miércoles, 27 de agosto de 2014

CARTA A LOS ROMANOS. LA SABIDURÍA DE DIOS: LA NUEVA VIDA EN CRISTO

                      
                                                                                Francesc Ramis Darder

     Adentrémonos ahora en un episodio significativo de la Carta a los Romanos que explica, con la mayor claridad, el contenido de la sabiduría cristiana. Comenzaremos leyendo el texto y después nos introduciremos en el contenido espiritual y teológico.

A. Lectura de Rom 12,9-21.

    Que vuestro amor no sea una farsa; detestad lo malo y abrazaos a lo bueno. Amaos de verdad unos a otros como hermanos y rivalizad en la mutua estima. No seáis perezosos para el esfuerzo; manteneos fervientes y prontos para el servicio del Señor. Vivid alegres por la esperanza, sed pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración. Compartid las necesidades de los creyentes; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid no maldigáis. Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Vivid en armonía unos con otros y no seáis altivos, antes bien poneos al nivel de los sencillos. Y no seáis autosuficientes.

    A nadie devolváis mal por mal; procurad hacer el bien ante todos los hombres. Haced todo lo posible, en cuanto de vosotros dependa, por vivir en paz con todos. No os toméis la justicia por vuestra mano, queridos míos, sino dejad que Dios castigue, pues dice la Escritura: “A mí me corresponde hacer justicia; yo daré su merecido a cada uno”. Eso es lo que dice el Señor. Por tanto, “si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que enrojezca de vergüenza.

    No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal a fuerza de bien.


B. Comentario.

    La segunda parte de la carta a los Romanos (Rom 1,16-11,36) insiste en la necesidad de centrar la vida cristiana en la fe en Jesús Resucitado y no en despeñar la vida hacia la servidumbre a las normas de la ley. Ahora bien, Pablo no presenta la fe como un conjunto teórico ajeno al deambular de la existencia humana. En la tercera parte de la carta (Rom 15,14-16,27), insiste en la necesidad de expresar la fe mediante la vivencia del amor. El contenido de Rom 12,9-21 desvela las normas de conducta que hacen posible que la fe se concrete en la experiencia del amor cristiano.

    Los consejos de Rom 12,9-21 confieren la sabiduría de Dios a quien los practica de forma convencida (1Cor 1,23-24). Como expone la teología del  AT, el sabio desarrolla seis actitudes que posibilitan su crecimiento humano y su compromiso social: la conciencia de ser alguien limitado; el sentimiento de la responsabilidad; la capacidad de pensar, de rezar y amar; la conciencia de pertenecer a una comunidad concreta; el deseo de encauzar su vida en el proyecto de Dios; y la intuición y después la certeza de que el destino de final de la vida reposa en las buenas manos de Dios para toda la eternidad. Veamos sucintamente las referencias con que Rom 12,9-21 alude a la sabiduría latente en la Sagrada Escritura.

    El apóstol afirma la necesidad de hacer el bien a todos “procurad hacer el bien ante todos los hombres” (Rom 12,17). Ahora bien, Pablo se muestra muy realista y percibe la limitación humana en la práctica de la bondad, sabe que no siempre podemos contentar a todos y por eso dice: “haced lo posible, en cuanto de vosotros dependa, por vivir en paz con todos” (Rom 12,18).

    La responsabilidad implica dos cosas. Por una parte, supone un estilo de vida semejante al de los profetas, es decir, la decisión de sembrar el amor por la vida y el afán por la práctica de la justicia en nuestro entorno; Pablo ahonda en ése aspecto: “Que vuestro amor no sea una farsa; detestad lo malo y abrazaos a o bueno” (Rom 12,9). Por otra parte, la responsabilidad implica la decisión de querer vivir como un sabio, saber observar en la naturaleza y en la sociedad el latido del proyecto de Dios, y como consecuencia de la observación, adquirir el compromiso de sembrar la semilla del Reino; por eso afirma el apóstol: “No seáis perezosos para el esfuerzo; manteneos fervientes en el espíritu y prontos para el servicio del Señor” (Rom 12,11).

    El ser humano es espiritual por excelencia (Rom 2,14-16). Vivir espiritualmente implica desarrollar la capacidad de pensar, rezar y amar. La capacidad de pensar se desarrolla desde dos perspectivas.

     Por un lado, supone la decisión de adquirir un notable sentido crítico, una notoria capacidad de discernir; ahora bien, sólo discierne las situaciones personales y sociales quien sabe tomar distancia y posee la humildad suficiente para pedir consejo a quien con solvencia pueda dárselo. Por eso Pablo comenta la necesidad de distanciarse del mundo y adquirir un pensamiento propio: “No te dejes vencer por el mal; antes vence bien, vence el mal a fuerza de bien” (Rom 12,21).

     Por otro lado, la capacidad de pensar requiere sosiego, paciencia y reflexión: “Sed pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración” (Rom 12,12).

    La vivencia del amor es el rasgo sobresaliente de Rom 12,9-21. El amor debe manifestarse en el seno de la comunidad cristiana: “Compartid las necesidades de los creyentes, practicad la hospitalidad” (Rom 12,13). Sin embargo, el texto recalca el aspecto más difícil del amor y por eso el más comprometido, el amor a los enemigos: “Por tanto, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed dale de beber” (Rom 12,20). El apóstol recoge las sentencias que expone en su escrito del fértil campo que constituye el libro de los Proverbios (Prov 25,21).

    Pablo recuerda a la comunidad la fuerza esencial que confiere la plegaria. El apóstol insiste en la oración: “Sed perseverantes en la oración [...] bendecid a los que os persiguen” (Rom 12,12.14).

