viernes, 24 de febrero de 2012

¿QUÉ ES LA LEY DEL TALIÓN? ¿POR QUÉ UN TEXTO TAN DURO? : Ex 21, 24.

El libro del Éxodo describe la naturaleza y la bondad del Señor: “Dios de amor y de gracia, rico en ternura y en fidelidad” (Ex 34, 6). Si Dios es amor y ternura ¿por qué aparecen en el AT textos tan alejados de la misericordia?: “Si resultare daño, darás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe” (Ex 21,24).

    Cuando deseamos comprender un texto bíblico, la primera tarea consiste en situarlo en el ambiente histórico donde se escribió. Mesopotamia era la región del Próximo Oriente donde mejor se compilaron las leyes. Han llegado hasta nosotros algunos de sus códigos legales; el más famoso es el “Código de Hamurabi” (1728-1686 a.C.). Las leyes asirias eran duras y crueles. Como señala una sentencia, un juez ordenó que un a ladrón le  cortaran cinco manos. El verdugo comenzó por cortarle ambas manos, y para completar las tres que aún quedaban, amputó las dos manos a su esposa y una a su hijo.

    Aunque las leyes del AT se inspiran en la legislación de Mesopotamia, presentan una diferencia importante. Israel confía en el amor de Dios, por eso al aplicar las leyes lo hace desde el horizonte de la misericordia. Cuando alguien, en una discusión, ha amputado la mano a su vecino, el AT sentencia que al agresor también le amputen una, pero no cinco como estipulaban las leyes asirias. Sin duda, el texto del AT sigue siendo duro (Ex 21,24), pero situado en su contexto y comparado con la fiereza de las leyes antiguas, aparece como una norma dotada de comprensión y equidad.

   Con el paso del tiempo, el pueblo hebreo fue adoptando una  interpretación más humana de las leyes. La sentencia del “ojo por ojo” dejó de entenderse desde el aspecto físico. Cuando alguien, en una disputa, arrancaba un ojo a otro, la sentencia no estipulaba que le sacaran otro a él, sino que el agresor compensara con su patrimonio a la persona herida.

    Aún así, Jesús transforma de raíz la idea anterior, pues afirma: “Al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra […] amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen” (Mt 6, 39.44). Jesús, sufriendo injustamente la cruz, gritó: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). El NT está escrito con la letra del amor y de la gracia, por eso invita a vencer el mal practicando intensamente el bien, la única actitud que tiene futuro (Rom 12, 21).

                                                                                 Francesc Ramis Darder

domingo, 19 de febrero de 2012

CUARESMA 2012. DURANTE LA CUARESMA Y LA SEMANA SANTA RECEMOS CON LA BIBLIA.

La oración es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El (S. Agustín).


Metodología para la oración:


1. Comencemos haciendo unos momentos de silencio. Pacifiquémonos. Sintámonos bien con nosotros mismos, en silencio, en paz.

2. Observemos nuestra vida. Aquellas situaciones que nos alegran, y también aquellas que nos provocan angustia y dolor.

3. Leamos algún texto de la Sagrada Escritura (en estas hojas tenemos un conjunto de citas tomadas de la Biblia). Elijamos una cada día de la Cuaresma y de la Semana Santa. Leámoslo despacio. Fijémonos en alguna palabra o en alguna frase que pueda iluminar nuestra vida.

4. En nuestro interior vayamos repitiendo lentamente esta palabra o esta frase de la Biblia.

5. Apliquemos esta palabra o esta frase a la situación de nuestra vida que antes hemos contemplado. Pidamos a Dios que nuestra vida vaya en consonancia con estas palabras de la Escritura que hemos repetido en nuestro interior.




CITAS BÍBLICAS PARA LA ORACIÓN DIARIA DURANTE LA CUARESMA Y LA SEMANA SANTA



FEBRERO


Día  22. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que brota de la boca
              de Dios” (Mt 4, 4).

23. “El Reino de Dios no tiene que ver con lo que uno come o bebe; camina en la
       justicia, la paz y el gozo del Espíritu Santo” (Rm 14, 17).

24. “Hermanos: Habéis sido llamados a la libertad, pero no os aprovechéis con
        egoísmo, sino al contrario: por el amor servios unos a otros” (Gal 5, 13).

25. “Aspirad a las cosas grandes ... sintonizad con las cosas de más arriba,
        no con las  de la tierra” (Col 3, 1-2).

26. “En verdad os digo: el comportamiento que habéis tenido con cualquiera de mis
      hermanos más pequeños, lo habéis tenido conmigo” (Mt 25, 40).

27. “No te avergüences nunca de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo”
      (2 Tm 1, 8).

28. “Dios es Espíritu, por eso aquellos que le adoran deben hacerlo en espíritu y en
      verdad” (Jn 4, 24).

29. “El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad: en la oración, nosotros no
      sabemos a ciencia cierta lo que debemos pedir, pero el Espíritu en persona
      intercede por nosotros con gemidos”  (Rm 8, 26).

MARZO

1. “Si alguno de vosotros quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que tome su
      cruz y que me siga” (Lc 9, 23).

2. “Vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis” (Mt 6, 8).

3. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por
      añadidura” (Mt 6, 33).

5. “Si os mantenéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos, tendréis
      experiencia de la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32).

6. “¡ Cuántas gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro !” (Rm 7, 25).

7. “El amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo
       que  nos ha dado”  (Rm 5, 5).

8. “Seguidme y os haré pescadores de hombres”  (Mc 1, 17).

9. “No habéis recibido espíritu de esclavos para tener miedo, sino un espíritu de
        hijos, que nos hace clamar con fuerza: Abba, Padre” (Rm 8, 15).

10. “Dejad de amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las
        echan a perder y donde los ladrones abren boquetes y roban”  (Mt 6, 20).

11. “Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no se de cuenta de que lo hace
        tu derecha” (Mt 6, 3).

12. “Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, paciencia, humanidad,
        bondad,   fidelidad, mansedumbre, control de uno mismo” (Gal 5, 22).

13. “Pues si perdonáis las culpas a los demás, también vuestro Padre del Cielo os
        perdonará a vosotros” (Mt 6, 14).

14. “Pienso que todos los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con
        la felicidad que se ha de revelar en nosotros” (Rm 8, 18).

15. “Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
       nosotros,  ¿ cómo es posible que con El no los lo regale todo ?” (Rm 32).

16. “El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los
        cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, partir tu pan con el
        hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo ...”
        (Is 58, 6-7).

