miércoles, 26 de octubre de 2016

¿DÓNDE ESTÁ MESOPOTAMIA?


                                                                  Francesc Ramis Darder
                                                                  bibliayoriente.blogspot.com


El topónimo “Mesopotamia” procede del griego y significa “entre ríos”, o apurando la etimología, “tierra entre ríos”; pues propiamente conforma la llanura entre dos grandes cursos fluviales: Eúfrates y Tigris. El Eúfrates nace en las montañas de Armenia como resultado de la confluencia de otros dos ríos, el Kara-Su, que se origina en el valle de Ezqurum, y el Murat, cerca del lago Van; recorre unos 2.800 km en dirección sureste, y cuenta con dos afluentes relevantes por el Este: Balikh y Harbur. El Tigris también brota en las montañas de Armenia, junto a Elazig, recorre unos 1.900 km; dispone de cuatro afluentes importantes por el Este: Diyala, Adhem, Pequeño Zab y Gran Zab. A grandes rasgos, el Tigris y el Eúfrates discurren en paralelo hasta desembocar juntos en Shat-el-Arab, en el Golfo Pérsico. Ahora bien, en la antigüedad desembocaban separados, pero tanto los aluviones del estuario como la alteración geológica de la zona han provocado el alejamiento de la línea de costa, por eso actualmente desembocan juntos.

    El cauce del Tigris y del Eúfrates estructuraba el territorio en dos regiones principales: Baja y Alta Mesopotamia. Situada en el último tramo del cauce fluvial y abrazando la zona costera, la Baja Mesopotamia disponía de una pluviosidad escasa e irregular, en otoño e invierno; la primavera y el comienzo del verano contemplaba el crecimiento del cauce fluvial, a menudo virulento; el verano era seco. La región contaba con cañaverales, palmeras datileras, cereales, especialmente cebada, cabras, cerdos, bueyes, gallinas originarias de la India, rebaños de ovejas cuya lana propiciaba la industria textil, aceite de sésamo, nafta y betún, arcilla de calidad para la producción cerámica; en la costa y en los ríos abundaba la pesca; bueyes de labor, asnos, caballos a partir del segundo milenio, y dromedarios domesticados desde al siglo XII.

     La Alta Mesopotamia comprendía el cauce central y superior de ambos ríos, a la vez que lindaba al Norte con las montañas de Armenia, y al Este con la cordillera de los Zagros. Disponía de múltiples valles irrigados por riachuelos; era proverbial la feracidad de las tierras comprendidas en algunos valles entre los montes de Armenia, también en la zona que mediaba entre el Gran Zab y el Tigris, o en la intersección entre el Harbur y el Eúfrates. Además de la riqueza agrícola y ganadera, despuntaba la presencia de plátanos, tamariscos, moreras y encinas; discurrían por la región grandes rebaños de ovejas, los bosques gozaban de abundante caza y los ríos de pesca generosa; en las más zonas norteñas, en tierras armenias, afloraban la piedra para la construcción y algunos metales. Entre la Alta y la Baja Mesopotamia existían buenas comunicaciones; las rutas terrestres favorecían el tráfico de caravanas, mientras los tramos navegables del Tigris y el Eúfrtes alentaban el comercio y la relación cultural.

    La región feraz entre el Eúfrates y el Tigris estaba rodeada por accidentes geográficos que enmarcaban la región. El Oeste veía extenderse el desierto Siro-Arábigo, inhóspito y desolado, cuyos escasos pozos y torrenteras proveían de agua a hombres y animales. El desierto convergía hacía el noroeste con los Montes Amano, una pequeña cordillera de la cadena del Taurus en Anatolia. La zona norte vería erguirse los Montes de Armenia con el mítico Ararat (5.000 m); sobre los montes armenios despuntaban tres lagos principales: Van, Sevan y Urmia. La región Este contemplaba los Montes Zagros, con tres regiones sucesivas, de norte a sur: Kurdistán, Luristán y Kuzistán, esta última conformaba, en cierta manera, una elongación de la región mesopotámica, surcada por los ríos Karen y Kerkah.