    Las normas prácticas sobre la vivencia del amor no se limitan al interés privado de cada cristiano, sino que deben vivirse en el seno de la comunidad y en el entorno social. El episodio contenido en Rom 12,9-21 refiere la vivencia del amor en el seno comunitario; y el episodio siguiente, Rom 13,1-14, extrapola la práctica del amor al ámbito social donde la comunidad cristiana debe dar testimonio de Cristo.

    El apóstol sabe que la vida cristiana debe encauzarse en el proyecto de Dios; por eso dice: “no os toméis la justicia por vuestra mano, sino dejad que Dios castigue, pues dice la Escritura: a mí me corresponde hacer justicia; yo daré su merecido a cada uno. Esto es lo que dice el Señor” (Rom 12,19). [En lugar del término “castigue” podríamos valernos de la palabra “actúe”; en el sentido de “dejar que Dios actúe para poner cada cosa en su sitio”]. Nuestra misión no estriba en tomarnos la justicia por nuestra mano, sino en el compromiso de estar atentos a nuestra propia conducta (Rom 14,12), y comprometernos en la transformación cristiana del mundo (Rom 13,8-14).

    La vida cristiana no persigue el éxito efímero sino la victoria final. El hombre fiel está llamado a vivir en las manos de Dios, en ese sentido la carta está henchida de miradas hacia la trascendencia y remite constantemente a la vida en plenitud: “Porque si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección [...] Dios ofrece como don la vida eterna por medio de Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 6, 5.23).

    Desde la óptica cristiana el Antiguo Testamento desemboca en el Nuevo Testamento. Pablo sintetiza en Rom 12,9-21 la sabiduría de la Antigua Ley, pero centrándola en Cristo. La sabiduría no se alcanza solamente contemplando el palpitar del mundo como imagen del latido de Dios, sino, sobre todo, contemplando a Jesús muerto y resucitado, el único que llena de sentido y colma de sabiduría la vida humana.


viernes, 22 de agosto de 2014

¿QUË DICE LA CARTA A LOS ROMANOS?

                                                       
                                                                                Francesc Ramis Darder


¿Qué tipo de sabiduría transmite la Carta a los Romanos?

    La sabiduría de Pablo es la sabiduría de Dios: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos; más para los que han sido llamados, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Cor 1,23-24).

    La sabiduría de Dios aparece reflejada en los escritos del apóstol. La mayoría de estudiosos de la obra de Pablo divide las cartas en dos grupos. Por una parte, existen las “cartas protopaulinas” nacidas de la pluma del propio Pablo: la primera a los Tesalonicenses, las dos a los Corintios, las remitidas a los Gálatas y a los Romanos, la carta a los Filipenses, y la dirigida a Filemón.  Por otra parte, las llamadas “cartas deuteropaulinas” habrían sido escritas, según la opinión mayoritaria de los comentaristas, después de la muerte de Pablo por autores anónimos vinculados a las comunidades fundadas por el apóstol de los gentiles. Esas cartas son: segunda a los Tesalonicences, Colosenses, Efesios, primera y segunda de Timoteo, y la epístola a Tito.

    La carta a los Romanos es la más extensa; quizá el capítulo 16 formara parte de una segunda carta añadida posteriormente al contenido de la primera. Pablo realizó una colecta entre las iglesias nacidas en el mundo pagano para socorrer a la comunidad de Jerusalén. Un poco ante de partir hacia la Ciudad Santa, Pablo redactó la carta a los Romanos desde Corinto, urbe donde residía (años 54-57). En su carta, Pablo recapitula y sintetiza su pensamiento, pero también dialoga con la comunidad romana con la intención de reconducirla por la senda evangélica.

    El apóstol se dirige a los romanos con gran delicadeza: “los que estáis en Roma habéis sido elegidos amorosamente por Dios para constituir su pueblo” (Rom 1,7). La ciudad de Roma en torno a los años 54-57 albergaba cerca de un millón de habitantes de toda raza y condición. La población judía residente en Roma estaba constituida por personas de todas las categorías sociales; pero el colectivo más numeroso estaba integrado por esclavos, libertos y extranjeros residentes, con una capacidad económica y cultural baja.

    La proclamación del evangelio llegó pronto a Roma. Seguramente algunos judíos procedentes de Palestina iniciaron las primeras comunidades; y, al parecer, el cristianismo se esparció con rapidez entre los judíos. Dos detalles evidencian la importancia de la comunidad cristiana. Por una parte, la arqueología ha sacado a la luz la lápida funeraria de una matrona romana cristiana enterrada en el año 43. Por otra, conocemos el edicto del emperador Claudio por el que decidió expulsar a los judíos de Roma quizá alarmado por los conflictos surgidos entre los judíos y quienes por entonces ya se habían hecho cristianos (Hch 18,2). Desde el momento de la expulsión, las comunidades cristianas dejaron de estar dirigidas por los fieles procedentes del judaísmo y comenzaron a recibir la orientación de los cristianos procedentes del paganismo.

    Después del año 54, el decreto de Claudio dejó de aplicarse con rigor, muchos cristianos pudieron regresar a Roma incorporándose a las comunidades que antes se habían visto en la necesidad de abandonar. Al integrarse en sus comunidades de origen, advirtieron que estaban básicamente constituidas por cristianos convertidos del paganismo, aquellos que no tuvieron que abandonar Roma cuando se promulgó el edicto de Claudio.