17. “El Señor es Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor hay libertad”
        (2 Cor 3, 17).

18. “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos”
       (Mt 5, 3).

19. “Amad a vuestros enemigos y rezad por aquellos que os persiguen; así os
        asemejaréis a vuestro Padre del Cielo, que hace salir el Sol sobre buenos y
        malos y envía la lluvia a justos e injustos” (Mt 5, 44-45).

20. “Aquello que viene de fuera no puede ensuciar al hombre ... lo que le ensucia
        es   aquello que le sale de dentro” (Mc 7, 18.21).

21. “Igual que mi Padre me amó os he amado yo. Manteneos en ese amor que os
        tengo, y para manteneros en mi amor cumplid mis mandamientos” (Jn 15, 9).

22. “A los ricos de este mundo insísteles en que no sean soberbios ni pongan su
        confianza en riqueza tan incierta, sino en Dios que nos procura todo en
        abundancia para que lo disfrutemos” (1 Tm 6, 17).

23. “Estad siempre alegres, orad constantemente, dad gracias en toda circunstancia
        porque esto quiere Dios de vosotros como cristianos” (1 Tes 5, 17).

24. “Si yendo a presentar tu ofrenda ante el altar, te acuerdas allí que tu hermano
        tiene algo contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, y ve primero a reconciliarte
        con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23).

25. “Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la
        viga que tienes en el tuyo” (Mt 7, 3).

26. “No basta decir  <Señor, Señor> para entrar en el Reino de los Cielos; no, hay
        que poner por obra el designio de mi Padre del Cielo” (Mt 7, 21).

27. “Acercaos a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os daré
        respiro” (Mt 11, 28).

28. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he
        amado, amaos también entre vosotros. En eso conocerán que sois discípulos
        míos: en que os amáis unos a otros” (Jn 13, 34-35).

29.  No estéis agitados; fiaos de Dios y fiaos de Mí” (Jn 14, 1).

30. “No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros y os destiné a
      que os pongáis en camino y deis fruto” (Jn 15, 16).

31. “Os he dicho estas cosas para que gracias a Mí tengáis paz. En el mundo
      tendréis  apreturas, pero, ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).


ABRIL

1.  “Por consiguiente acogeos mutuamente como el Mesías os acogió para honra
       de Dios” (Rm 15, 7).

2. “A nadie le quedéis debiendo nada más que el amor mutuo, pues el que ama a
      otro tiene cumplida la Ley” (Rm 13, 8).

3. “Esmerémonos en lo que favorece la paz y construye la vida común”
     (Rm 14, 19).

4. “Así que esto queda: fe, esperanza, amor; estas tres, y de ellas la más valiosa
      es el amor” (1 Cor 13, 13).

5. “Por consiguiente, queridos hermanos, estad firmes e inconmovibles, trabajando
      cada vez más por el Señor, sabiendo que vuestras fatigas como cristianos no
      son inútiles” (1 Cor 15, 58).

6. “El favor del Señor Jesús Mesías y el amor de Dios y la solidaridad del Espíritu
      Santo, estén con todos vosotros” (2 Cor 13, 13).

7. José de Arimatea descolgó el cuerpo de Jesús, lo envolvió en la sábana y lo puso
     en un sepulcro que estaba excavado en la roca; luego, hizo rodar una piedra
     sobre la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la de Joset se fijaban
    donde era puesto (Mc 15,46-47).

8. Jesús de Nazaret, el Crucificado, ¡HA RESUCITADO!  (Mc 16,6).



                                                                                                    Francesc Ramis Darder  

EL CÓDIGO DA VINCI: FICCIÓN O REALIDAD

Todo comenzó en marzo de 2003 cundo se publicó en los Estados Unidos “The Davinci Code”, novela fantástica escrita por Dan Brown. Antes de que el libro fuera publicado en inglés, la editorial Umbriel compró los derechos de edición en lengua castellana. La editorial Umbriel, dedicada, sobre todo, a la publicación de libros de medicina alternativa y manuales de autoayuda, imprimió 150.000 ejemplares para la primera edición castellana del Código da Vinci que llegó a las librerías en octubre de 2003.

    La difusión del Código da Vinci ha sido enorme. La novela ha sido traducida a más de cuarenta idiomas, y cabe suponer que el impacto de la película también será colosal. Sólo en lengua inglesa han aparecido ocho libros para rebatir las falsedades históricas contenidas en el Código. En castellano se han editado nueve obras que también refutan los errores que figuran en la trama literaria de la novela de Dan Brown.

    Debemos recordar que el Código da Vinci no es un libro de historia. Ni siquiera puede adscribirse a lo que la crítica literaria denomina novela histórica. El Código da Vinci es una novela que podemos encuadrar en género de la literatura fantástica. Sus características argumentales conforman una novela dotada de la agilidad del lenguaje cinematográfico.

    El lector medio, conocedor de la historia occidental y del contenido del Nuevo Testamento, descubre que la trama de la novela carece de fundamento histórico. El género fantástico de la novela posibilita que su autor altere el contenido de algunos documentos antiguos y de ciertos sucesos históricos.

    Desde la libertad que ofrece la literatura fantástica, Dan Brown puede citar como hechos históricos acontecimientos del todo falsos. El autor afirma expresamente en la primera página del libro: “Todas las descripciones de obras de arte, arquitectura, documentos y rituales secretos que aparecen en esta novela son absolutamente precisos”. La lectura de la novela certifica, ante la perspicacia del lector, la falsedad de ésta afirmación; pues la novela sostiene, por ejemplo, que Mitterrant inundó París de documentos egipcios, o que La Gioconda y la Venus de las Rocas se hallan expuestas en la misma sala del museo del Louvre. Desde la perspectiva de la novela fantástica, el autor afirma que el Priorato de Sión es “una sociedad europea fundada en 1099”, cuando en realidad el Priorato de Sión fue fundado en Francia, en el siglo XIX, por un grupo conservador, enfrentado con el gobierno progresista de entonces.

    Las claves literarias que han catapultado al estrellato el Código da Vinci son diversas; quizá la más significativa sea la referencia a los “saberes ocultos” a los que la novela alude constantemente. Hace 25 años la enseña del saber no se buscaba en lo “oculto” sino, sobre todo, en lo racional, científico, y sistemático.

    Algunos fenómenos mediáticos como la edición del Código da Vinci, o los reportajes sobre el denominado Evangelio de Judas contienen un aspecto positivo, pues posibilitan que el tema religioso penetre, de alguna manera, en el debate social. La irrupción de la cuestión religiosa en la escena social debería suscitar en los cristianos un mayor interés por el conocimiento de su propia fe; en especial debería alentar el deseo de comprender mejor la Sagrada Escritura y en la decisión de ahondar en el conocimiento del Evangelio.


