre la naturaleza de la espina que tanto amargó la existencia del apóstol; algunos comentaristas entienden que era una dolencia moral, mientras otros se inclinan por una dolencia física. Sea lo fuere y al decir de los comentaristas, parece que Pablo tenía una saluda endeble. Sin embargo, conocedor de su debilidad, certificó ante los judaizantes: “vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,10).

    ¿Qué significa la declaración de Pablo? Cuando el apóstol se gloría de su debilidad, no declara que se alegre o busque el sufrimiento por sí mismo, eso sería una actitud masoquista carente de sentido. Señala que la persecución que padece a causa de su fidelidad al evangelio le hace sentirse como Jesús cuando, fiel al designio del Padre, entregaba la vida en la cruz para la salvación de la humanidad entera. En definitiva, el sufrimiento es la ocasión que le permite a Pablo sentirse como Jesús cuando entregaba su vida por amor. Los discípulos del apóstol ahondarán en la confidencia de su maestro  y pondrán en labios de Pablo palabras certeras dirigidas a los cristianos de Colosas: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Como es obvio, la interpretación de la sentencia es discutida; pero el hondón de la reflexión pende de lo que acabamos de mentar, a saber, el sufrimiento a causa del evangelio propicia que Pablo pueda sentirse como Jesús cuando, fiel al mandato del Padre, entregaba su vida por amor.

    Aguzando el sentido catequético, hemos expuesto como el sufrimiento constituye la ocasión privilegiada que permite al Hijo de Dios hacerse plenamente hombre, a la vez que permite al hombre que vive el evangelio, Pablo, sentirse como Jesús cuando entregaba su vida por amor a la humanidad; por eso decimos que el sufrimiento es un misterio. Actualmente la palabra “misterio” designa aquello que es complicado, obtuso, difícil de entender, pero en la antigüedad el término “misterio” adquiría un significado distinto. Un “misterio” era el ámbito, la ocasión o el tiempo propicio en que el hombre podía encontrarse personalmente con Dios; como hemos observado, el sufrimiento fue la ocasión privilegiada, el “misterio”, en que Pablo pudo encontrarse íntimamente con Jesús, su salvador.


    Cuando en nuestra tarea pastoral nos encontramos con un enfermo, no solo tenemos delante un ser que sufre, sino sobre todo, a una persona que vive un tiempo de “misterio”, una ocasión privilegiada para encontrase personalmente con Dios. La enfermedad es el tiempo oportuno para repetir ante el enfermo, con nuestra voz y con el testimonio de nuestra vida, las palabras de Jesús a los apóstoles: “¡No temas!” (ver: Mc 4,35-39). Como hemos señalado, la locución “¡no temas!” no alude solo a la tranquilidad psicológica que la presencia del voluntario confiere al enfermo, es, sobre todo, una invitación a la fe, una invitación a depositar el cauce de la vida en las buenas manos de Dios, el Señor de la vida.

lunes, 23 de mayo de 2016

¿CÓMO ENTENDIÓ JESÚS EL SUFRIMIENTO?


                                                   Francesc Ramis Darder
                                                   bibliayoriente.blogspot.com


A lo largo del Evangelio, apreciamos en diversas ocasiones el sufrimiento de Jesús (ver: Lc 4,29-30); aún así, el padecimiento adquiere particular relevancia en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-42) y en la cruz del Calvario (Lc 23,44-49). En el huerto y entreviendo el dolor de la cruz, el penar de Jesús fue especialmente duro, pues dijo a sus discípulos: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mc 14,34); sin embargo, Jesús no se dejó abatir por la angustia, sino que exclamó: “Padre: tú lo puedes todo, aparta de mi este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres” (Mc 14,36). Como ers obvio, Jesús palpó el miedo ante la pasión inminente, pero no sucumbió a las zarpas del miedo, sino que puso toda la confianza en las manos del Padre. Más tarde, en la cruz, Jesús padeció sin media; pero, transido de dolor, exclamó: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46); sin duda, Jesús sintió el dolor de la cruz, pero no cedió al ajenjo del miedo, sino que depositó su confianza en las manos del Padre.