     La Baja y la Alta Mesopotamia destacaban por su potencial agrícola, ganadero y piscícola, pero tanto los buenos materiales de  construcción como los metales había que adquirirlos en las zonas colindantes. La región Siro-palestina, al Oeste, aportaba la madera de los cedros del Líbano y los montes Amano, también púrpura y cobre. La península Anatolia, al Noroeste, ofrecía cobre, oro, hierro, plata, obsidiana, basalto, mármol, alabastro y jade. Arnenia, al Norte, contaba con hierro y piedra de construcción. Irán, el Este, destacaba por la abundancia de plata, oro, estaño, hierro, turquesa y basalto. Así pues, la zona del Tigris y el Eúfrates exportaba, sobre todo, productos agropecuarios e importaba de las regiones limítrofes, principalmente, metales y materiales de construcción.

    Mesopotamia constituía una región integrada en el Próximo Oriente. Zarpando del Golfo Pérsico, los navíos intercambiaban mercancías en el puerto de Dilmun, actual Barhein; cruzando el estrecho de Ormuz, alcanzaban el país de Punt en la costa africana; y a través de un largo cabotaje atracaban en la India. Las caravanas, evitando el desierto, cruzaban el Eúfrates por el norte, en territorio sirio, y tras reposar en Alepo y Palmira, alcanzaban la región Palestina, puerta hacia Chipre, la zona del Egeo, y Egipto. Hacia el Este las caravanas penetraban en la meseta irania, y hacia el Norte cruzaban los montes armenios y bordeaban los lagos para propiciar el comercio y el intercambio cultural.


    La integración de Mesopotamia en Oriente determinó que J. H. Breasted, investigador eminente, acuñara la locución “Creciente Fértil”. ¿A qué se refería? Cuando observamos un mapa del Próximo Oriente apreciamos, a primera vista, dos regiones fértiles: la primera, Mesopotamia, en torno al Tigris y el Eúfrates; la segunda, en Palestina en los alrededores del lago de Gennesaret y el curso del Jordán. A modo de contrapunto, desde el centro de ambas regiones, despunta una extensa zona árida conformada por el desierto Siro-Arábigo y el pequeño desierto de Judá, su prolongación occidental en tierra palestina. Si con un lápiz coloreamos las dos zonas fértiles, aparecerá, desde el prisma de la metáfora, una media luna verde en cuarto creciente, de ahí el nombre “Creciente Fértil” con que también se conoce la región feraz de Palestina y las tierras mesopotámicas; aun así, la imaginación poética empuja a prolongar la media luna verde hacia el cauce del Nilo, cuyas aguas volvían fértiles las riberas colindantes. 

jueves, 20 de octubre de 2016

¿QUÉ SIGNIFICA YO SOY EL QUE SOY?

                                        Francesc Ramis Darder
                                        bibliayoriente.blogspot.com


Como señala la Biblia, Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro. Buscando una oveja, vio una zarza ardiendo sin consumirse. Acercándose para observarla, Dios le habló: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto [...] voy a bajar para liberarlo […] yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo”. Moisés aceptó el reto: “Me presentaré a los israelitas y les diré: El Dios de vuestros antepasados me envía a vosotros”. A continuación, preguntó: “si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les  responderé?”. Dios le contestó: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros” (Ex 3,1-14). De ese modo, desvela Dios su identidad: “Yo soy” o “Yo soy el que soy”; la locución adquiere dos significados principales.