                                                                                     Francesc Ramis Darder.              

jueves, 16 de febrero de 2012

¿QUIÉN ES EL PROFETA?

    Habitualmente tenemos una idea errónea del profeta y pensamos que se dedica a adivinar el futuro. Un profeta no es eso. Los que intentan predecir el futuro son los adivinos, severamente censurados por la Biblia. La palabra castellana “profeta” se origina en el término griego “prophetes” que significa “hablar en nombre de otro”. La voz griega “prophetes” traduce, en muchas ocasiones, la palabra hebrea del Antiguo Testamento “nabí”, que, en líneas generales, quiere decir “el que ha sido llamado por Dios”.

    Aunando el sentido griego con el hebreo obtenemos el significado del término ‘profeta’. El Profeta es aquel que habiendo sido “llamado por Dios” habla a al pueblo “en nombre de Dios”, para hacerle conocer el designo del Señor sobre los acontecimientos que acontecen en el ámbito de la sociedad.

    Un profeta no se dedica a adivinar el futuro, sino a interpretar el presente desde los ojos de Dios.  Profeta es aquel que con lo que piensa, dice y hace, muestra a sus contemporáneos el empeño de Dios a favor de los oprimidos. La Biblia distingue entre los verdaderos y los falsos profetas. Veamos un ejemplo.

    Durante el siglo VIII a.C. el reino de Judá atravesaba una etapa calamitosa. El profeta Miqueas subió a Jerusalén para afirmar que la miseria del país no era fruto de la casualidad, sino resultado de la injusticia de los poderosos que provocaban la guerra y esparcían la injusticia. Miqueas no se dedica a entonar adivinanzas, como hacen los falsos profetas. Anuncia un principio moral que sienta muy mal a los opresores, pero que es la voz de Dios: “Hombre, ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el derecho y ames la justicia, y que seas humilde ante tu Dios” (Miq 6, 8).

    En la misma época había en Jerusalén falsos profetas que en lugar de comunicar a los dirigentes los designios de Dios, anunciaban a los poderosos el mensaje que éstos deseaban oír para no turbarse ante la miseria del pueblo. El libro de Miqueas condena duramente a los falsos profetas “... a los profetas que extravían a mi pueblo, pues cuando tienen prebendas de los ricos anuncian paz, pero declaran la guerra a quien no les llena la boca con dinero” (Miq 3, 5). Sólo el verdadero profeta, atento a la voz de Dios, puede orientar la historia hacia el horizonte feliz de paz y justicia.           

                                                          Francesc Ramis Darder                

domingo, 12 de febrero de 2012

EL TRABAJO HUMANO: LA FUERZA DEL CRECIMIENTO PERSONAL

                                                                         Confía en el Señor y persevera en tu tarea”.
                                                                                                                                                     (Eclo 11,21).
  
    La epopeya de Atra-Hasis, nacida en el crisol de la cultura mesopotámica (XVI a.C.), desvela el triste horizonte desde el que los habitantes de la tierra del Eúfrates entendían el trabajo humano: la sima lúgubre y sombría donde los dioses habían arrojado al hombre para siempre. Según narra el mito, las deidades, cansadas de sus arduos trabajos, decidieron crear al ser humano para que, como esclavo resabiado, llevara a término las penosas tareas que ellos, vencidos por el tedio, desdeñaban emprender.

    En algunas páginas de la Escritura, todavía reverbera el eco de la mentalidad mesopotámica. Recordemos, en ése sentido, la dureza con que Yahvé-Dios fustiga el pecado de Adán: “Con fatigas comerás los frutos de la tierra […] hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado” (Gn 3,17-19); no son menos crueles las palabras despiadadas con que Job entierra el sinsentido de la vida: “El hombre […] corto de días y harto de dolores, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin parase” (Jb 14,1-2).

    El relato del Génesis constituye la expresión simbólica del origen del hombre y la mención metafórica de los primeros pasos de su peregrinar sobre el polvo de la tierra; mientras el grito que atruena en los labios de Job es el verso quebrado que declama, en el seno de un drama teatral, el aspecto luctuoso de la existencia humana. La cita del Génesis y los versos de Job son el tejido hilvanado en el telar de un poeta que contempla la vida con ojos cansinos, quizá bajo el candil de la lumbre amustiada que resplandece entre las aguas del Tigris.

     Ahora bien, el libro del Génesis es una narración simbólica y el poema de Job se entreteje en el seno de una obra teatral, densa y profunda. No cabe duda de su grandeza literaria ni de su calado teológico, pero tanto el apunte del Génesis como el quejido de Job parecen contemplar la existencia humana y el trabajo del hombre al trasluz de la mentalidad mesopotámica, como carentes de sentido e inútiles para el crecimiento personal. Si el pensamiento israelita se hubiera dejado ensordecer por el griterío de la voz mesopotámica, habría contemplado la vida y el trabajo humano como cuestiones humillantes y hueras para el crecimiento personal.

    Surge ahora una pregunta, ¿qué sucedió para que los hebreos desdeñaran la idea inherente a la futilidad del trabajo y su irrelevancia para el desarrollo personal y social  del ser humano?

    Antes responder a la cuestión, debemos precisar la doble percepción de la historia que latía en las diversas culturas de la región del Eúfrates. Los babilonios entendían que la historia humana había comenzado “en el cielo”, es decir en “el marco simbólico” de los dioses; como veíamos al mencionar la epopeya de Atra-Hasis, el devenir humano comenzó cuando las deidades, aburridas tras las cortinas del firmamento, decidieron modelar al ser humano. A modo de contrapartida, los asirios aducían que la historia de la humanidad principiaba “en la tierra”, en “el marco real” de las relaciones humanas; así lo atestiguan la Lista real asiria cuando sitúa el comienzo de las dinastías en la figura de un monarca carnal y no en un mito celeste.

    Israel se decantó por la perspectiva asiria. Cuando optó por contemplar la existencia humana como algo que había comenzado “en la tierra”, comenzó a entender el trabajo como una “responsabilidad personal” capaz de alentar el crecimiento personal y social del ser humano.