    Las páginas del evangelio definen a Jesús como Hijo de Dios (ver: Mc 16,16), a la vez que muestran como el mismo Jesús se dirige a Dios como su Padre (ver: Mt 10,32). Ahora bien y como hemos expuesto, es en el momento de mayor sufrimiento, en Getsemaní y en el Calvario, cuando Jesús vive con mayor hondura su comunión con el Padre. Constatando la experiencia de Jesús, podemos extraer una primera conclusión; adoptando una vez más una perspectiva catequética, percibimos como el sufrimiento ha sido la mediación que ha crisolado la comunión entre Jesús y el Padre.

    El compromiso en la pastoral sanitaria muestra que, a veces, cuando un enfermo está en estado grave, solicita la visita del capellán, o suplica el auxilio espiritual de un voluntario; también muestra que parte del personal sanitario, si no es creyente, a veces atribuye el deseo del enfermo al pánico que siente ante el dolor o la muerte. Desde la perspectiva cristiana, debemos entender que bajo la súplica del enfermo se esconde la ocasión que Dios le concede para que pueda encontrarse con él en un momento difícil de su vida. El dolor del enfermo y su solicitud de ayuda constituye la ocasión que Dios brinda al voluntario de la pastoral sanitaria para que pueda decir al enfermo las mismas palabras de Jesús: “¡No tenga miedo!”. Desde la perspectiva cristiana podemos afinar la conclusión; así como el penar de Jesús fue la “ocasión” que acrisoló su comunión con el Padre en Getsemaní y en el Calvario, el dolor del enfermo es la ocasión que Dios le ofrece para encontrarse con él en el lecho del dolor.

    Ahondando en la cuestión, el evangelio descubre aun otra perspectiva que permite intuir el valor teológico del sufrimiento de Jesús. El prólogo del evangelio de Juan abre sus versos con la mayor solemnidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1); más adelante, certifica: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Así, el poema sentencia que el Hijo de Dios se hizo carne en la persona de Jesús de Nazaret; conviene precisar que el término “carne” constituye un sinónimo del vocablo “hombre”, en cuanto ser caduco y mortal.

    Si después del Prólogo continuamos leyendo el evangelio de Juan, apreciaremos que Jesús recibe títulos de gran hondura teológica. Juan Bautista le llamará: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); los discípulos del Bautista le llamarán “Rabí” (Jn 1,38); Natanael le dirá “Hijo de Dios” y “Rey de Israel” (Jn 1,49); la Samaritana le llamará “Señor” (Jn 4,11); los apóstoles le dirán “Maestro” (Jn 4,31), etc. Sin embargo para encontrar un personaje que se dirija a Jesús llamándole “hombre”, alegoría del término “carne”, tenemos que aguardar a los relatos de la pasión. Encontramos el término “hombre” en las palabras que Caifás, sumo sacerdote, había dirigido al consejo judío para sugerir la condena de Jesús: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo” (Jn 18,14); como es lógico, el sustantivo “hombre” se refiere a Jesús de Nazaret. La narración de la pasión presenta otro personaje que apela al sustantivo “hombre” para dirigirse a Jesús; mientras el Sanedrín interrogaba a Jesús, una portera dijo al apóstol Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?” (Jn 18,17); de nuevo el vocablo “hombre” alude a la identidad de Jesús.

    En los relatos de la pasión, como acabamos de exponer, aparece el término “hombre” para definir la personalidad de Jesús. No obstante, la identificación más relevante de Jesús como hombre brota de labios de Pilato. Tras interrogar a Jesús, el gobernador lo mandó azotar (Jn 19,1-16). La flagelación era una tortura especialmente cruel. En primer lugar, el reo era flagelado con varas; el golpe de las varas reblandecía la carne y destejía la piel. A continuación, sufría el azote del látigo. La forma del látigo consistía en un palo del que colgaban tiras de cuero, en el extremo de cada tira había una bola de plomo o un huesecillo. Cada vez el látigo golpeaba al reo, le arrancaba un pequeño trozo de carne; sin duda, era un momento muy doloroso.

    Después de azotar a Jesús, los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; cuando las espinar atravesaban la piel de la cabeza, rasgaban el hueso del cráneo hasta producir un dolor paroxístico. Por si fuera poco, los soldados se acercaban a Jesús para decirle: “¡Salve rey de los judíos!”; y como recalca el evangelio “le daban bofetadas” (Jn 19,3). Sin duda, la flagelación, la coronación de espinas, los insultos y las bofetadas constituyen un momento especialmente doloroso; Jesús sufre el dolor físico y la humillación psicológica. Según la opinión de algunos comentaristas, el episodio de la flagelación refleja el momento más doloroso, físicamente hablando, de la pasión.