    Los cristianos de origen judío habían dirigido las comunidades cristianas hasta la publicación del decreto de Claudio; pero ahora, tras regresar a Roma, se dieron cuenta de que las comunidades estaban regidas por cristianos procedentes del paganismo. Entonces estallaron los problemas. El entendimiento entre los cristianos provenientes de la religión judía y los del mundo pagano fue difícil. Los judeocristianos deseaban imponerse sobre los paganocristianos. Pablo, consciente de las dificultades, escribe a los cristianos romanos una extensa carta, con una doble intención. Por una parte, desea calmar las tensiones entre ambos grupos cristianos; y, por otra desea exponer a la comunidad romana una síntesis ordenada y serena de la fe cristiana.

     Sin embargo, aún podemos percibir una tercera motivación en la carta de Pablo: la gran pasión misionera del apóstol. Pablo, hasta finales del año 57, ha desarrollado su labor evangelizadora en la zona del Mediterráneo Oriental, cree que ha llegado el momento de ensanchar el horizonte misioneros hasta el punto de que desea arribar a España (Rom 15,24).

     La decisión de llegar a España implicaba la necesidad de hacer una escala en Roma. Cuando el apóstol llegara a Roma, los cristianos de la Urbe ya habrían tenido ocasión de leer la carta que les habría escrito; de ese modo Pablo podría comentar con los cristianos romanos los puntos esenciales de la doctrina y alentar y corregir el funcionamiento de la comunidad.

     Sin embargo, a pesar de su empeño misionero, sabe que el proyecto que le impulsa a visitar España debe esperar; pues antes de embarcarse hacia Occidente le urge llegar a Jerusalén y entregar la colecta recogida en favor de la Iglesia madre (Rom 15,25-32).

    La carta a los Romanos muestra la madurez teológica del apóstol y su habilidad literaria. Pablo, entregado al ideal religioso, carga el contenido de la carta con himnos (Rom 11,33-36), catequesis (Rom 12,9-21), series encadenadas de textos bíblicos (Rom 15,9-13), comentarios a la Sagrada Escritura (Rom 13,8-10), etc. Literariamente utiliza las técnicas hebreas y también la retórica clásica, especialmente la antítesis y la diatriba. El contenido teológico, entretejido con un estilo elegante, confiere a la carta una gran brillantez y una enorme hondura.

    La carta comienza con el saludo inicial, la acción de gracias y la expresión del deseo del apóstol de visitar la comunidad de Roma (Rom 1,1-15).

    A continuación, figura una larga sección de contenido teológico (Rom 1,16-11,36) que desarrolla el tema central de la carta: “no me avergüenzo del evangelio, que es la fuerza de Dios para que se salve todo el que cree, tanto si es judío como si no lo es. Porque en él (Jesús) se manifiesta la fuerza salvadora de Dios a través de una fe en continuo crecimiento, como dice la Escritura: ‘Quien alcance la salvación por la fe, ese vivirá’ (Rom 1,16-17).

    Con la intención de comprender el sentido de Rom 1,16-17 volvamos por un momento hacia atrás en el orden de la exposición. Al principio, la comunidad romana estaba constituida por cristianos procedentes del judaísmo; por tanto, cabe afirmar que la asamblea estaba apegada al cumplimiento de las normas legales del judaísmo. Tal vez, en algún momento, llegó a dar más importancia al cumplimiento de las normas externas que a la fidelidad al mismo evangelio. Las normas de la Ley judía, en cuanto a la práctica habitual, tendían a ser externas: lavar bien platos y ollas, purificarse las manos lavándolas reiteradamente, o pagar el diezmo de la menta y la hierbabuena con la mayor escrupulosidad.

    El edicto de Claudio forzó la huida de Roma de los judíos, junto a los judíos también se vieron en la necesidad de abandonar la ciudad muchos cristianos de origen judío; por esa razón, como decíamos antes, la comunidad cristiana de Roma pasó a estar formada mayoritariamente por cristianos procedentes del paganismo. Éstos, al desconocer la aplicación precisa de la legislación judía, daban menor importancia al cumplimiento de los preceptos externos y otorgaban toda la relevancia a la Buena Nueva del Señor. La comunidad fue centrando su vida en torno a la fe en Jesús y obviando la práctica externa de la Ley.

    Sin embargo, cuando los judíos expulsados por Claudio regresaron a Roma, también volvieron con ellos los cristianos convertidos desde el judaísmo. Encontraron una comunidad distinta a la que habían dejado, dominada, como también hemos tenido ocasión de exponer, por cristianos procedentes del paganismo; los paganocristianos descuidaban las minucias rituales de la legislación mosaica, pues la desconocían en gran medida. Los judeocrisitianos que habían regresado a Roma desearon restablecer las cosas en su estado anterior favoreciendo, con gran ímpetu, el cumplimiento de las normas legales.

     Antes de continuar la exposición, es necesario dejar clara una cuestión: tanto los judeocristianos como los paganocristianos tenían asentada su fe en Cristo Jesús, el único salvador. Sin embargo, los judeocristioanos, los dirigentes de la Iglesia romana hasta la publicación del Edicto de Claudio, conferían una enorme importancia a la observancia de las tradiciones mosaicas, mientras los paganocristianos, desconocedores de la Ley hebrea, no daban importancia a la observancia de las múltiples normas cultuales de la religiosidad judía.

    La disparidad de criterios entre judeocristianos y paganocristianos provocó una crisis en la comunidad, tan fuerte que casi provocó la ruptura de la Iglesia. Pablo tomó partido en favor de los pagano-cristianos, y con una buena dosis de realismo supo mitigar el furor de los judeocristianos contra los paganocristianos. El apóstol afirmó que lo decisivo no es el cumplimiento de las obras de la Ley, sino la fe en Jesús. Reitera el apóstol que sólo hallará el sentido de su vida cristiana quien deposite plenamente su confianza en Jesús, al margen del cumplimiento de las normas externas de la Ley judía; dice Pablo: “Pero ahora, con independencia de la ley, se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios atestiguada por la ley y los profetas” (Rom 3,21).