     La mitología babilónica sitúa el origen de las ciudades en la decisión de los dioses, mientras la percepción israelita, análoga en cierta medida a la óptica asiria, lo ubica en la tierra. En las postrimerías del siglo V a.C., Jerusalén era una villa pequeña, carente de defensas y expuesta al envite de cualquier enemigo. Los judíos, alentados por Nehemías, emprendieron la reconstrucción de la ciudad. El relato bíblico describe la situación ruinosa de la villa, especifica las grietas de las murallas, menciona cada una de las puertas por su nombre, especifica con el mayor detalle la identidad de los trabajadores y el rango de los capataces (Neh 3,1-4,17). La reedificación de los muros de Sión no nace de la decisión de un dios incógnito, oculto en el cielo, sino del compromiso judío por defender la integridad de la Ciudad Santa.

     A medida que levantan el lienzo de los muros, los judíos, hasta entonces dispersos y hastiados, van adquiriendo el aspecto de en una comunidad solidaria: “el Resto fiel”. A partir de entonces, el “Resto fiel” se convertirá en la asamblea, casi siempre reducida y pocas veces numerosa, que mantendrá la identidad cultural y el espíritu religioso de la comunidad hebrea.

     Acabamos de insinuar la forma en que el trabajo del pueblo judío, a la zaga del talante asirio, se convierte en la fuerza humanizadora que alienta el crecimiento personal y comunitario de la asamblea de Sión: el análisis de las causas que han precipitado Jerusalén a la ruina; la percepción de las funestas consecuencias que se derivan del estado maltrecho de la villa; el diagnóstico claro del origen del desgobierno: el hastío y la dispersión de los judíos; la decisión de emprender una tarea concreta y eficaz: la  reconstrucción de las murallas; y, como no podía ser de otro modo, la serena certeza de que el tesón acrece la asamblea desabrida hasta convertirla en la comunidad compacta, capaz de aguardar con esperanza los avatares del futuro.

    Ahora bien, si los israelitas se hubieran acomodado al planteamiento asirio, se hubieran convertido en un pueblo anodino y sin rastro en la historia, como acontece con tantos pueblos del Oriente Antiguo. Los hebreos se decantaron del aspecto más siniestro de la mentalidad asiria: la crueldad vesánica. Acometieron la reparación de los muros y las puertas de Sión sin valerse del trabajo esclavo, tan común en Asiria; cabe decir, a tenor del contenido de la Escritura, que la esclavitud de los israelitas es algo extraño a la mentalidad bíblica.

     Aunque la supresión del trabajo esclavo humanizara el esfuerzo, la humanización del trabajo y su influjo en el crecimiento personal alcanzó cotas inusitadas hasta entonces entre los clanes semitas. El relato de Nehemías menciona por su “nombre personal” a cada una de las familias e individuos que participaron en las obras (Janún, los habitantes de Zanoaj, etc.), cita la “especificidad” de la tarea de cada cuadrilla de obreros (Puerta de los Peces, muralla del Ofel, etc.), “valora” con cariño el trabajo realizado con esfuerzo y en condiciones adversas (el pueblo se había entregado con gran empeño), ensalza la “solidaridad” (luchad por vuestros hermanos) y aprecia el “tesón” comunitario (trabajábamos desde que despuntaba el alba hasta que salían las estrellas) (Neh 3,1-4,17).

    No cabe duda de que el ímpetu judío humanizó el esfuerzo humano. Aún así, si la comunidad hebrea se hubiera detenido en la humanización superficial del trabajo quizá habría asimilado su tarea a la de los ciudadanos romanos: serenos en el estadio ante la muerte de los gladiadores; o a la de los sesudos griegos: hábiles pensadores, pero ciegos ante el sufrimiento de la plebe. La comunidad del “Resto fiel”, la asamblea que mantuvo encendida la llama de la fe, continuó ahondando en el sentido profundo del trabajo como fuerza humanizadora, pues “para quien confía en Dios, nada humano le es ajeno”.

    De nuevo, brota una cuestión importante: ¿cuál fue el detonante principal que posibilitó que el “Resto fiel” percibiera la naturaleza del trabajo desde la perspectiva creyente? Sin duda, la espoleta más significativa procede de la nueva interpretación con que “la comunidad leal” contempló el pensamiento babilónico. Como decíamos antes, los babilonios suponían que los dioses habitaban “en el cielo” y que, indolentes y tediosos, habían condenado al ser humano al trabajo carente de sentido e inútil para el crecimiento personal y social; en definitiva, los dioses babilónicos eran deidades “desencarnadas” que condenaban al ser humano a la deshumanización sin sentido.

    No obstante, como también hemos podido constatar, la experiencia del pueblo judío, en contraposición a la perspectiva babilónica, palpaba en el hondón del trabajo la fuerza humanizadora que engendraba el crecimiento de cada persona y del pueblo entero. Efectivamente, habían dejado de pensar que el trabajo fuera una maldición de los dioses, “cautivos en el cielo”, para entenderlo como una responsabilidad personal de los hombres que viven “en la tierra”. Habían desterrado las formas crueles que empapaban de llanto esclavo el trabajo del hombre hasta convertir el tesón humano en el principio básico de humanización y cohesión social. Desde éstas premisas, el “Resto fiel” comenzó a intuir que la divinidad no podía ser alguien caprichoso y remoto, sino imbricado, de alguna manera, en las entretelas de la historia humana.    

     Aún así, le faltaba al “Resto fiel” engarzar el penúltimo eslabón de la cadena: la valentía de “encarnar” entre los avatares humanos la identidad “bondadosa” de Dios que los babilonios, teniéndola por aviesa y tortuosa, habían enclaustrado en lo más recóndito del cielo. En éste sentido, Nehemías pronuncia un discurso solemne ante los obreros que reparan las almenas de Sión: recita la historia israelita percibiendo en cada recodo la actuación salvadora de Dios (Neh 9,5b-37). La divinidad ha perdido el ceño colérico para convertirse en el Dios de la ternura que ayuda al ser humano (Neh 6,7), le auxilia en cualquier adversidad (Neh 4,8.15), y corona su esfuerzo (Neh 2,20).

    Cuando contempla el progresivo grosor de los muros, metáfora de crecimiento personal y social de la comunidad, Nehemías entona la oración más sincera: “¡Dios mío, acuérdate para mí bien de todo lo que he hecho por este pueblo!” (Neh 5,19; 13,31).

    La palabra hebrea que traducimos con el verbo “acordarse” no alude sólo a la intención de traer a la memoria acontecimientos del pasado. Apurando la reflexión filológica, podríamos perfilar el sentido semita del verbo “acordarse (zkr)”, denota el empeño por recordar un acontecimiento importante con la intención de mantenerlo vivo y operante tanto en el presente como en el futuro. Veámoslo.

