martes, 22 de diciembre de 2015

¿QUÉ SIGNIFICA LA NAVIDAD?


                                                           Francesc Ramis Darder
                                                          bibliayoriente.blogspot.com

Cuando hojeamos la historia del mundo oriental antiguo, observamos que el hombre percibía a Dios como un ser lejano y ajeno a los problemas de la existencia humana. Cuando el hombre necesitaba el auxilio divino, ofrecía sacrificios complicados, a veces muy cruentos, para implorare la atención divina. El ser humano creía que debía ganarse con la espectacularidad de los sacrificios, a veces el sacrifico de un hijo propio, el beneplácito del Dios distante. En el mundo antiguo, el hombre parecía huérfano del auxilio divino; parecía andar a tiendas entre la adversidad de la vida, sin encontrar la luz de un Dios bueno que guiara su camino.

    Sin embargo, entre las páginas del Antiguo Testamento apreciamos como la relación entre Dios y el hombre comenzó a cambiar. Como sabemos, el pueblo hebreo sufría la esclavitud en Egipto; pero, y eso es decisivo, antes de que el pueblo ofreciera sacrificios para implorar la ayuda divina, el Señor se adelantó a liberarles de la esclavitud. Antes de que la comunidad implorara ayuda, el Señor envió a Moisés que, atento al mandato divino, liberó al pueblo y lo condujo a la Tierra Prometida. Ya no era el hombre quien con el esfuerzo de los sacrificios obtenía la ayuda de Dios; sino que era Dios quien, atento al penar del pueblo, liberaba a la comunidad esclavizada.

    Cuando el pueblo hubo salido de Egipto, quiso saber el motivo por el que Dios les había salvado; en su interior, preguntaron al Señor: “¿por qué razón nos sacaste de Egipto con brazo fuerte y mano extendida?”. Tras escuchar la pregunta, Dios entonó la respuesta: “Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás pueblos, pues sois el pueblo más pequeño, sino que, por puro amor a vosotros os eligió” (Dt 7,7-8). Dios no eligió a su pueblo porque fuera una asamblea poderosa, o porque quedara prendado de los sacrificios que le ofrecía; Dios eligió a su pueblo por amor, porque el amor es la forma de ser de Dios; dice san Juan: “Dios es amor” (1Jn 4,8).

    Ahora bien, el amor de Dios no se reduce a un buen sentimiento, toma la forma de la misericordia. Como hemos reiterado durante el Adviento, es misericordioso quien entrega alguna de sus cosas, o aún mejor, se entrega a sí mismo para calmar la pobreza del corazón de su hermano. Dolido de la pobreza de Israel, el Señor envió un libertador, Moisés, que sacó al pueblo del País del Nilo. A lo largo del Antiguo Testamento, Dios, por amor, auxilió a su pueblo enviándole reyes, profetas y consejeros.

    Aún así, Dios no se conformó con enviar mensajeros que actuaran en su nombre; sino que, por amor, quiso llevar a plenitud su misericordia hacia Israel y la humanidad entera; por eso se entregó a sí mismo: “se hizo carne y habitó entre nosotros”. Durante la Navidad, contemplamos en el rostro de Jesús de Nazaret, nacido en el pesebre de Belén, la presencia de Dios hecho hombre, contemplamos el rostro del amor divino hecho persona en medio de sociedad humana.

    Como decíamos al comenzar la reflexión, el hombre de la antigüedad ofrecía a Dios enormes sacrificios para obtener el beneplácito divino. A modo de contraluz, en Navidad celebramos que Dios se hace hombre, con todo lo que conlleva de debilidad y limitación, para que podamos contemplar en la mirada de Jesús la manifestación de la gloria de Dios. El hombre antiguo ofrecía sacrificios para implorar la ayuda divina, pero en Navidad Dios se hace hombre por amor, o como podríamos decir “se hace sacrificio” por amor, para que el ser humano reciba la salvación de Dios antes de tener que implorarla con rituales complejos.