    Pablo sostiene la primacía de la fe sobre la ley: “con independencia de la ley, se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios” (Rom 3,21a). Sin embargo, el apóstol recuerda que la Antigua Alianza no ha sido inútil, pues la fuerza salvadora de Dios ha sido “atestiguada por la ley y los profetas” (Rom 3,21b).

    Una vez confirmada la fe en Jesús como eje de la vida cristiana, la Carta a los Romanos se adentra en una nueva sección de tipo exhortativo (Rom 12,1-15,13). Pablo aclarara que la fe no se reduce a un contenido teórico ni al rechazo de las normas del judaísmo. La fe en Jesús se manifiesta en la vivencia del amor. La fe adquiere el aspecto del amor. Pablo propone a la comunidad el inicio de una nueva vida, basada en la fe incondicional en Jesús y en la capacidad de contagiar el amor del evangelio: “los preceptos [...] se resumen en éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. El que ama no hace mal al prójimo; en resumen, el amor es la plenitud de la ley” (Rom 13,9).

    Pablo continúa la carta relatando sus proyectos misioneros y su interés por visitar las comunidades que había fundado (Rom 15,1-32). Concluye la epístola con un capítulo de saludos (Rom 16,1-24) y una oración de alabanza (Rom 16,25-27).

    La sabiduría de Dios que exigía Pablo a los Corintios (1Cor 1,23-24) se explicita en la carta a los Romanos. Vivir la sabiduría de Dios estriba en creer firmemente que el sentido de nuestra vida de sostiene en la buenas manos de Jesús de Nazaret y en la decisión convencida de sembrar en todo el mundo la fuerza trasformadora del amor cristiano.

viernes, 15 de agosto de 2014

PABLO, APÓSTOL DE LA SABIDURÍA DE DIOS



                                                                                  Francesc Ramis Darder


    “Para mi la felicidad consiste en estar junto a Dios; por eso me refugio en el Señor para poder contar sus maravillas” (Sal 73,28). Este versículo del Salterio es un buen ejemplo del testimonio cristiano. Durante la vida suele preocuparnos aquello que podemos hacer por Dios y el prójimo, pero y por mucho que hagamos siempre nos sabe a poco. Sin embargo, lo más importante no es aquello que podemos hacer por Dios, lo crucial estriba en percatarnos de lo que Dios hace por nosotros.

     El cristiano comprende su vida como el tejido nacido de los dedos de Dios (cf. Sal 139,13), o como la cerámica modelada en el torno del Señor (cf. Jr 18). El cristiano forjado por Dios deviene semilla del Reino en medio del mundo. Al contemplar la vida como resultado de la tarea de Dios en nosotros, nos convertimos en la buena tierra (cf. Mt 13,8) donde crece la Palabra, o en la levadura que transforma la sociedad a imagen de las Bienaventuranzas (cf. Mt, 5,1-11; 13,33). 

    La vida de Pablo relata la experiencia de una historia entretejida en el telar de Dios. Nació en Tarso de Cilicia (Hch 22,6) y, como judío de la diáspora, pertenecía a la tribu de Benjamín (Rom 11,1). Poseía la ciudadanía romana, indicativo de pertenencia a la clase distinguida. Al nacer, recibió junto al nombre judío de “Saulo” el nombre romano de “Pablo” (Hch 13,9). La vida en la ciudad de Tarso le familiarizó con la lengua, la cultura y la religión griega y romana. Aprendió el oficio de fabricante de tiendas (Hch 18,3). Durante toda la vida padeció el dolor provocado por una enfermedad crónica (Ga 4,13; 2Col 12,7). Educado en la más estricta religiosidad judía (Fl 3,5) fue enviado a la escuela de Gamaliel. Asimiló la mentalidad rabínica, y se convirtió en ferviente defensor del judaísmo y en fariseo ejemplar (Hch 22,3; Ga 1,14).

    La vida de Pablo está marcada  por dos momentos en que Dios trasformó de raíz su corazón: El encuentro personal con el Señor en el camino de Damasco y la predicación en el Areópago de Atenas.


1º. El camino de Damasco (Hch 9,1-19).

    Pablo como fariseo ejemplar perseguía a los cristianos: “Saulo, que perseguía amenazando de muerte a los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, con el fin de llevar encadenados a Jerusalén a cuantos seguidores de este camino, hombres o mujeres, encontrara”  (Hch 9,1-2). Camino de Damasco “un resplandor del cielo” lo envolvió; Pablo cayó a tierra y oyó una voz que decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?  (Hch 9,3).

   ¿Quién es la luz y de dónde procede la voz?

    En el Nuevo Testamento, a menudo, la palabra “luz” revela la presencia de Dios: el sacerdote Zacarías, en el Templo, dice refiriéndose al Señor “por la misericordia entrañable de nuestro Dios nos visitará un sol que nace de lo alto para  iluminar a los que viven en tinieblas” (Lc 1,78); y Juan en el Prólogo del Evangelio afirma respecto de la Palabra: “Pero la Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre” (Ju 1,9). Jesús, el Señor, es la luz que ilumina a todo hombre, y el sol que viene de lo alto y da cobijo a la existencia humana.

    La experiencia de Pablo prueba la certeza de que Dios nos ha amado primero (1Jn 4,10). El Señor, sin que Pablo lo hubiera pedido, envuelve al futuro apóstol con su luz y le dirige la palabra. Pablo, atónito, pregunta: “¿Quién eres, Señor? (Hch 9,5). La utilización del término “Señor” para dirigirse a la voz que le habla contiene un significado profundo.