    Valiéndose del vocablo “acordarse”, Nehemías subraya que la edificación de las murallas, empresa que él ha dirigido, ha sido decisiva para su crecimiento personal: tiene la certeza de que ha servido “para su bien”, y enfatiza también que ha sido esencial para la humanización de la comunidad hebrea: “por este pueblo”. Sin embargo, utiliza el verbo en imperativo para suplicar la intervención de Dios: “¡Dios mío, acuérdate!”. El escriba ha reconocido la presencia callada con que Dios se ha enhebrado con la comunidad constructora, pero ahora implora del Señor que aliente a la asamblea para que no cese de avivar el proceso de humanización y crecimiento social, iniciado con la reconstrucción de los baluartes de Jerusalén.

     En definitiva, Nehemías impetra del Señor que la valoración del trabajo que humaniza y cohesiona perviva como la fuerza trasformadora de las generaciones futuras que morarán al abrigo de los torreones de Sión. La oración de Nehemías alcanza el último peldaño por lo que concierne a la reflexión creyente. La reedificación de las murallas fue la experiencia que humanizó y cohesionó a la comunidad hebrea del siglo V a.C.; pero, tal como apunta Nehemías, la referencia permanente a dicha experiencia será siempre el detonante que encauzará a la asamblea de Sión por la senda que conduce al crecimiento personal y comunitario, hasta el momento en que, como susurra el Evangelio, irrumpa el Reino de Dios entre los hombres (cf. Mt 13,1-52).

    A lo largo de estas líneas, hemos surcado las aguas por las que Israel atracó en el puerto seguro donde encontró el sentido veraz del trabajo humano. La comunidad hebrea, a diferencia de los babilonios, entendió el trabajo bajo el epígrafe de la “responsabilidad personal”; decantándose de la perspectiva de los asirios, lo revistió de “humanidad”; ahondando en la reflexión teológica, detectó el “pálpito de Dios” en el hondón del esfuerzo; y, levantando “la vista al cielo”, comprendió que cualquier tarea que humaniza y acrece al ser humano es la fragua donde se forja la sociedad como esbozo del Reino de Dios.

    El camino zigzagueante del pueblo hebreo constituye la metáfora de la senda que debe recorrer el militante cristiano, hasta que, como sucediera con el “Resto fiel”, se convierta en embajador y testigo de la presencia liberadora de Dios en la historia humana.


                                                                                   Francesc Ramis Darder               

miércoles, 8 de febrero de 2012

¿PUEDE TENER ALGÚN SENTIDO EL SUFRIMIENTO?

Cuando abrimos los periódicos y constatamos el dolor que asola algunas naciones de África quedamos sobrecogidos. El sufrimiento que las destruye no se produce por azar ni porque Dios lo envíe. Nace de la injusticia, del afán de poder de unos pueblos sobre otros. Nos sorprenden las noticias de accidentes y enfermedades. Tampoco se producen por casualidad, ni porque Dios lo envíe; son la consecuencia de la propia limitación de la naturaleza humana. El cristiano tiene la obligación de combatir las causas del sufrimiento que nace de la injusticia y debe aceptar el que procede de la limitación de la naturaleza. Respecto de este último, tiene el deber de mitigarlo con la participación en el desarrollo científico-técnico y con la práctica de la solidaridad. Externamente las cosas son así, pero, espiritualmente ¿podemos encontrar algún sentido al sufrimiento?

    Los cristianos creemos en la encarnación del Hijo de Dios (Ju 1,14). El evangelio enseña que Jesús ha sido más humano en aquellos momentos en que más ha sufrido. Durante la pasión, el evangelio lo presenta en su rostro más humano. Pilato, ante Jesús azotado y coronado de espinas, dice: “Aquí tenéis al hombre” (Ju 19,5). Jesús sufre injustamente, pero transforma este dolor en amor en favor de todos. Utilizando una metáfora, diríamos que el sufrimiento concede a Dios la “oportunidad” de hacerse plenamente humano; la “ocasión” de convertir su amor divino en humano. 

    S. Pablo dice: “Ahora me alegro de sufrir por vosotros, y por mi parte completo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo” (Col 1,24). ¿Qué quiere decir? El apóstol sufre injustamente, pero afirma que este dolor es precisamente aquello que le hace “sentir como” Jesús. El sufrimiento representa para Pablo la “ocasión” de sentirse como Jesús en la pasión,  cuando el Señor manifestó con mayor intensidad su amor por el ser humano. El penar dio a Pablo la oportunidad de convertir su amor humano en divino.

    El sufrimiento es un misterio, pero no porque sea algo inexplicable; sino porque en él se encuentran las dos “ocasiones”: La “ocasión” de Dios  para sentirse plenamente humano, y la “ocasión” del hombre para sentirse como Jesús, cuando en la cruz murió por amor al Mundo. En el sufrimiento, el hombre puede experimentar como padeció Jesús por nosotros; y Jesús, sufriendo, pudo experimentar como padece el hombre que necesita ser amado. El sufrimiento es duro, pero es misterio; es un momento privilegiado para el encuentro personal entre Dios y el hombre.

                                                                                    Francesc Ramis Darder

domingo, 5 de febrero de 2012

NACIMIENTO, DESARROLLO Y OCASO DEL IMPERIO PERSA

El imperio babilónico mantuvo su consistencia durante el reinado de Nabucodonosor II (605-562 aC.). El rival más importante del emperador babilónico fue Ciaxares, rey de Media, quien antaño se había aliado con Nabopalasar, rey de Babilonia, para certificar con la toma de Nínive el ocaso definitivo de Asiria (612 aC.). Mientras Nabucodonosor consolidaba su posición en Mesopotamia, Siria y Palestina; Ciaxares reforzaba las bases del Imperio medo y establecía la capital en Ecbátana. Ciaxares alcanzó Asia Menor y entró en conflicto con Alyattes, rey de Lidia. Nabucodonosor, haciendo uso de su preponderancia internacional, fijó la frontera entre los imperios medo y lidio en el río Halys.

    Tras conquistar Jerusalén, Nabucosonosor realizó campañas militares en el oeste para sofocar la inquietud sembrada por las insidias del faraón Apries (589-570 aC.). Nabucodonosor asedió Tiro durante trece años, y fustigó Celesiria, Judá, Moab y Amón. Los griegos, en el año 570 aC., derrotaron al faraón Apries (589-570 aC.). El ejército egipcio se rebeló, y como fruto de la revuelta el general Amasis se proclamó faraón. Nabucodonosor aprovechó la ocasión y emprendió una campaña de castigo contra la potencia del Nilo para impedir futuras agresiones de Egipto contra Babilonia.