    Cuando acabó la flagelación y la burla, Pilato presentó a Jesús ante las turbas que, vociferando, exigían su muerte. Mostrando a Jesús azotado, coronado de espinas, y cubierto por el manto, dijo Pilato a la gente: “He aquí al hombre” (Jn 19,5; ver: Is 53). Notemos la hondura teológica de la expresión. A lo largo del Cuarto Evangelio, como hemos expuesto, Jesús ha sido reconocido con títulos solemnes, pero solo en uno de los momentos de mayor sufrimiento, durante la flagelación, ha sido reconocido como “hombre”, por boca de Pilato. De modo parejo, la tradición sinóptica pone en labios del centurión, apostado al pie de la cruz, la identificación de Jesús como “hombre”, pues, contemplando la muerte de Jesús, exclamará: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). La cuestión teológica relevante estriba en constatar que en los momentos de mayor sufrimiento, el evangelio desvela la naturaleza humana del Hijo de Dios (Jn 1,1.14; 19, 1-16).

     Adoptando de nuevo la óptica catequética, la teología esboza una pregunta: ¿de que le sirvió al Hijo de Dios el dolor del sufrimiento? La teología también delinea la respuesta: el sufrimiento fue, desde la perspectiva teológica, la ocasión que permitió al Hijo de Dios hacerse plenamente hombre. Aguazando el sentido teológico, el sufrimiento fue el molde en que el Hijo de Dios llevó a plenitud el proceso de la encarnación (ver: Flp 2,1-11). Repitámoslo; el sufrimiento fue la mediación que hizo posible que el Hijo de Dios se hiciera hombre plenamente; pues, si no hubiera sufrido no habría palpado con hondura la caducidad de la existencia humana.


lunes, 16 de mayo de 2016

¿POR QUÉ HAY SUFRIMIENTO?

                                                     Francesc Ramis Darder
                                                     bibliayoriente.blogspot.com


Cuando abrimos las páginas de los periódicos, nos sobrecoge el sufrimiento que agrieta el corazón de tantas personas y de tantos países; sin duda, el fragor de la guerra, el azote del hambre, o el dolor de la enfermedad desgarran el alma de la humanidad. No en vano, ahíto de palpar el sufrimiento, exclamó Job entre las páginas del AT: “El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de dolores” (Job 14,1).

    El sufrimiento nacido de la guerra no brota de la casualidad, ni del azar; tampoco procede del designio divino, como si Dios deseara enfrentar a unos pueblos con otros para disfrutar de la contienda. La guerra nace de la injusticia; pues brota del afán de poder de los países ricos sobre las naciones pobres. Ante la barbarie, el ser humano debe oponerse a la guerra con todas sus fuerzas, sembrar en el mundo el germen de la justicia, y paliar con el ejercicio de la solidaridad los desmanes de la violencia. La cornada del hambre que desteje la sociedad de tantos países del Tercer Mundo tampoco procede de la casualidad, ni se origina en el designio divino contra algunos pueblos; el origen hambre procede de la injusticia sobre la que se estructura la sociedad humana. De ahí nace la obligación moral de luchar contra la injusticia y el deber de paliar los estragos de las hambrunas, rostro de la injusticia social, con la práctica de la solidaridad.

    Las catástrofes naturales, como pueden ser terremotos o maremotos, no proceden del designio divino contra el ser humano; nacen de la misma estructura geológica del planeta Tierra. Ante una catástrofe ecológica, el ser humano tiene la obligación de alentar el desarrollo científico-técnico para prevenir o atemperar las adversidades naturales, a la vez que tiene el deber de aliviar, mediante el ejercicio de la solidaridad, el sufrimiento que origina cualquier desastre natural. Algo semejante podríamos decir del penar nacido de la enfermedad. Una enfermedad no brota del designio de Dios que la envía contra un paciente; la enfermedad nace del mismo carácter limitado de la naturaleza humana que, como tal, envejece y se deteriora. La actitud del ser humano ante la enfermedad abraza dos aspectos complementarios; por una parte, el hombre debe mitigar, mediante el compromiso en el desarrollo científico-técnico, el dolor causado por cualquier dolencia, a la vez que debe suavizar las consecuencias dolorosas de la enfermedad, mediante el acompañamiento de los enfermos y la solidaridad con quienes sufren.