    En tiempos antiguos, la expresión “Yo soy” mostraba el sentido causativo; es decir, Dios aparecía como “el que hace ser” a su pueblo, dicho de otro modo, el Señor “es la causa” de la existencia de su comunidad. Notemos la semejanza con la metáfora del alfarero: El artesano coge barro y modelándolo lo “hace ser” una vasija; Dios elige unos esclavos en Egipto y los “hace ser” su pueblo, Israel. Otro aspecto de la vocación de Moisés muestra como Dios convierte (hace ser) a los israelitas en el pueblo de su propiedad: “Dios dijo a Moisés: Yo soy el Señor, y os arrancaré de la opresión de los egipcios […] os libraré de su esclavitud […] os tomaré para que seáis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios […] os llevaré a la tierra que juré dar a Abrahán, a Isaac y a Jacob, y os la daré” (Ex 6,2-9). Así, la locución “Yo soy” señala la intimidad del Señor, “el que hace ser a su pueblo” para convertirlo en su propiedad personal.

    Conviene matizar una cuestión. La expresión castellana “el Señor” traduce la palabra hebrea “Yahvé”, uno de los nombres relevantes del Dios de Israel. Con intención de precisar el significado de los términos hebreos, los estudiosos suelen compararlos con el árabe, idioma hermano. El árabe dispone de un verbo semejante al término “Yahvé”, que significa “amar apasionadamente”. Cuando unimos el sentido de la expresión “el que hace ser” con el halo del amor apasionado, intuimos la intimidad de Dios: el Señor es quien modela a su pueblo con amor apasionado para convertirlo en imagen y semejanza suya entre la humanidad entera (Gn 1,26).

    Ahora bien, cuando los israelitas alcanzaron Palestina, se convirtieron en un pueblo sedentario. El cambio de vida supuso la variación del leguaje; por eso la comprensión de la locución “Yo soy”, entendida como “el que hace ser”, fue convirtiéndose en “Yo soy”. ¿Qué significa este cambio? Al establecerse en Palestina, los israelitas establecieron relaciones con los cananeos, pobladores del país. La religión cananea contaba con muchos dioses, adorados en numerosas imágenes. Atraídos por la exhuberancia del culto cananeo, los israelitas olvidaron al Señor y adoraron a los dioses cananeos, los ídolos.

     Dolidos del abandono, los profetas recordaron al pueblo que solo el Señor es Dios, y censuraron la falsedad de los ídolos. La profecía de Isaías dibuja los ídolos como “los que no son”, “nada” o “nulidad” (Is 41,24.29; 45,14), a la vez que alaba al Señor, “el que es”, como el único Dios: “Yo soy el Señor y no hay otro; no hay dios fuera de mí” (Is 45,5). Como enseña Isaías, la salvación brota del Señor y no del falso poder de los ídolos. El Señor, “el que es”, es el autor de la creación, y dirige la historia para propiciar la liberación de Israel (Is 40,26; 41,1-5); en contraposición, los ídolos son incapaces de emprender cualquier tarea, pues “no son” dioses y es absurdo adorarlos (Is 41,23-24).

    A modo de síntesis, la doble acepción de la locución “Yo soy el que soy” dibuja la intimidad del Señor. Desde la perspectiva del “que hace ser”, el Señor aparece como quien modela a su pueblo con amor apasionado para convertirlo en testigo de su bondad en la historia humana; y al contraluz de los ídolos, “los que no son”, el Señor es “el único que es”, el único capaz de actuar en la historia a favor del ser humano.

lunes, 10 de octubre de 2016

LA COMUNIDAD HEBREA DURANTE EL PERÍODO PERSA


                                      Francesc Ramis Darder
                                      bibliayoriente.blogspot.com


Darío I convirtió el territorio del extinto reino de Judá en la región de Yehud, integrada en la satrapía de Transeufratina. La vida de quienes moraban en Yehud estuvo enturbiada por los litigios con las regiones vecinas: Idumea, Asdod y Ascalon, Dor y Joppe, Tiro, Galilea, Samaría, Moab y Amón. La progresiva sustitución de la escritura hebrea por el alefato arameo denota la influencia persa en el territorio de Yehud. La comunidad judaíta que permaneció en Babilonia acendró su participación en la sociedad; el archivo comercial de Murasu (445-403 a.C.), en la ciudad de Nippur, atestigua la integración social de los judíos y certifica su solvencia económica. Los hebreos que permanecieron en Babilonia engendraron personajes notables que destacaron en la corte persa y auxiliaron a la comunidad jerosolimitana, entre ellos y al decir de la Escritura, descuellan Esdras y Nehemías.