    La hondura de las palabras de san Juan resplandecen durante la Navidad: “En esto consiste el amor de Dios: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,10). La presencia de Jesús de Nazaret, presencia encarnada de Dios entre nosotros, es la luz que colma de sentido nuestra vida y el faro que orienta nuestra existencia hacia el Reino de Dios.

    Navidad es el tiempo más genuino para la acción de gracias. Un tiempo precioso para dar gracias al Dios de la misericordia que, conocedor de nuestra debilidad, se ha hecho hombre para salvarnos. El tiempo idóneo para agradecer a tantas personas que a lo largo de nuestra vida han plantado en nuestra alma la semilla del amor de Dios; recordamos con gratitud el testimonio de nuestros padres, amigos, maestros […] que nos hablaron de Jesús. La Navidad es tiempo del testimonio cristiano; ocasión privilegiada para ofrecer al prójimo la misericordia de Dios mediante la práctica de la justicia y la vivencia de la solidaridad con todos. Demos gracias a Dios por el amor con que nos bendice, y pidámosle que nos convierta en testigos de la misericordia divina en medio de la sociedad humana.


jueves, 17 de diciembre de 2015

¿CUÁL ES LA MISIÓN DE LA VIRGEN MARÍA?

                                                                       Francesc Ramis Darder
                                                                       bibliayoriente.blogspot.com


El Adviento es el tiempo en que preparamos nuestra vida para encontrarnos con el Señor, por eso es el tiempo de la esperanza; pues Jesús que nacerá entre nosotros en Navidad volverá al final de la historia para instaurar plenamente el Reino de Dios.

    Entre las páginas del Antiguo Testamento, que leemos durante el Adviento, aparecen personajes que anuncian la llegada de Jesús, el Mesías salvador. Decía el profeta Miqueas, en nombre de Dios, a la gente de su tiempo: “Belén Efratá […] de ti saldrá el que ha de gobernar Israel, Él será la paz”; con sus palabras, el profeta anunciaba el advenimiento de Jesús, el salvador que trae la paz, la justicia, el perdón y la misericordia. Juan el Bautista también anunció la presencia de Jesús, el Mesías salvador, entre los judíos de su tiempo. Les decía: “El que viene detrás de mi […] os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16); expresado en lenguaje más coloquial, Juan anunciaba a los judíos que Jesús les abriría las puertas del encuentro personal con Dios, encuentro anhelado por la comunidad hebrea y por todo ser humano.

    Los profetas y Juan el Bautista esperaron con entusiasmo el advenimiento de Jesús. Ahora bien, quien más lo esperó, incluso materialmente hablando, fue la virgen María; pues ella, con inefable amor de madre, llevó a Jesús en sus entrañas hasta el día gozoso en que lo entregó al mundo en el pesebre de Belén, como había anunciado el profeta Miqueas. María es el modelo cristiano de la esperanza del Adviento. Observando como María vivió durante el tiempo en que esperó a Jesús, podemos entrever las actitudes que debemos adoptar para esperar la llegada salvadora de Jesús a nuestra vida.

    Después de recibir el anuncio del ángel Gabriel en Nazaret, María quedó encinta de Jesús. Ahora bien y como relata el evangelio, “en aquellos mismos días” María se puso en camino hacia una aldea de Judá donde vivía su prima Isabel. El objetivo de la visita estribaba en ayudar a Isabel que, entrada en años, había concebido un hijo, el futuro Juan Bautista. La entrega de María desvela su actitud misericordiosa. Estando embarazada, María emprendió un viaje de varios días, por caminos inciertos y peligrosos, desde Nazaret de Galilea hasta la aldea de Ain Karem, en Judea, para auxiliar a Isabel. Como dice el Evangelio, María estuvo con Isabel “unos tres meses”. El tiempo de servicio que pasó en casa de Isabel no debió ser fácil, pues Zacarías, esposo de Isabel, había quedado mudo, lo que dificultaba la administración de la hacienda.

    La decisión de María para auxiliar a su prima Isabel atestigua la vivencia de la misericordia que la caracterizó durante toda su vida. Recodemos que la misericordia no se reduce a un sentimiento de buena voluntad, implica la decisión de entregarnos a nosotros mismos para ayudar a nuestro prójimo en aquello que necesite. María, sin dudarlo un instante, viajó a Judea para auxiliar a su prima Isabel; ahí late el primer aspecto de la actitud misericordiosa de María, la decisión de servir a su prima.