     El Antiguo Testamento muestra cómo la expresión “Señor”, cuando se dirige Dios, constituye siempre la expresión de la fe que delata la presencia divina junto al ser humano (Gn 15, 2; Is 40, 10; Ez 4, 14). Tras el sonido de la voz, Pablo entrevé la presencia de Dios y por eso pregunta: “¿Quién eres, Señor?”.

    La voz responde a Pablo diciéndole: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5). De la misma manera que el Antiguo Testamento se dirige a Dios con el término “Señor”, el Nuevo Testamento reconoce a Jesús como “el Señor” (Hch 11,20; 15,26). Percibir en la persona de Jesús la presencia del Señor supone penetrar en la intimidad de Cristo (cf. Hch 7,54-59), y descubrir en la figura del carpintero de Nazaret la identidad de quien confiere sentido pleno a nuestra vida  (Hch 15,11).

    Notemos un detalle importante. Pablo perseguía a los cristianos, pero la voz afirma: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5). Pablo perseguía a la Iglesia, pero Jesús le asegura que le persigue a Él mismo. El texto identifica a Jesús con la comunidad cristiana perseguida. Esas palabras del Señor marcarán para siempre la vida de Pablo. La comunidad cristiana perseguida por su fidelidad al Señor no es un grupo entre otros sino el Cuerpo de Cristo, el lugar privilegiado donde palpita la presencia salvadora de Jesús resucitado (cf. Rom 12,1-8).

     El seno de la comunidad cristiana y los avatares del mundo son los lugares privilegiados donde experimentemos la presencia de Jesús que nos convierte en  discípulos suyos (1Cor 12,12-31). Quienes acompañaban a Pablo le ayudaron a levantarse del suelo y le condujeron a Damasco. Al llegar a la ciudad, la comunidad representada por Ananías acogió a Pablo y lo convirtió en hermano (Hch 9,10-18).


2º. La predicación en Atenas (Hch 17,16-32).

    Camino de Damasco, Pablo experimentó la manera en que Dios modelaba su vida. El Señor se ha adelantado a hablarle y le ha introducido en la Iglesia; pero la voz del Señor es exigente, añade: “éste es un instrumento elegido para llevar mi nombre a todas las naciones, a sus gobernantes, y al pueblo de Israel”; e insiste aún “Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre” (Hch 9,15-16). Pablo se lanza a dar testimonio de Jesús, pero aun debe aprender que la vivencia evangélica implica la contradicción y el sufrimiento. La predicación en la ciudad de Atenas le enseñará la lección y constituirá el segundo momento en que Dios forjará los entresijos de su vida.

    Detengámonos un instante para otear la forma en que el libro de los Hechos describe el estilo de vida de los habitantes de Atenas: “Todos los atenienses y los extranjeros que allí vivían no tenían más pasatiempo que charlar sobre las últimas novedades” (Hch 17,21). Pablo dialoga, junto al Areópago, con los filósofos epicúreos y estoicos que le escuchan sólo por curiosidad y ganas de entretenerse. Mientras Pablo comenta algunos datos sobre Jesús los filósofos escuchan atentos. Sin embargo, cuando anuncia que Jesús vive y actúa en la vida de cada persona, se echan a reír y se burlan del apóstol (Hch 17,31).

    La disputa de Atenas enseña a Pablo que el evangelio es mucho más que una teoría brillante para distraer el ánimo en tiempo de ocio. El evangelio constituye un estilo de vida que pasa por la cruz.

    Tras la experiencia de Atenas, cuando Pablo hable de Jesús no disertará sobre la caricatura de Jesús, fácil y dulzona, que satisface la expectativa del entretenimiento. Pablo dirá convencido: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos; más para los que han sido llamados, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1Cor 1,23-24).

   La decisión de dar testimonio de Cristo pasa por la contradicción y el conflicto con quienes detentan el poder opresor, siembran la injusticia y manipulan la Palabra de Dios. La vida de Pablo se convierte de ese modo en testimonio de Cristo. Jugando con el modelo catequético podríamos decir que cuando preguntaban a Pablo: “¿Qué testimonio das de Cristo?”; no respondía diciendo “mirad la cantidad de cartas que he escrito, o fijaos en cuantos admiradores tengo” como dirían, seguramente, los filósofos de Atenas.

     Pablo respondía diciendo: “cinco veces he recibido de los judíos los treinta y nueve golpes de rigor; tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en el mar [ ...], los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas y de los paganos [...] a menudo noches sin dormir, muchos días sin comer, pasando frío y desnudez” ( 2Cor 11,18-30). Toda esa tarea sacrificada la realizaba Pablo por su desvelo en favor de las Iglesias que había fundado, decís el apóstol: “la preocupación diaria que supone la solicitud por todas las Iglesias” (2Cor 11,28).

     El amor apasionado de Pablo consistía en acrecer las comunidades cristianas; y, a favor de esa causa no escatimaba ningún esfuerzo. Sabía que en el corazón de las comunidades palpitaba la presencia del Señor resucitado. 


    Pablo, camino de Damasco, creyó en el Señor; y desde entonces, Jesús de Nazaret, se convirtió en la luz definitiva que alumbró para siempre de la vida del apóstol. Predicando a los atenienses experimentó que el cristianismo no es una ilusión adolescente, sino la vivencia del amor que atraviesa el umbral de la cruz. Pablo trasmite el testimonio cristiano que es capaz de contagiar la certeza de que lo más importante de la vida es darnos cuenta de todo lo que Dios hace por nosotros. Pablo experimentó que cuando el amor atraviesa la cruz es cuando la vida cristiana refleja fielmente el rostro de Jesús de Nazaret, y esa es la sabiduría de Dios (1Cor 1,23-24).