    Cuando murió Nabucodonosor (562 aC.) comenzó el declive de Babilonia. Nabusodonosor II fue sucedido  por un hijo suyo, Amel-Marduk (562-560 aC.), denominado por la Escritura Evil-Merodak, que liberó de la prisión a Jeconías (cf. 2R 25,27-30). Amel-Marduk fue destronado por Nergalsérer (560-556 aC.), quien murió en combate al cabo de cuatro años (556 aC.) y dejó en el trono a un hijo menor de edad, Labasi-Marduk; el cual fue destronado por Nabonides (556-539 aC.).

    Nabónides pertenecía a una familia de estirpe aramea originaria de Jarán. Devoto del dios lunar Sin, pretendió elevar a su divinidad predilecta al rango supremo del panteón babilónico y reconstruyó su templo en Jarán. Las innovaciones religiosas le granjearon muchas enemistades, sobre todo, el desprecio por parte de los sacerdotes de Marduk. La rebelión de parte de los ciudadanos babilónicos obligó al rey a trasladar su residencia al oasis de Teima, en el desierto de Arabia, al sureste de Edom. El monarca dejó la administración de Babilonia en manos de su hijo Bel-sarusur. La división religiosa provocada por la irrupción del culto al dios Sin junto con la lejanía que mantenía el rey con los centros de gobierno, sembraron la confusión política y religiosa en el Imperio.

    Cuando murió el rey medo Ciaxares, le sucedió su hijo Astiages (585-550 aC.). Durante el reinado de Astiages, un rey persa, vasallo de los medos, Cambises I (600-559 aC.), hijo de Ciro I, contrajo matrimonio con Mandane, hija de Astiages, rey de los medos. El hijo de Cambises I y Mandane fue Ciro II el Grande (559-530 aC.). Ciro II, con la intención de debilitar a los medos, formó con el faraón Amasis (570-526 aC.), y con Creso (560-546 aC.), rey de Lidia, una alianza militar. Conquistó Ecbátana, destronó a Astiages, y devino rey de medos y persas (550 aC.). Nabónides, temeroso de la pujanza del nuevo monarca, alteró las alianzas internacionales y formó con Amasis y Creso una alianza contra el rey persa. Ciro reaccionó y conquistó Sardes (547/6 aC.) incorporando, de ese modo el territorio lidio a su imperio. Ciro prosiguió con sus conquistas: dominó la mayor parte de Asia menor hasta el mar Egeo, atravesó Hircania y Partia y llegó al río Yakartes. Ciro II había alcanzado el mayor imperio conocido hasta entonces.

    La conquista de Babilonia se produjo con gran facilidad. Nabónides había perdido la Alta Mesopotamia, al igual que la provincia de Elam, cuyo gobernador, el general Gobrias, se había pasado a las tropas de Ciro y realizaba incursiones contra el territorio babilónico. Los cambios cultuales emprendidos por Nabónido habían provocado la desconfianza del pueblo. El ejercito de Nabónides fue derrotado en la batalla de Opis (539 aC.), y Ciro entró triunfante en Babilonia siendo aclamado como libertador. Ni la capital, Babilonia, ni ninguna otra ciudad circundante fue destruida. Ciro restauró y practicó el mismo el culto al dios Marduk, desterrado antaño por Nabónides. Ciro llegó a proclamar que gobernaba Babilonia por decisión del dios Marduk. Ciro instaló a su hijo Cambises como su representante personal en Babilonia, y hacia el año 538 aC. todo el oeste de Asia, hasta la frontera con Egipto, le pertenecía.

    La política de Ciro se caracterizó por la magnanimidad con que trató a los pueblos conquistados. La Sagrada Escritura muestra la magnificencia del mediante el llamado “Edicto de Ciro” (Esd 1,2-4; 6,3-5), mediante el que permitía a los judíos deportados regresar a Jerusalén y reconstruir el Templo. Cuando Ciro murió en combate contra los pueblos nómadas que vivían más allá del río Yakartes, le sucedió en el trono su hijo Cambises (530-522 aC.). Cambises incorporó el país del Nilo al Imperio persa (525 aC.), también consiguió la sumisión de los griegos de Liban, Cirene y Barca.

    Sin embargo, a partir del año 522 aC., el Imperio persa sufrió trastornos que comenzaron que amenazaron con resquebrajarlo. Cuando Cambises atravesaba Palestina, regresando de Egipto, tuvo noticias de que Gaumata había usurpado el trono y había recibido el acatamiento por parte de las provincias orientales del Imperio. Cambises se suicidó (522 aC.) y un oficial de su séquito, Darío, hijo del sátrapa Hispates, y miembro de la familia real por línea colateral reclamó el trono. Darío apresó a Gaumata y lo ejecutó. La asunción del trono por parte de Darío I Histapes (521-486 aC.) tiñó el país de revueltas. En la misma capital, Babilonia, Nidintunbel, se erigió a sí mismo como rey con el nombre de Nabucodonosor III, y consiguió mantenerse en el trono algunos meses hasta que fue depuesto y ejecutado por Darío. Los disturbios se extendieron por Media, Elam, Persia, Armenia, y en toda la extensión de Irán, alcanzando Egipto y Asia menor. Las revueltas tenían el color nacionalista pues cada región perseguía desgajarse del Imperio.

    Las dificultades de Darío para afirmar el trono fueron muchas, y no llegó a asegurar la corona hasta finales del 520 aC. Darío llevó el ejército hasta el Indo, por el oeste, a lo largo de la costa africana hasta Bengazi y por el norte, a través del Bósforo, embistió contra los escitas. Su imperio se extendía desde el valle del Indo hasta el mar Egeo, desde el Yaxartes hasta Libia; y, en Europa, incluía Tracia y una franja de los Balcanes a lo largo del Mar Negro, al norte del Danubio. Darío confirió al imperio una organización administrativa férrea. Lo dividió en veinte satrapías; Palestina y Siria constituían la quinta satrapía y Egipto la sexta. Cada satrapía estaba gobernada por un sátrapa que dirigía la región con un amplio poder autonómico; aunque, eso sí, vigilado por militares directamente responsables ante el rey. El sistema de gobierno pretendía equilibrar el dominio de la autoridad central con un cierto grado de autonomía local. Darío I construyó Persépolis, unió el Nilo con el Mar Rojo a través de un canal, dotó al imperio de buenas vías de comunicación, desarrolló un sistema de monedas, fortaleció el comercio. Durante su reinado, el Imperio persa alcanzó su máximo desarrollo. Sin embargó fracasó en el intento de conquistar Grecia: la escuadra persa fue destruida por la tormenta frente al monte Athos y su ejercito fue derrotado por los griegos, al mando de Alcibíades, en la llanura de Maratón (490 aC.).