    No obstante, el evangelio destaca un segundo aspecto de la vivencia misericordiosa de la Virgen. Cuando María saludó a Isabel, la criatura que su prima portaba en el seno, Juan Bautista, saltó de alegría en las entrañas de su madre. Entonces Isabel, llena de Espíritu Santo, dijo a María: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre”!, y añadió: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Bajo la palabra “Señor” aflora la identidad de Jesús, escondido en las entrañas de María; y tras la figura de Isabel y el hijo que lleva en su seno, Juan Bautista, despunta la identidad del pueblo judío que tanto esperaba la llegada del Mesías. Cuando María acude a casa de Isabel para servirla, introduce en aquel hogar la presencia de Jesús, el Señor.

     La misericordia consiste en la decisión de entregarnos al servicio de nuestro prójimo, pero también supone el empeño por entregar a nuestros hermanos lo mejor que tenemos. Lo mejor que María tiene es la persona de Jesús, escondido en sus entrañas, por eso lo entrega a Isabel y Juan Bautista para que sientan el gozo del advenimiento del Mesías esperado. Como hizo María, la mejor vivencia de la misericordia que los cristianos podemos ofrecer a nuestro mundo es presentarle a Jesús, tanto con la valentía de nuestra palabra como con el testimonio fehaciente de nuestras obras.

    A quien más beneficia la vivencia de la misericordia es a quien la práctica con fidelidad; por eso dice Isabel a María: “Feliz tu que has creído”. A menudo buscamos la felicidad en momentos efímeros y en cosas caducas, cuando la felicidad brota de la vivencia de la misericordia; no en vano decía Jesús: “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hch 20,35). La práctica de la misericordia es el cincel que esculpe nuestra vida a imagen de Jesús hasta convertirnos en testigos de la misericordia divina en la sociedad humana. En la Eucaristía que celebramos pidamos al Señor que nos transforme, como a María, en testigos felices de su ternura y de su misericordia.



miércoles, 9 de diciembre de 2015

¿QUÉ ES LA ALEGRÍA?


                                                                            Francesc Ramis Darder
                                                                            bibliayoriente.blogspot.com

La espiritualidad del Adviento se caracteriza por la alegría; por eso, la antífona que abre la celebración eucarística, entresacada de la Carta a los Filipenses, constituye una invitación a la alegría: “Alegraos siempre en el Señor, os lo repito, alegraos”. Ahora bien, la alegría cristiana no consiste en la superficialidad del simple “estar contento”, ni del optimismo ciego ante la adversidad de la vida. Como sabemos y la Escritura reitera, la vida nunca es fácil; así lo sentencia el libro de Job: “El hombre […] corto de días y harto de inquietudes, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin parar” (Job 14,1).

     La alegría cristiana no reposa en un estado psicológico, más o menos placentero. La alegría cristiana brota de la convicción que confiere la fe; nace de la seguridad que supone creer, como dice san Pablo, que “el Señor está cerca” (Flp 4,5). Como certifica el lenguaje bíblico, la locución “el Señor está cerca” significa que Dios nos ama, sea cual sea la situación de nuestra vida. Significa que el Señor confía en nosotros, sean cuales sean nuestras limitaciones, para plantar la semilla del Reino de Dios. Significa que Dios no permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas; es decir, no permitirá que la adversidad, por dura que sea, quiebre del todo nuestra vida. La alegría cristiana nace de la convicción de que nuestra vida reposa en las buenas manos de Dios, y en la certeza de que ninguna contrariedad podrá abatir nuestra existencia; por eso decía san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4,13).