Algunos ecos de la filosofía clásica que despuntan en el discurso de Pablo en el Areópago de Atenas. La falsa creencia según la que Dios vive encerrado en los templos (17,24ª; Plutarco: Mor. 1034b; Lucrecio: De Sacrif. 11). La trascendencia absoluta de Dios respecto del ser humano (17,24b; Plutarco: Mor. 1052ª; Platón: Tim. 33-34; Séneca: Epist. 95,47). La referencia a Dios como aquel en quien vivimos, nos movemos y existimos (17,28ª; Platón: Tim. 37c; Plutarco: Mor. 477). La trascripción de la primera mitad de un hexámetro del poeta Arato (17,28b; Arato: Faenomenon. 5; alusión indirecta a Cleantes: Fragm. 537). La alusión a los dioses desconocidos (Pausanias, I 1,14). La certeza de que Dios ha plantado una semilla en el corazón del hombre para que pueda intuir la esencia divina (17,27; Dión de Prusa: Or. XIII 28-30; Séneca: Espist. 41,1). La crítica contra el culto idolátrico (17,29; Plutarco: Mor. 167; Máximo de Tiro: X).


domingo, 10 de agosto de 2014

MOISÉS II VOCACIÓN Y MISIÓN


Segunda parte

                                                            Francesc Ramis Darder


d. La identidad de Dios

    Cuando Moisés ha manifestado su disponibilidad, el Señor le revela su nombre. En la mentalidad hebrea el nombre no sólo es la palabra utilizada para denominar a alguien, sino que define la naturaleza íntima de la persona (1Sam 25,25). Cuando Dios comunica su nombre a Moisés le revela los rasgos de su intimidad, y traba una relación profunda con él.

      Dios comienza revelando su identidad de forma genérica apelando a la historia de los patriarcas. Abrahán, Isaac y Jacob eran nómadas (Gen 12-50) y, como tales, adoraban a la divinidad del jefe del clan. Por eso dice el Señor a Moisés: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3,6). Esta revelación establece que la divinidad que llamó a Abrán (Gen 12,1-3), y la divinidad que se revela a Moisés (Ex 3,6.15) es la misma. El Señor que llamó a Abrán liberará a los israelitas de Egipto.

    Sin embargo Dios todavía no ha revelado su nombre propio, se ha limitado a decir que es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Pero ¿cuál es el nombre propio del Dios que llama y libera? Moisés pregunta con insistencia y el Señor le revela su nombre: “Yo soy el que soy. Explícaselo a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros (Ex 3,14). Por tanto el nombre de Dios es: “Yo soy el que soy” o, más sintéticamente “Yo soy”. Detengámonos a perfilar el significado de la frase “Yo soy”.

     La locución  “Yo soy” puesta en labios de Dios presenta un doble significado a lo largo del AT.

    1º. En los tiempos antiguos cuando los israelitas eran nómadas, la expresión “Yo soy” se comprendía como “el que hace ser”. El Señor no habita en el cielo sin más; se preocupa y auxilia a su pueblo “haciéndole ser Israel”. Notemos la semejanza con la tarea de un alfarero. El artesano toma barro y modelándolo lo “hace ser” una vasija. Dios actúa igual, elige a Abrán prometiéndole que le “hará ser un gran pueblo”: “Yo haré de ti un gran pueblo” (Gen 12,2),  Israel.

    Un segundo relato de la vocación de Moisés describe plásticamente cómo Dios convierte (hace ser) a un grupo nómada en el pueblo de su propiedad. “Yo soy el Señor. Yo me manifesté a Abrahán, a Isaac y a Jacob [...] yo establecí con ellos mi alianza prometiéndoles la tierra de Canaán [...] y ahora he oído el clamor de los israelitas, a quienes los egipcios tienen sometidos a esclavitud [...] yo soy el Señor [...] os libraré de la esclavitud  [...] os tomaré para que seáis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios [...] os llevaré a la tierra que juré dar a Abrahán, a Isaac y a Jacob, y os la daré en posesión. Yo el Señor” (Ex 6,2-9). La frase “os tomaré para que seáis mi pueblo”, en un sentido más literal puede entenderse como “os haré mi pueblo” (Ex 6,7).

     El Señor “hace a su pueblo” (Ex 6,7). Convierte a un grupo nómada en el pueblo de su propiedad mediante un intenso proceso: le habla, se le aparece, establece una alianza con él, le escucha, comprende su dolor, le libera de la esclavitud, y le ofrece la tierra prometida a los antepasados (Ex 6,2-9). El proceso divino en favor de su pueblo no es una actividad aséptica, Dios actúa siempre con amor apasionado porque Él mismo es amor (cf. 1Ju 4,8). Dice el Señor a su pueblo: “Yo soy el Señor, tu Dios [...] tú vales mucho para mí, eres valioso y te amo” (Is 43,3-4). En definitiva, Dios convierte un grupo nómada en su propio pueblo modelándolo con amor apasionado. El Señor también desea “hacernos ser” personas plenamente humanas, actuando sobre nosotros con amor apasionado. 

    2º. Con el paso del tiempo los israelitas liberados se asentaron en Canaán. Lentamente la condición nómada fue perdiéndose y devinieron un pueblo sedentario. El cambio en el estilo de vida implicó una variación en el lenguaje. La comprensión de la locución “Yo soy” como “el que hace ser” se fue perdiendo, y se quedó sólo en “Yo soy”. Veamos qué significa “Yo soy” cuando los israelitas se han convertido en un pueblo sedentario

    Antes de que los israelitas llegaran a Canaán, la zona estaba ocupada por los cananeos. Cuando los hebreos se establecieron en Canaán trabaron relaciones con los cananeos. La religión cananea contaba con muchos dioses (Baal, Aserá, etc.) a quienes adoraban mediante numerosas imágenes y rituales complejos. Los israelitas fueron atraídos por la exuberancia del culto cananeo, olvidaron al Señor que les había liberado de Egipto y adoraron a las divinidades cananeas.