    Darío I estableció, del modo más férreo, la estructura administrativa de Yehud (522-486 a.C.). La combinación de los datos bíblicos, junto a la información de los sellos de Yehud, los papiros de Elefantina y la información numismática, permiten establecer una lista aproximada de los gobernadores: Sesbassar (ca 538 a.C.), Zorobabel (ca. 520 a.C.), Hananah (hermano de Zorobabel), Elnatán, esposo de Shelomit (ca. 500 a.C.), ¿Ouryaw?, Yehoezer, Ahzay, Nehemías (ca. 445-433 a.C.), Bagoas (410-407 a.C.) y Yehezqiyah (ca. 350-332 a.C.); como señala la onomástica, con la excepción de Bagoas, los gobernadores eran de estirpe hebrea, sometidos a la autoridad persa.

    La apreciación de los textos bíblicos, el contenido de los papiros de Elefantina y de Wadi Dâliyeh, los escritos de Flavio Josefo y la información numismática permiten determinar, con cierta probabilidad, la sucesión de quienes ocuparon el cargo de Sumo Sacerdote: Josadaq (Exilio: 1Cr 5,40), Josué (ca. 520-515 a.C.), Joaquín (comienzos de siglo V), Elyiasib I (ca. 445 a.C.), Yoyadá (ca. 430 a.C.), Yehohanán I (ca. 410-408 a.C.), Yadua I (inicios del siglo IV), Yehohanán II (ca. 350 a.C.), Yadua II (ca. 332 a.C.). El gobierno de Yehud estaba en manos del gobernador, sometido a la autoridad persa. El sumo sacerdote ejercía su autoridad sobre la administración y el culto del Templo. Aun así, el constante debilitamiento del poderío persa redundaba en la mayor autoridad del sumo sacerdote.

    Durante el período persa, la extensión de Yehud abarcaría un radio de veinticinco kilómetros alrededor de Jerusalén, con exclusión del sur de Judea (Lakis y Hebrón) y el Negueb (Arad, Beershebá). Hacia el este alcanzaría Jericó, por el sur llegaría a Belén y Neftoah, hacia el norte comprendería Ay y Betel, y hacia el oeste abrazaría, seguramente, Lodd, Hadid y Ono.[1] La región era menor que el antiguo reino de Judá. Relativamente accidentada y en parte desértica, contaba con la agricultura que era posible establecer en las colinas (viña, olivar), y con la presencia de ganado menor. La economía giraba en torno al Templo de Jerusalén donde acudían, al parecer, mercaderes tirios (Neh 13,16); la región acuñó moneda que portaba la inscripción: Yehud. [2]
    
    Mientras el siglo V a.C. constituyó una época de paz en Palestina, el siglo IV a.C. fue testigo de convulsiones sociales. Durante el invierno del 350-351 a.C., Artajerjes III fracasa en el intento de conquistar Egipto. Las ciudades fenicias, guiadas por Tennes, rey de Sidón, se sublevan; las revueltas concluyen con la destrucción de Sidón (345 a.C.), la sustitución del rey de Tiro y el nombramiento de Mazdaï/Mazaios como sátrapa de Transufratina y Cilicia. Súbitamente, aparece en Oriente Alejandro Magno que se enseñorea de Palestina (331 a.C.). La conquista de Alejandro mantuvo la organización administrativa de Yehud implantada por el Imperio persa, heredero del Imperio babilónico, continuador, a su vez, de la administración asiria.