    Cuando Juan Bautista, el precursor de Jesús, predicaba en Judea, anunciaba al pueblo la alegría que nace de la fe. Como dice la lectura de hoy: “anunciaba al pueblo el Evangelio”; pues la vivencia del Evangelio engendra la alegría cristiana. ¿Qué significa la palabra “Evangelio”? La palabra “Evangelio” procede de la lengua griega y significa  “Buena Noticia”. No se refiere a una buena noticia cualquiera; es la Buena Noticia que tiene la fuerza para mejorar radicalmente la existencia de quien la escucha. Quizá con un ejemplo podamos entenderlo mejor. Los habitantes de la ciudad de Pirenne, situada en Asia Menor, decidieron erigir un monumento al emperador romano Augusto, que tanto les había ayudado. Al pie del monumento, colocaron la siguiente inscripción: “El día de la coronación del emperador Augusto ha sido una Buena Noticia para nuestra ciudad”. La coronación de Augusto no fue tan solo buena noticia porque fuera un acontecimiento solemne; sino porque la coronación del emperador supuso un gran progreso para la ciudad, pues Augusto emprendió obras públicas que mejoraron la ciudad y la vida de sus habitantes.

    Así pues, cuando Juan predicaba el Evangelio a los judíos, les anunciaba la Buena Noticia que tiene fuerza suficiente para trasformar la vida de quien la escucha. Y ¿cuál es la Buena Noticia que Juan anunciaba? Juan proclamaba la llegada de Jesús y preludiaba el contenido de su mensaje salvador. Juan dibujaba a Jesús como el Mesías esperado por el pueblo judío. Como sabemos, los judíos, agobiados por tantos problemas, imploraban la llegada del Mesías; suplicaban la llegada del salvador que devolviera la paz al país y la calma al corazón humano. Juan decía a los judíos: “(Jesús) es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29), y reiteraba: “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16); explicado con lenguaje más sencillo, Juan decía a la gente: ‘el Mesías que esperáis, el Salvador que deseáis que llegue, es Jesús de Nazaret’.

    Juan proclamaba el advenimiento de Jesús, a la vez que anunciaba el mensaje salvador. Como hacía Jesús, Juan predicaba la misericordia. Como sabemos, la misericordia difiere de la lástima. ¿Qué significa sentir lástima? Pongamos un ejemplo; veo alguien que sufre, mi corazón se agita ante el penar, incluso me cae una lágrima, pero paso de largo sin ayudar a quien padece. ¿Qué implica la misericordia? Reiteremos el ejemplo; veo a quien sufre, el corazón se conmueve, tal me salte una lágrima, pero, además de eso, me acerco para auxiliar a quien padece. La misericordia no es solo un sentimiento, es la actitud que dispone mi vida para ayudar a los demás, con los medios y las posibilidades que tengo.

    La misericordia no solo debe practicarse para paliar las grandes catástrofes, como puedan ser terremotos o inundaciones, debe vivirse en los acontecimientos de la vida cotidiana. Juan Bautista daba consejos sencillos: quien tenga dos túnicas, que comparta una; quien tenga comida suficiente que la comparta; los funcionarios que hagan bien su trabajo; quienes sean soldados que se conformen con su sueldo, sin extorsionar a nadie. La práctica de la misericordia en los acontecimientos de la vida cotidiana nos convertirá en testigos de la misericordia de Dios entre nuestros hermanos.

    En la Eucaristía que celebramos, presencia de Dios entre nosotros, pidamos al Señor que nos convierta en cristianos alegres; personas que con su forma de vida y la convicción de su palabra, transmiten en el mundo el gozo el Evangelio.


miércoles, 2 de diciembre de 2015

¿QUÉ ES LA CONVERSIÓN?


                                                                    Francesc Ramis Darder
                                                                    bibliayoriente.blogspot.com

El Adviento es el tiempo litúrgico en que preparamos nuestra vida para recibir al Señor, primero en Navidad, y después al final de los tiempos, cuando el Reino de Dios irrumpa en la historia humana. La Escritura denomina “conversión” al tesón que ponemos en cambiar nuestra vida para poder recibir al Señor, pues solo la presencia de Dios en nuestro corazón abre las puertas de la felicidad. La palabra “conversión” es muy profunda. Literalmente, significa el empeño por cambiar la dirección de nuestra mirada; dicho de otro modo, “convertirse” significa “girar la mirada”, o sea, “dejar de mirar en dirección al pecado” para “volver la mirada en la voluntad de Dios”.