     Los profetas fueron los encargados de recordar al pueblo que sólo el Señor es Dios, y como consecuencia los ídolos no tienen carácter divino. El profeta Isaías cuando se dirige a los ídolos les llama “los que no son” (Is 41,29), “nada” (Is 41,24), “nulidad” (Is 45,14). En contraposición a los ídolos, el Señor aparece como el único Dios: “Yo soy el Señor, y no hay otro” (Is 45,5). Isaías enseña que la salvación se halla sólo en las manos del Señor y no en el falso poder de los ídolos. El Señor es autor de la creación (Is 40,26), y dirige la historia (Is 41,1-5) para propiciar la liberación de Israel (Is 43,1). Los ídolos son incapaces de cualquier actuación (Is 41,23) sencillamente porque “no son” dioses , y por tanto es absurdo elegirlos (Is  41,24).

      Las dos acepciones de la locución “Yo soy” exponen claramente la intimidad de Dios. El Señor es el único Dios y no hay otro; por tanto el Señor no es sólo el Dios de Israel sino de toda la Humanidad. Al ser el único Dios, el Señor es el único capaz de salvar; es decir, de modelar a Israel y todos los pueblos con amor apasionado.

    Moisés es el personaje del AT que capta con mayor profundidad el nombre de Dios. La razón aparece en el libro del Eclesiástico donde define a Moisés como “un hombre de bien” (Eclo 45,1). El hombre de bien trasmite la bondad divina que brota del corazón abierto a la ternura de Dios.

f. La misión de Moisés

    Los israelitas gemían por la opresión de los egipcios (Ex 2,23). El dolor del pueblo oprimido conmovió las entrañas del Señor, y dijo a Moisés: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto [...] voy a bajar para librarlo del poder de los egipcios” (Ex 3,7-8). Notemos un detalle importante. Israel sufre en Egipto, pero antes de que ofrezca sacrificios complejos implorando la salvación, el Señor se adelanta a liberarlo. El Señor se adelanta a liberar a Israel porque Dios se adelanta siempre a amarnos. El Señor nos ama antes de que le conozcamos:  ¡Dios nos ama primero! (cf. 1Ju 4,1).

    Las religiones antiguas muestran al hombre angustiado ante los avatares de la vida. El hombre oprimido ofrece sacrificios para conquistar el favor de Dios y obtener su ayuda en las dificultades. Israel también padece oprobio en Egipto. Pero, y ahí radica la diferencia, no es Israel quien conquista el favor de Dios con sacrificios, es el Señor quien escucha el clamor de su pueblo y se adelanta amarlo y liberarlo (Ex 3,7-9).

    Nuestro Dios no es indiferente ante el sufrimiento humano: “Los israelitas, esclavizados, gemían y clamaban, y sus gritos de socorro llegaron a Dios [...] Dios se fijó y comprendió su situación” (Ex 2,23-25). Desde la perspectiva divina “comprender una situación de opresión” no implica sólo entenderla racionalmente. Desde la óptica divina “comprender” significa “comprometerse” en la liberación de quien sufre.

     El Señor se compromete de muchas maneras, pero la forma privilegiada del compromiso divino pasa a través del compromiso humano en la liberación de quien padece. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,27); y es, por tanto, quien vigila en nombre de Dios el deambular de la sociedad para estructurarla a imagen y semejanza del creador.

    El Señor elige a Moisés, un hombre, para liberar a los israelitas oprimidos. Dios le da una orden taxativa: “Ve, pues, yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas” (Ex 3,10). Moisés no se siente preparado para la misión encomendada por Dios. Pero el Señor le regala la fuerza necesaria para llevar adelante el proyecto liberador: “Yo estaré contigo” (Ex 3,13). Demasiadas veces pensamos que los proyectos de Dios salen adelante sólo con las fuerzas humanas, y no es verdad. Los proyectos de Dios triunfan cuando utilizamos las herramientas de Dios: la humildad, la plegaria, la entrega, la gracia, etc.

    El Señor no promete a Moisés una fuerza teórica sino una energía eficaz para llevar adelante el plan divino. Dice Dios a Moisés: “ésta será la señal de que yo te he enviado; cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en este monte” (Ex 3,13). El monte donde se halla Moisés es el Horeb (Ex 3,1); cuando Moisés ha sacado a los israelitas de Egipto se detiene mucho tiempo en el monte Sinaí (Ex 19-Num 10,11). En el Sinaí, el Señor entrega al pueblo por mediación de Moisés las Tablas de la Ley, y prescribe muchas normas cultuales y sociales.

     La localización geográfica del Horeb y del Sinaí sigue siendo incierta, pero la tradición bíblica identifica ambas montañas (Dt 5,2). Ambas constituyen el monte de Dios; el Señor envía a Moisés desde una montaña, el Horeb, y recibirá el culto agradecido del pueblo liberado en la misma montaña, el Sinaí.