    Desde la perspectiva puramente humana, la postura del hombre ante la enfermedad abraza los dos ámbitos que acabamos de mencionar; el ser humano debe colaborar, en la medida de sus posibilidades, en el desarrollo científico-técnico que propicia el avance de la medicina,  y adiestrarse en el ejercicio de la solidaridad hacia los enfermos. Desde la perspectiva humana, las cosas son como acabamos de decir; pero, desde la perspectiva creyente, ¿es posible una interpretación teológica de la enfermedad? El libro de Job, mencionado antes, insinúa que la enfermedad puede ser entendida desde la perspectiva creyente. Cuando la mujer de Job se hartó de ver el penar de su marido, le dijo: “Maldice a Dios y muérete” (Job 2,9); pero Job, aferrado a la fe, le contestó: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?” (Job 2,10). Desde la perspectiva cristiana, agucemos el sentido de la pregunta, ¿percibimos algo más profundo en la enfermedad cuando la contemplamos con los ojos de la fe cristiana? Con intención de ensayar una respuesta, esbozaremos brevemente la actitud de Jesús y la perspectiva del apóstol Pablo ante la dureza del sufrimiento; lo expondremos en los dos artículo siguientes.

lunes, 9 de mayo de 2016

¿CÓMO VENCEMOS EL MIEDO?

                                                              Francesc Ramis Darder
                                                             bibliayoriente.blogspot.com


La perspectiva liberadora del Antiguo Testamento halla su plenitud entre las páginas del Nuevo Testamento. Jesús había anunciado la Buena Nueva a la gente apostada en la ribera occidental del lago de Genesaret; entonces, ávido por predicar la palabra a las poblaciones del litoral oriental, dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla” (Mc 4,35). Todos embarcaron para cruzar el lago de Genesaret desde occidente hacia oriente. El lago está situado en la región de Galilea, al norte de Israel; también se le llamaba lago de Tiberíades y Mar de Galilea.

    Ente las peculiaridades del lago, una es especialmente relevante. El lago es generalmente de aguas tranquilas, pero, a menudo, se encrespa hasta provocar tempestades que amenazan con hundir las barcas que surcan las aguas. Hoy sabemos que la tempestad tiene su origen en las condiciones meteorológicas de la región, pues el cambio en la dirección del viento y la alteración de la temperatura provocan las galernas. Sin embargo, en tiempos de Jesús, la gente daba una explicación religiosa al acontecimiento; suponían que bajo las aguas, en el fondo del lago, habitaban los demonios que agitaban el agua y ponían las naves en peligro de zozobra.

    Cuando Jesús y sus discípulos hubieron emprendido la travesía, se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Mientras tanto, Jesús en popa, estaba dormido sobre un cabezal. Entonces, lo despertaron diciéndole: “Maestro ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38). Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio, enmudece!” (Mc 4,39). Enseguida, el viento cesó y vino una gran calma. Con sus palabras, Jesús declara su soberanía sobre las fuerzas diabólicas que, ocultas bajo las aguas y entre el soplo del viento, agitan la barca (ver: Mc 1,23-17); pues Jesús, presencia encarnada de Dios entre nosotros (Ju 1,21.14), es Señor del Cosmos entero (ver: Sal 89,10; 93,3).

    Calmadas las aguas, Jesús dijo a sus discípulos: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4,40). Apreciamos, de nuevo, la contraposición entre la seguridad que confiere la fe y la ansiedad que provoca el miedo, eco de la carencia de fe. Vemos, pues, que la fe, la confianza en Jesús, provoca en el ser humano la certeza de sentirse seguro en las buenas manos de Dios, mientras el miedo, la ausencia de fe, siembra en el hombre la angustia ante cualquier adversidad.

    Al decir del AT, la angustia ante el futuro que depara la vida constituye la característica de quienes viven apegados a la idolatría. Como sabemos, la idolatría no se reduce a la pasión por adorar imágenes de fetiches; la idolatría consiste en confiar la vida al poder del dinero, al ansia de dominio sobre los demás, y al empeño por la hipocresía, la pasión por aparentar ante los otros aquello que no somos. En contraposición a la idolatría, la calma define la identidad de quien tiene fe, la actitud de quien deposita el curso de la existencia en las manos de Dios, el señor de la vida y el guía de la historia humana (Is 45,20-25).