     El influjo de la cultura griega alcanzó Palestina antes de la conquista macedónica. Los contactos con la región egea se hicieron frecuentes en el siglo séptimo y se multiplicaron durante los siglos cuarto y quinto, cuando Persia y Grecia entablaron relaciones hostiles (Guerras Médicas) o amistosas (comercio). La región de Yehud constató como la mentalidad griega comenzaba a impregnar el corazón hebreo. Cuando Alejando conquistó Palestina, Yehud y Samaría pasaron del dominio persa a la autoridad griega (Josefo, Ant. XI, 304-347). Como hemos dicho, después de la conquista de Alejando, Yehud conservó la administración de la etapa persa; formó parte de la provincia de Siria. Sin embargo, el destino de Samaría fue distinto. Cuando murió Sambalat III, los samaritanos se sublevaron y quemaron vivo a Andrómaco (331 a.C.), gobernador de Celesiria. Alejando vengó la traición: destruyó la ciudad y reemplazó a sus habitantes por colonos macedonios que fundaron la villa helenista de Samaría/Sebaste (Josefo, Ant.  XIII, 255-256).
   
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    La segunda etapa del período persa (458-331 a.C.) contempló el progresivo debilitamiento del señorío aqueménida sobre Yehud, mientras comenzaba a despuntar la influencia griega. Aunque la debilidad persa favoreciera la autoridad del sumo sacerdote del Templo de Jerusalén, la abigarrada población de Yehud tendía a erosionar la identidad social y religiosa del Resto de Israel, reunido al cobijo del Santuario. 
         




[1] . Según Neh 3 una extensión más limitada: ausencia de Betel, Kiriat-Yearim, Kephirah, Béerot, Lod, Hadid y Ono; inclusión de Zanoah, Teqoa, Queilat, Bath-Zour; Mizpá, quizá residencia del gobernador.
[2] . Yehud o Yerushalem también en vasijas, quizá utilizadas para la recaudación de tributos.

domingo, 2 de octubre de 2016

EL REGRESO DEL EXILIO EN BABILONIA


                                                        Francesc Ramis Darder
                                                       bibliayoriente@gmail.com



Como señala la Escritura, Sesbassar, príncipe de Judá (Esd 1,8.11), encabezó el primer retorno. El nombre “Sesbassar” es de origen babilónico y delata el grado de asimilación social que alcanzaron los deportados; debieron ser pocos los que regresaron con Sesbassar, pues muchos habían prosperado y se habían asentado en Babilonia. Sesbassar recibió el título de gobernador (pehaj) (Esd 5,14). Las competencias del cargo son inciertas; lo más probable es que recibiera el encargo de dirigir el regreso y remozar el templo; pues, como sucedía con los templos antiguos, el santuario no sólo detentaba un papel cultual, sino también financiero.

    Ahora bien, los judaítas que no habían marchado al exilio, el Pueblo de la tierra, se tenían por auténticos propietarios de los campos (Ez 33,24); por esa razón debieron mostrarse reticentes ante los recién llegados, quienes, con toda probabilidad, pretenderían recobrar las propiedades que Nabuzardán había arrebatado a sus antepasados para repartirlas entre los más pobres del país (2Re 25,8-12; Neh 5,1-13). Los resultados alcanzados por Sesbassar fueron escasos, según Esd 5,16 sólo pudo poner los cimientos del nuevo Templo; el silencio de la Escritura sugiere su pronta desaparición.

Los avatares políticos posteriores a la muerte de Cambises y a la ascensión de Darío I posibilitaron el regreso del otro contingente de exiliados (522-520 a.C.), encabezados por Zorobabel y Josué (Esd 2-6). La autoridad persa confirió a Zorobabel el título de gobernador de Judá (Ag 1,1.14; 2,2.21). Zorobabel aparece como hijo de Sealtiel (Esd 3,2; 5,2); según 1Cr 3,17 Sealtiel es el hijo mayor de Jeconías, el rey de Judá deportado a Babilonia (2Re 24,15). Como señala la Escritura, la figura de Josué entronca con el linaje sacerdotal de Sadoc (1 Cr 5,27-41); Josué, hijo de Josadac, es hijo de Josadac, el sacerdote que marchó al exilio (1Cr 5,41). Así pues, cabe suponer que en el ánimo de quienes volvían anidara el deseo de recuperar, bajo el cetro de Zorobabel y la tiara de Josué, la identidad nacional perdida tras la conquista babilónica.

