lunes, 12 de marzo de 2012

JEREMÍAS (II): DIOS, EL ALMENDRO QUE PROTEJE NUESTRA VIDA

    La tarea de Jeremías comienza en los albores gloriosos del reinado de Josías, y fenece en la tristeza de su refugio en Egipto. Jeremías acompañará a Israel en el invierno de su historia y será la presencia de Dios junto al pueblo que se precipita hacia el abismo. El Señor nunca nos abandona; incluso cuando nuestra vida toma el rumbo del sinsentido, Dios permanece fiel junto a nosotros, esperando el momento en que volvamos a su regazo.

    Jeremías no fue un profeta triunfante. Nadie escuchó su mensaje. Al final de su vida, tuvo que abandonar Jerusalén para emigrar a Egipto. El Señor, antaño, había liberado a los israelitas de la esclavitud impuesta por el faraón (Ex 14-15); ahora, Israel inmerso en su fracaso regresa a la tierra de sus lamentos.

    ¿Cómo pudo Jeremías ser testigo de la fidelidad de Dios en tiempos de tiniebla? La primera visión del profeta ofrece la respuesta mediante una bella metáfora (Jr 1,11-12). El profeta realizó su tarea porque supo que en todo momento el Señor le protegía bajo la sombra de su ternura. Recreémonos en la visión.

    Jeremías ha escuchado la llamada de Dios, ha comprendido la dificultad de la misión y ha sentido el escalofrío del miedo. Se preguntaría en su corazón ¿cómo cumpliré la voluntad de Dios? Entonces, el Señor le ordena salir al campo. Supongamos que estamos en invierno, cuando todos los árboles están sin hojas ni frutos esperando la primavera. Entre aquellos árboles que duermen el sueño invernal, Jeremías observa un árbol florido cuyas flores blancas velan el sueño de los otros árboles.

    Los almendros florecen en invierno, y con sus flores abiertas parece que guardan a los demás árboles hasta que despierten en primavera. No en vano la lengua hebrea conoce al almendro como “el árbol que vela, el árbol que sabe escuchar”. El Señor revela a Jeremías: ‘Yo soy un almendro. A tí te ha correspondido ser mi profeta durante el invierno de la historia de mi pueblo. Yo te envío para que recuerdes a los israelitas que estoy siempre a su lado. Pocos te escucharán; pero, en el desánimo, recuerda que junto a ti está el Señor que como un almendro vela por tu vida y la de su pueblo, hasta que llegue la primavera en la que Israel florezca de nuevo”.

    La labor de Jeremías fue dura e incomprendida, pero a él nunca le faltó la certeza de que Dios le acompañaba, y que como un almendro velaba por su vida durante el invierno de la historia israelita.

    La existencia de Israel reposaba en la capacidad de escuchar la voz cálida y exigente de Dios que habla desde el hondón del alma. Recordemos el gran precepto dirigido por Dios a su pueblo: “Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,4-9).

    Israel había perdido durante la época de Jeremías la capacidad de escuchar, la pasión por amar y la actitud de guardar en el corazón las palabras de la vida. El pueblo elegido comenzaba a atravesar el largo invierno de su historia.

   En este momento, Israel levantó los ojos y contempló Palestina. Era invierno, los árboles no tenían flores e, igual que Israel, parecía que también habían perdido el deseo de vivir. Pero desplegando la vista hacia la magnitud del horizonte, Israel descubrió un árbol en flor. Un árbol que en el frío del invierno era capaz de hacer germinar una flor blanca. Un árbol sitiado por la ausencia de vida que aun tenía fuerzas para alumbrar una flor. Con esta flor abierta escuchaba a los otros árboles, sus hermanos, y les anunciaba que aquel crudo invierno no duraría para siempre. La flor blanca y abierta pregonaba la primavera por llegar y daba testimonio de que, al final, siempre triunfa la vida.

    Israel sumido en el invierno de su historia quedó impresionado por árbol que velaba a los otros, y con su flor abierta los sabía escuchar. Y puso nombre a aquel árbol, le llamó almendro, que en lengua hebrea significa “el árbol que vela” o “el árbol que sabe escuchar”.

    Mediante la metáfora del almendro, Israel redescubrió que “saber escuchar a Dios y al prójimo” requiere silencio y paciencia pero, sobre todo, exige amar apasionadamente la vida, amar profundamente el corazón de los otros, creer que la humanidad será capaz algún día de hacer brotar sus flores en primavera y dar los mejores frutos de su ternura.

  
                                                                                    Francesc Ramis Darder.  

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