    Quizá por eso brota tan a menudo de labios de Jesús la expresión “¡No temas!”, dirigida a los discípulos y a quienes le siguen (Mt 14,26.27; 17,6-7; 28,10). Adoptando una perspectiva catequética, cuando Jesús exclama “¡no temas!”, está invitando a quien le escucha a depositar la confianza en él, el único salvador, a la vez que le invita a desdeñar el falso poder de los ídolos. Aguzando el ingenio catequético, podríamos decir que la expresión de Jesús “¡no temas!” equivale a la sentencia “¡ten fe!”. Cuando Jesús entró en casa de Jairo, el jefe de la sinagoga, para curar a su hija, le dijo: “No temas; basta que tengas fe, y tu hija se salvará” (Lc 8,50); y, en otro momento, dijo a Marta, hermana de Lázaro: “el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11,25-26). La fe en Jesús no solo aleja el miedo, metáfora de la idolatría, sino que planta en el corazón humano la certeza de la vida para siempre en las buenas manos de Dios.

    Un aspecto relevante de la pastoral sanitaria consiste en repetir a oídos del enfermo las palabras de Jesús, “¡no temas!”, o, dicho de otro modo, “¡confía en el Señor! En el compromiso pastoral por los enfermos, pronunciamos las palabras de Jesús no solo con nuestros labios, sino sobre todo con el testimonio de nuestro acompañamiento. Sin duda, la veracidad de la palabra y el testimonio del acompañamiento conforman la llave que ha abierto el corazón de tantos enfermos al encuentro con Jesús, el Salvador del mundo.

    Desde la perspectiva bíblica, el tiempo de enfermedad es una ocasión privilegiada para el encuentro entre el hombre y Dios; es una ocasión privilegiada para que quienes colaboramos en la pastoral sanitaria podamos plantar o acrecer la semilla del evangelio en el alma del enfermo. Por eso, entre las líneas del siguiente apartado esbozaremos, desde la perspectiva de la Escritura, el calado religioso de la enfermad como ámbito privilegiado para el encuentro entre Dios y el hombre. De ese modo, apreciaremos que el tiempo de dolor es un tiempo privilegiado para anunciar al enfermo las palabras de Jesús, “¡no temas!”, sinónimo de la expresión salvadora “¡confía en el Señor!”

domingo, 1 de mayo de 2016

¿POR QUÉ TENEMOS MIEDO?

                                                          Francesc Ramis Darder
                                                          bibliayoriente.blogspot.com



Durante el siglo VIII a.C., la situación del Próximo Oriente Antiguo era convulsa. Asiria, la potencia dominante, había sometido a tributo a los pequeños reinos de Levante: Siria, Israel, Judá, Filistea y otros estados minúsculos. De pronto, la prepotencia asiria se vio memada, pues la rebelión de algunas ciudades y los ataques enemigos procedentes del norte y del este resquebrajaron la solidez del imperio. Aprovechando la coyuntura, los pequeños estados del Levante intentaron zafarse del dominio asirio. Siria e Israel encabezaron una coalición de pequeños reinos que intentaban sacudirse el flagelo asirio. Aun así, el pequeño estado de Judá se negó a participar en la conjura. Entonces, Siria e Israel atacaron Judá para derrocar al monarca legítimo, Ajaz, y entronizar a Tabeel, un arameo afín a los intereses de la coalición anti-asiria. Los historiadores denominan “guerra Siro-efrainita” a la guerra que Sria e Israel entablaron contra Judá.

    El libro de Isaías expone los avatares que trenzaron la guerra Siro-efrainita. Mientras Ajaz reinaba en Judá, Rasín, rey de Siria, y Pécaj, rey de Israel, subieron a atacar Jerusalén. Cuando el rey Ajaz y su corte conocieron el ataque “se agitó su corazón como se agitan los árboles del bosque” (Is 7,2). La locución “agitarse el corazón” define el miedo que embargó al rey y a los dirigentes de la ciudad. Al decir de la Escritura, el miedo no se reduce a un estado psicológico, sino que es la expresión externa de la falta de fe, pues quien tiene miedo desconfía de la protección que le brinda el Señor.