    Como señala la Escritura, las fuerzas humanas no bastan para recorrer la senda de la conversión; pues la conversión no es solo un ejercicio de disciplina, es, sobre todo, la decisión personal de permitir que la voluntad de Dios, expresada en los mandamientos, guíe el curso de nuestra vida. Por eso decía el profeta Jeremías en su plegaria: “Hazme volver y volveré, pues tú eres mi Dios, Señor” (Jer 31,18); cambiando un poco la frase, podríamos traducir: “Señor, conviérteme y quedaré convertido, pues tú eres mi Dios”. Convertirse implica la decisión de permitir al Señor que entre en nuestra vida para que la fuerza de su Palabra vaya transformándonos hasta hacernos testigos de la bondad divina en la sociedad humana.

    Cuando pedimos al Señor que aliente nuestra conversión, descubrimos que se manifiesta en nuestra vida con el rostro de la misericordia. Como dijimos el domingo pasado, el término castellano “misericordia” procede de la adición de dos palabras latinas: “miser” que significa “pobre”, y “corda” que significa “corazón”. Aunando ambos términos, apreciamos el significado del término “misericordia”; es misericordioso quien entrega alguna de sus cosas, o aún mejor, se entrega a sí mismo, para calmar la pobreza del corazón de su hermano. Jesús es la manifestación de la misericordia divina, pues entregó su vida para descubrirnos la intimidad de Dios, “Dios es amor” (1Jn 4,8), y para enseñarnos que la plenitud de la vida radica en “caminar según los mandamientos” (2Jn 6).

    En los albores del siglo I, la comunidad hebrea, como toda nación, estaba necesitada de conversión; pues la idolatría, disfraz de la injusticia, carcomía el corazón del pueblo. No obstante, Dios, rico en bondad, no abandonó a su comunidad, sino que le manifestó su misericordia a través del ministerio de Juan el Bautista. Hijo de Zacarías, Juan se estableció en el desierto; desde allí, recorría la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.

    Imaginemos la escena. Juan se colocaba de pie en el cauce del Jordán, río de escasa profundidad y de cauce tranquilo en sus últimos tramos; desde allí arengaba a los hebreos exigiéndoles el abandono de la idolatría y el apego a los mandamientos. Como señala el Evangelio, el discurso de Juan reproducía las palabras del profeta Isaías. Juan decía: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”; es decir, requería de los hebreos que empaparan su vida con la exigencia de los mandamientos de Dios.

    Luego añadía; cuando dejéis que la ley de Dios os guíe “los valles serán rellenados, los montes y colinas rebajados, lo torcido enderezado, y lo escabroso se convertirá en llano”. La frase de Juan constituye una metáfora. La palabra “valle” simboliza la violencia; los “montes y las colinas” representan la idolatría; lo “torcido” constituye un eco de la mentira; y lo “escabroso” una referencia a la injusticia. Cuando la Palabra de Dios es la brújula de nuestra vida, comenzamos a recorrer la senda de la conversión, pues la maldad deja paso a la existencia que testimonia la misericordia de Dios. Desués de escuchar a Juan, quien deseaba convertirse penetraba en el río. Juan lo sumergía en el agua; después, cuando lo sacaba, le ofrecía una reflexión. Escuchando la tradición, le diría: “el agua ha lavado tu pecado, ahora pon la mirada en la voluntad de Dios para cumplir los mandamientos y convertirte en ejemplo de persona justa y honesta”.

    La época de Juan Bautista era un tiempo difícil para “comenzar a convertirse”; quizá, podrían pensar los hebreos que sería mejor esperar una situación más tranquila para iniciar la senda de la conversión. ¡Cuidado! Esta es la tentación que bloquea la conversión; solemos pensar que un “tiempo más tranquilo” podríamos pensar en convertirnos. No, la situación siempre será difícil; solo “ahora es el tiempo de la conversión, el tiempo de la misericordia”.

    En esta Eucaristía, pidamos la gracia de la conversión para que podamos vivir una Navidad auténticamente cristiana, y podamos encontrarnos con el Señor de la misericordia al final de los tiempos, en el Reino de Dios.