Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Cuando abrimos las páginas de los periódicos, nos
sobrecoge el sufrimiento que agrieta el corazón de tantas personas y de tantos
países; sin duda, el fragor de la guerra, el azote del hambre, o el dolor de la
enfermedad desgarran el alma de la humanidad. No en vano, ahíto de palpar el
sufrimiento, exclamó Job entre las páginas del AT: “El hombre, nacido de mujer,
corto de días y harto de dolores” (Job 14,1).
El sufrimiento
nacido de la guerra no brota de la casualidad, ni del azar; tampoco procede del
designio divino, como si Dios deseara enfrentar a unos pueblos con otros para
disfrutar de la contienda. La guerra nace de la injusticia; pues brota del afán
de poder de los países ricos sobre las naciones pobres. Ante la barbarie, el
ser humano debe oponerse a la guerra con todas sus fuerzas, sembrar en el mundo
el germen de la justicia, y paliar con el ejercicio de la solidaridad los
desmanes de la violencia. La cornada del hambre que desteje la sociedad de
tantos países del Tercer Mundo tampoco procede de la casualidad, ni se origina
en el designio divino contra algunos pueblos; el origen hambre procede de la
injusticia sobre la que se estructura la sociedad humana. De ahí nace la
obligación moral de luchar contra la injusticia y el deber de paliar los
estragos de las hambrunas, rostro de la injusticia social, con la práctica de
la solidaridad.
Las catástrofes
naturales, como pueden ser terremotos o maremotos, no proceden del designio
divino contra el ser humano; nacen de la misma estructura geológica del planeta
Tierra. Ante una catástrofe ecológica, el ser humano tiene la obligación de
alentar el desarrollo científico-técnico para prevenir o atemperar las
adversidades naturales, a la vez que tiene el deber de aliviar, mediante el
ejercicio de la solidaridad, el sufrimiento que origina cualquier desastre
natural. Algo semejante podríamos decir del penar nacido de la enfermedad. Una
enfermedad no brota del designio de Dios que la envía contra un paciente; la
enfermedad nace del mismo carácter limitado de la naturaleza humana que, como
tal, envejece y se deteriora. La actitud del ser humano ante la enfermedad
abraza dos aspectos complementarios; por una parte, el hombre debe mitigar,
mediante el compromiso en el desarrollo científico-técnico, el dolor causado
por cualquier dolencia, a la vez que debe suavizar las consecuencias dolorosas
de la enfermedad, mediante el acompañamiento de los enfermos y la solidaridad
con quienes sufren.
Desde la
perspectiva puramente humana, la postura del hombre ante la enfermedad abraza
los dos ámbitos que acabamos de mencionar; el ser humano debe colaborar, en la
medida de sus posibilidades, en el desarrollo científico-técnico que propicia el
avance de la medicina, y adiestrarse en
el ejercicio de la solidaridad hacia los enfermos. Desde la perspectiva humana,
las cosas son como acabamos de decir; pero, desde la perspectiva creyente, ¿es
posible una interpretación teológica de la enfermedad? El libro de Job,
mencionado antes, insinúa que la enfermedad puede ser entendida desde la
perspectiva creyente. Cuando la mujer de Job se hartó de ver el penar de su
marido, le dijo: “Maldice a Dios y muérete” (Job 2,9); pero Job, aferrado a la
fe, le contestó: “Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los
males?” (Job 2,10). Desde la perspectiva cristiana, agucemos el sentido de la
pregunta, ¿percibimos algo más profundo en la enfermedad cuando la contemplamos
con los ojos de la fe cristiana? Con intención de ensayar una respuesta,
esbozaremos brevemente la actitud de Jesús y la perspectiva del apóstol Pablo
ante la dureza del sufrimiento; lo expondremos en los dos artículo siguientes.
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