    Cuando murió Darío I subió al trono su hijo Jerjes (486-465 aC.). El nuevo monarca aplastó la revuelta que había estallado en Egipto poco antes de la muerte de su padre (485 aC.), y un poco más tarde reprimió, con mucha vilencia, la revuelta que se había encendido en Babilonia (482 aC.). Pacificado el imperio, Jerjes decidió la invasión de Grecia. Construyó un puente sobre el Helesponto, penetró en Macedonia y derrotó a los espartanos en la Termópilas, conquistó Atenas y la incendió. Sin embargo la reacción griga no se hizo esperar. La escuadra persa fue vencida en la batalla de Salamina, el ejército derrotado en Platea (479 aC.), y el resto de la flota fue destruido en las proximidades de Samos. Finalmente, los persas fueron vencidos junto a la orilla del río Eurymedón (466 aC.), y Jerjes desistió del intento de apoderarse de Grecia.

    Jerjes murió asesinado y le sucedió su hijo Artajerjes I Longimano (465/4-424 aC.), quien apartó el heredero legítimo para alcanzar el trono persa. El comienzo de su reinado coincidió con el ataque de los griegos contra Chipre. Más tarde, en el año 460 aC., se rebeló Egipto, bajo la égida de Inaros, dinasta libio que contaba con el apoyo de Atenas. El bajo Egipto se sacudió el dominio persa, con excepción de Menfis, que fue asediada por los persas. El ejército persa, dirigido por Megabyzus, sátrapa de Abar-nahara, reconquistó Egipto (ca. 456 aC.), y con la ejecución de Inaros (454 aC.) concluyó la revuelta. A pesar de la victoria, el señorío persa sobre Egipto comenzó a manifestar su debilidad. Megabyzus se rebeló contra Artajerjes I (449/8 aC.), y las autoridades persas tuvieron que establecer un pacto con el disidente para que continuara gobernando Egipto. Por otra parte las tropas griegas acosaron al ejército persa cuyo emperador tuvo que firmar la paz de Calliás (449 aC.). Como consecuencia de ese tratado, las ciudades de Asia Menor, aliadas de Atenas, recibieron la libertad; el ejército persa se comprometía a no cruzar el este del río Halys y su flota debía abtenerse de navegar por el Egeo.

    A la muerte de Artajerjes I (424 aC.) subió al trono su hijo Darío II Notos (423-404 aC.), tras asesinar al heredero legítimo, Jerjes II. El nuevo monarca contempló cómo la paz de Nicias (421-414 aC.) interrumpía la guerra del Peloponeso; pero vió también la reanudación de dicha contienda, y su final que tuvo lugar con la capitulación de Atenas (404 aC.). Aprovechándose de los conflictos en Grecia, los persas, mediante el soborno y la diplomacia, restablecieron su dominio sobre Asia Menor. Sin embargo la situación del Imperio persa, en el seno de la coyuntura internacional, aparecía cada vez más endeble.

    El sucesor de Darío II, Artajerjes II Mnemón (404-358 aC.), contempló como Egipto se sublevaba y se declaraba independiente (401 aC.). Antes de que pudiera reaccionar contra el levantamiento egipcio tuvo que sofocar la rebelión interna dirigida por su hermano Ciro. Artajerjes II perdonó a Ciro, pero el príncipe, reunió un ejército de mercenarios griegos en Asia Menor con el que marchó contra Babilonia donde murió tras ser derrotado en Cunaxa (401 aC.). La retirada de los griegos vencidos la narra Jenofonte en la Anábasis. Derrotado Ciro, Artajerjes II tuvo que consolidar sus posiciones en Asia menor y contra los griegos. El rey persa provocó la insidia entre los gobernantes griegos, y el país heleno padeció sucesivas guerras civiles de carácter local. La desmembración de Grecia permitió que Artajerjes II pudiera imponer condiciones de paz que resultaban ventajosas para los intereses persas (Paz del Rey 386 aC.). Sin embargo cuando Artajerjes II parecía haber establecido la paz en su reino, estalló la revuelta de los sátrapas en zona occidental del Imperio. Los sátrapas del oeste eran, en la práctica, reyes hereditarios que gobernaban las zonas occidentales del Imperio sólo bajo el control nominal de la corona. Los sátrapas se coaligaron y, ayudados por el faraón Tajos, emprendieron la marcha contra Mesopotamia (ca 360 aC.). Cuando las tropas cruzaban Siria, estalló una sublevación en Egipto, y el faraón abandonó la coalición para volver a Egipto y asegurarse el trono; con lo que la revuelta de los sátrapas perdió su virulencia y se restauró la sumisión de las provincias al poder imperial.

    Muerto Artajerjes II subió al trono Artajerjes III Ocos (358-338 aC.). El monarca asumió el trono tras asesinar a todos sus hermanos, aplastó con dureza las revueltas que resurgían en el Imperio, incendió Sidón, y reconquistó Egipto (343 aC.). Artajerjes III murió envenenado como su sucesor Arses (338-336 aC.); y su sucesor, Darío III Codomano (336-331 aC.), contempló el ocaso definitivo del Imperio Persa. Durante el reinado de Artajerjes III, Filipo II de Macedonia iba consolidando su poder en Grecia, y con la victoria de Queronea (358 aC.) puso bajo su dominio a todos los griegos. El mismo año en que subía al trono de Persia Darío III (336 aC.), Filipo moría asesinado y su hijo Alejandro de Macedonia, Alejandro Magno, le sucedía en el trono.