    La profecía de Ageo y de Zacarías señala la esperanza en la restauración de la dinastía davídica. La visión de Zacarías (Zac 4,1-6ª.10-14) presenta a Josué y Zorobabel como personajes ungidos. Josué ejerce la función sacerdotal, mientras Zorobabel es el príncipe. Los oráculos dirigidos a Zorobabel (Zac 4,6b-10ª), exponentes de la ideología real, encomiendan al príncipe, como primera función, la reedificación del Templo. La profecía de Ageo muestra cómo Yahvé se dirige a Zorobabel bajo los apelativos de “mi servidor” y “mi elegido”. Zorobabel se convierte en “el sello y el anillo de Yahvé”, el representante de Dios en medio de su pueblo (Ag 2,20-23). La predicación de Ageo y la voz de Zacarías percibían en la figura de Zorobabel al heredero legítimo de David, llamado a restaurar la identidad nacional bajo la corona de los dávidas.

    No obstante y como señala la Escritura, la presencia de Zorobabel se extingue. La razón permanece oscura, pero podemos intuir dos motivos. Por una parte, quizá los persas pudieran ver con malos ojos el renacimiento de la dinastía davídica y prefirieran una región más armonizada con la estructura del imperio, por esa razón podrían haber decidido desembarazarse de Zorobabel. Por otra, pudiera haber ocurrido una confrontación entre quienes habían permanecido en Judá durante el exilio, el Pueblo de la tierra, y los que habían regresado del destierro. Al filo de la confrontación quizá habría estallado un conflicto en el cual habría muerto Zorobabel, así se habría extinguido por sí misma la esperanza de la restauración dinástica. Sea lo que fuere, quienes volvieron del exilio tuvieron que renunciar a la restauración dinástica y comenzaron a volcar sus esperanzas en la figura del sacerdote Josué (Zac 4,8-10; 6,11-14). A pesar de que los persas reconocieran la solvencia del sacerdocio, rigieron los destinos de la región mediante la autoridad de los gobernadores, la prestancia de Josué y sus sucesores se circunscribió al culto del templo, mientras el destino de la región reposaban en la decisión de autoridad persa.

Quienes volvieron del exilio centraron su esperanza en la consagración y reedificación del Santuario; tarea que culminó en el año 515 a.C., cuando el Templo fue dedicado con gran solemnidad (Esd 6,13-18). El trono de David no fue restablecido; los gobernadores persas regían el destino de Yehud, mientras el sacerdote Josué y sus sucesores orientaban la conducta religiosa de la comunidad (cf. Neh 5,14). Las dificultades de quienes volvieron del exilio aumentaban mientras se multiplicaban los conflictos con las regiones vecinas. Los funcionarios de la administración de Samaría denunciaron ante la autoridad persa la reedificación de las murallas de Jerusalén, pues la fortificación de la Ciudad Santa y la centralidad del Templo mermaban la prestancia de Samaría. La revuelta del sátrapa de Transeufratina, Megabyzus, a mediados del siglo V a.C., mermó la seguridad del Imperio persa en la zona occidental; seguramente por eso y por la protesta de los samaritanos, los persas ordenaron detener la reconstrucción de las murallas de Sión. Como veremos en el capítulo VII, la situación incierta de Yehud induce a pensar que la autoridad aqueménida decidiera enviar a Esdras y Nehemías para inspeccionar la región (ca. 458-398 a.C.).
 
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    El escaso éxito de Sesbassar, la turbulencia política entre la muerte de Cambises y la ascensión de Darío I, la animadversión de quienes no fueron al exilio contra los recién llegados y la desaparición de Zorobabel, dificultaron la instalación de quienes volvían del destierro; con el tiempo, el asentamiento se configuró entorno al Templo, regido por Josué y encomiado por la predicación de Ageo y Zacarías.