    Cuando el Señor entrevió el miedo de Ajaz, eco de su fe mermada, dijo al profeta Isaías: “Ve al encuentro de Ajaz, con tu hijo Sear Yasub, hacia el extremo del canal de la alberca de arriba” (Is 7,3). No es casual que el rey se encuentre en el canal de la alberca; pues, temiendo el ataque de Rasín y Pécaj, habría ido a comprobar si el suministro de agua podía permitir a la ciudad aguantar un asedio. Aunque el rey presiente el ataque, no deposita su confianza en Dios, se limita a constatar las defensas materiales de la urbe. Conocedor del miedo del rey, dice el Señor a Isaías: “dile a Ajaz: Conserva la calma, no temas y que tu corazón no desfallezca […] aunque Siria y Efraín (Israel) tramen tu ruina […] pues así ha dicho el Señor: Ni ocurrirá ni se cumplirá” (Is 7,4-7); conviene precisar que, en tiempos antiguos, el Reino de Israel también se conocía con el nombre de Efraín. El Señor añade, por boca de Isaías, una sentencia lapidaria: “Si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9). ¿Qué significa?

    Las palabras castellanas “creéis” y “subsistiréis” traducen, en diferentes conjugaciones, la misma raíz hebrea que significa “sostenerse (‘mn)”; en este caso concreto “sostenerse en Dios”, expresado poéticamente “sostenerse en las manos de Dios”. Aguzando el sentido catequético, el Señor dice al rey Ajaz y a la corte: “Si no os sostenéis en el Señor, nada os podrá sostener”; pues no serán las armas, ni el suministro de agua quienes salvarán Jerusalén, sino la confianza en el Señor, el libertador de su pueblo (Is 52,19). Sin embargo, Ajaz y su corte se dejaron vencer por el miedo. Ajaz, temeroso de perder la corona, solicitó el auxilio de Asiria. La Gran potencia, recuperada de su postración, acudió en ayuda de Ajaz. Teglarfalar III, emperador asirio, y sus sucesores, Salmanasar V y Sargón II, conquistaron Siria e Israel, y liberaron Judá del acoso extranjero (722 a.C.; ver: 2Re 17). No obstante, el auxilio asirio no fue gratuito, pues Ajaz tuvo que pagar un tributo exorbitado que sumió Judá en la miseria (2Re 16).

    Ajaz se había dejado vencer por el miedo, metáfora de la falta de fe, por eso el país no subsistió en libertad, sino que se vio sometido a la arbitrariedad asiria que sumió Judá en la pobreza. Como hemos señalado, “el miedo” (Is 7,4) no se reduce a una cuestión psicológica, atestigua la falta de fe; a modo de correlato, el sentido de “la calma” tampoco se agota en la perspectiva psicológica de la seguridad personal, constituye la expresión externa de vivencia de la fe.

    El contraluz de Ajaz, el rey miedoso, lo constituye su hijo, Ezequías, el soberano que, depositando la confianza en Dios, venció el miedo y obtuvo la salvación de Jerusalén. Después de la muerte de Ajaz, otro emperador asirio, Senaquerib, emprendió una campaña para subyugar a los pequeños estados del Levante y confutar la amenaza de Egipto, la potencia intrigante que pretendía desbancar el señorío asirio en Oriente (ca 701 a.C.). Senaquerib penetró en Judá; según narra la Escritura, tomó cuarenta y seis ciudades y asedió Jerusalén para rendirla por hambre (Is 36-38). Ezequías, aterido de miedo, pensó entregar la ciudad a las huestes asirias; pero el Señor, por boca de Isaías, le dijo: “Yo haré de escudo a esta ciudad para salvarla, por mi honor y el de David, mi siervo” (Is 37,35). Ezequías confió en la palabra del Señor, expresada por boca de Isaías; el rey no se rindió y Jerusalén se vio liberada de la amenaza asiria. La profecía relata la liberación con el lenguaje propio del AT: “Aquella misma noche, el ángel del Señor avanzó y golpeó en el campamento asirio […] Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campamento y regresó a Nínive” (Is 37,36-37).

    La Escritura describe la actitud de ambos reyes para confrontar el miedo de Ajaz, símbolo de la falta de fe, con la confianza de Ezequías, alegoría del soberano creyente. El monarca miedoso, Ajaz, falto de fe, constató la penuria de Jerusalén; mientras Ezequías depositó la confianza en Dios, alegoría de la fe fuerte, y salvó Jerusalén. No es el miedo sino la fe la actitud que orienta la historia humana hacia la eclosión del Reino de Dios.