    Alejandro Magno (336-323 aC.), educado por Aristóteles, emprendió la conquista del Imperio Persa. Cruzó el Helesponto y derrotó a los persas en Gránico (334 aC.). Dominó Asia Menor y derrotó al ejército persa en Issos (333 aC.); Darío III huyó de la contienda bndonando incluso a su propia familia en manos de Alejandro. Decido a la conquistar el Imperio Persa, Alejandro comenzó por asegurar el dominio sobre los flancos occidentales. Avanzó por el sur a lo largo de la costa mediterránea. Las ciudades fenicias capitularon; Tiro, que opuso resistencia, sucumbió tras siete meses de asedio. Tras tomar Gaza conquistó Egipto (332 aC.). Los egipcios, cansados de la opresión persa, recibieron a Alejandro como libertador y le proclamaron faraón. En el curso de la conquista de Fenicia y Egipto, Alejandro se anexionó Judea y Samaría. Los judíos recibieron al nuevo monarca pacíficamente, seguramente no percibieron diferencia entre el señorío persa y el conquistador griego. Samaría acogió pacíficamente al nuevo sobrano, pero pronto estalló una revuelta en Samaría, en la que murió Andrómaco, el prefecto que Alejandro había establecido en Siria. Como represalia, el ejército de Alejandro destruyó Samaría y se estableció en su lugar una colonia macedónica.

    Darío III opuso una última resistencia al envite de Alejandro; pero Darío fue derrotado en Gaugamela y su ejército vencido definitivamente en Arbela (331 aC.). Acto seguido, Alejandro entró triunfante en Babilonia, después en Susa y finalmente en Persépolis. Alejandro llevó sus campañas allende el Indo (327/6 aC.). A los 33 años enfermó y murió en Babilonia.

    Cuando Alejandro murió las disputas entre sus generales, los diadocos, sembraron de fisuras la supuesta solidez del Imperio. El general Tolomeo se adueñó de Egipto y estableció la capital en Alejandría, mientras Seleuco tomó posesión de Babilonia (312/1 aC.) y extendió sus dominios por el territorio de Siria e Irán. Ambos generales ambicionaban el control de Palestina y Fenicia; pero tras la batalla de Issos (301 aC.) ambos territorios quedaron bajo la soberanía de Tolomeo.

                                                                                                    Francesc Ramis Darder 

jueves, 2 de febrero de 2012

ELÍAS: “MI DIOS ES YAHVÉ”

    El rey Salomón gobernaba dos reinos a la vez: Judá al sur, e Israel al norte. Cuando murió Salomón (ca. 930 aC.), ambos estados recuperaron la mutua independencia. Roboam (931-914 aC.), hijo de Salomón, gobernó Judá; mientras Jeroboam I dirigió los destinos de Israel (931-910 aC.).

    El reino de Israel era rico, pues disponía de las aguas del lago de Gennesaret y del regadío auspiciado por el cauce del Jordán. La rutas comerciales surcaban el reino y propiciaban el intercambio económico con los países vecinos: Siria y Tiro. Con el paso del tiempo, la capital de Israel se levantó en Samaría.

    Sin embargo, la Sagrada Escritura fustiga con dureza la expansión económica de Israel; pues a medida que el reino acumulaba riquezas olvidaba los mandamientos de Yahvé, y se dejaba atrapar por las cadenas de los ídolos. El ansia de “tener”, el afán de “poseer” y el desenfreno por “aparentar”, alejaban de la memoria del pueblo el recuerdo de Yahvé, el Dios liberador. La profecía de Amós describe sin tapujos la injusticia social que imperaba en Israel. La voz profética denuncia cómo se vende al inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias (Am 2,6-7).

     Durante el reinado de Ajab (874-853 aC.), Ocozías (853-852 aC.) y Jorán (852-841 aC.), la injusticia social y el olvido de Yahvé corrompían con fuerza a la sociedad israelitas. Fue precisamente en ese período cuando aconteció el ministerio de Elías. El profeta fustigó la injusticia social y sembró en el corazón del pueblo la certeza de que Yahvé es el Dios que libera. El nombre “Elías” significa “mi Dios es Yahvé”; con ése nombre el profeta proclamaba su confianza en el Dios liberador y denunciaba la falsedad de los ídolos.

    Elías era conocido también con el apodo de “el tesbita”; probablemente por ser natural de Tisbé, localidad identificada con Khirbet el-Istib, en Galaad, a unos 25 km al norte del río Yabbok, en Trasjordania. Llevaba un manto de piel, típico de los beduinos del desierto, ceñido por un cinturón de cuero (2Re 1,8); de ese modo protestaba contra el lujo de la corte de Samaría. Exigía al rey y a todos los israelitas la conversión personal que debía expresarse en la decisión de construir un modelo social basado en la justicia (1Re 18,37). Su vida se caracterizó por la tarea personal a favor de los necesitados (1Re 17,7-16) y el compromiso político en favor de los pobres (1Re 21,1-29). Su intimidad con el Señor (1Re 19,11-13) le hizo descubrir la necesaria militancia política para desterrar la maldad y plantar la justicia social (1Re 19,15-16).

    La misión que emprendió Elías contra la idolatría y la injusticia le granjeó la persecución por parte del rey Ajab y de su esposa Jezabel. La persecución hundió al profeta en la depresión hasta el punto de desearse la muerte (1Re 19,4). Ante el acoso del desánimo, Elías hizo lo único posible y eficaz: descansó y recobró la serenidad, profundizó en el conocimiento de sí mismo, reforzó su amistad con Dios y decidió, después, continuar su cruzada contra la injusticia. No debemos permitir que el desánimo nos arroje en las zarpas del pasotismo. Cuando el desaliento se apodere de nuestra alma es necesario que sepamos tomarnos un tiempo de reposo, es decisivo que busquemos la compañía y el consejo de un buen amigo, que ahondemos en nuestra relación con Dios, y que recordemos los valores que nos impulsaron antaño a la vivencia cristiana.

    Elías no se rinde ante la tentación de desánimo, sino que emprende un viaje hasta el monte Horeb. El Horeb es una montaña especial. Yahvé se reveló a Moisés en el monte Horeb y le confirió la misión de liberar a los israelitas esclavos en Egipto (Ex 3,1-4,17). La tradición identifica el Horeb con el monte Sinaí, el lugar donde Dios entregó a Moisés los “Diez Mandamientos” (Ex 20,117). El viaje de Elías desde Berseba de Judá hasta el Horeb es la metáfora que expresa el viaje interior del profeta para recuperar los fundamentos de su fe. También simboliza el esfuerzo del cristiano para recuperar, en los momentos de confusión, las notas esenciales de la vivencia del evangelio.

    A largo del viaje, Elías palpó el auxilio divino, recuperó su amistad con Dios y refirmó su compromiso político en favor de la justicia social. Ciertamente, saber escuchar la voz de Dios que resuena en el hondón de nuestra alma y estar atento al latido del mundo, constituyen los ejes que permiten sembrar la semilla de Dios en el corazón de la humanidad.

  
                                                                          Francesc Ramis Darder