    Moisés se entrega al Señor y con la fuerza divina emprende la tarea liberadora. Vuelve a Egipto, habla con el faraón, recibe la ayuda de su hermano Aarón, constriñe al faraón mediante las plagas, celebra la Pascua, sale de Egipto con el pueblo liberado, divide las aguas del mar que atraviesa junto a los israelitas, cruza el desierto, lleva al pueblo hasta las estepas de Moab, y muere en la cima del monte Nebo contemplando la Tierra Prometida (Ex 4-Dt 34). Durante el camino son innumerables las ocasiones en que Moisés recurre al Señor para recibir su fuerza y perseverar en el camino. No nos fiemos sólo de nuestras fuerzas, nuestra gran fuerza es la presencia en nosotros del Dios liberador.

g. El prodigio del Éxodo

       El Éxodo implica dos acontecimientos: la salida de los israelitas de Egipto y el camino por el desierto hasta alcanzar la Tierra Prometida. La Biblia narra la salida de los israelitas de Egipto de forma exuberante: “Los israelitas partieron de Rameses hacia Sucot; eran unos seiscientos mil los que iban a pie, sin contar a las mujeres y a los niños. Partió también con ellos una gran muchedumbre de gentes con ovejas y vacas en gran cantidad” (Ex 12,37-38). Aparece aun otro elemento: “Siguiendo la orden de Moisés, los israelitas pidieron a los egipcios vestidos y objetos de plata y oro [...] así despojaron a los egipcios” (Ex 12,35-36). La lectura antigua de la Biblia entendía esos datos literalmente. Pero hagámonos algunas preguntas.

    Los israelitas recién salidos de Egipto deben cruzar la península del Sinaí antes de llegar a la Tierra Prometida. La península constituye un desierto árido, donde sólo pueden subsistir grupos humanos reducidos. ¿Pueden cruzar a la vez el desierto del Sinaí seiscientos mil hombres, sin contar las mujeres y niños? Si consideramos la gran muchedumbre de gente que les acompañaba, llegamos a una contradicción. En el desierto del Sinaí no hay agua ni comida suficiente para alimentar a tanta gente durante cuarenta años (cf. Num 14,33). ¿Puede una multitud de vacas encontrar pastos en un desierto baldío? ¿Es creíble que los esclavos israelitas pidieran a sus dueños egipcios oro y plata, y estos les regalaran los metales preciosos sin objeción alguna?

     Además, cuando analizamos el itinerario del éxodo expuesto en la Biblia (Num 33) aparecen dos paradojas. Por una parte, muchas localidades citadas en Num 33 no han sido localizadas por los geógrafos ni excavadas por los arqueólogos. Por otra parte, el itinerario de Num 33 ubica algunas localidades como si fueran vecinas cuando están muy alejadas entre sí en la península del Sinaí. Esas cuestiones y algunas otras, llevaron a los investigadores a profundizar en la realidad histórica del Éxodo.

    Los estudiosos observaron la existencia de textos donde la salida de los israelitas de Egipto aparece como una huida, mientras otros pasajes la describen como una expulsión. Y de ahí dedujeron la existencia de dos éxodos distintos, cuyas descripciones se entrelazaron después al redactarse la historia de Israel. Los arqueólogos denominaron al primer éxodo de Egipto éxodo-expulsión, y al segundo éxodo-huída.

    El éxodo-expulsión habría acontecido entorno al año 1550 aC, tras una historia compleja. Los hiksos eran un pueblo de raza semita que ocuparon casi todo Egipto por el año 1720 aC. Sin embargo los faraones pudieron refugiarse en el sur de Egipto; y, con el paso del tiempo emprendieron la reconquista del país, hasta que en el año1552 retomaron el poder expulsando a los hiksos. Aprovechando la presencia de los hiksos,  los hijos de Jacob, también de raza semita, llegaron a Egipto ocupando el territorio de Gosén. Pero cuando el faraón Kamoses expulsó a los hiksos también echó a la mayor parte de los descendientes de Jacob asentados en el país del Nilo. Los descendientes de Jacob tomaron la ruta que cruza la zona norte de la península del Sinaí, y penetraron en el país de Canaán por el sur.

    El éxodo-huida podría situarse por el año 1250 aC. Tras la expulsión de la mayoría de los hijos de Jacob, habría permanecido en Egipto una minoría relevante de israelitas: escribas, administradores y comerciantes. Entorno al año 1250 aC se habría producido en Egipto un concatenación de catástrofes naturales, delineadas en la Biblia mediante el relato de las plagas. Aprovechando la desgracia de los egipcios, algunos israelitas al mando de Moisés habrían conspirado contra el poder faraónico, pero al ser descubierta su intriga habrían tenido que huir de Egipto. Emprenderían la huida a través de la zona norte de la península del Sinaí, se dirigirían luego hasta la zona sur; y, finalmente, al mando de Josué entrarían en Canaán por el este tras cruzar el Jordán.

    La hipótesis del doble éxodo es interesante pero está repleta de conjeturas; y, lentamente se ha ido descartando. Ciertamente tuvo lugar el éxodo de los israelitas esclavos en Egipto hasta el país de Canaán, pero aconteció de una forma distinta a la expuesta por la teoría del doble éxodo.

    Los israelitas vivían en Egipto como esclavos, pero también como obreros y soldados mercenarios. Los obreros con el tiempo podían adquirir un mejor nivel de vida. Los soldados se licenciaban al final de su servicio. Los esclavos podían emanciparse valiéndose de las turbulencias políticas frecuentes en el imperio de los faraones. De ese modo y lentamente, los israelitas regresaban al país de Canaán donde residían sus hermanos. En el conjunto de esta lenta salida debió producirse algún suceso político en el que un personaje destacado, Moisés, salió de Egipto con un grupo israelita. Moisés y sus acompañantes anduvieron por el desierto del Sinaí donde experimentaron la presencia del Señor, y se comprometieron a llevar una existencia acorde con los mandamientos divinos.

    La Biblia no es un libro de historia en el sentido moderno del término. La Biblia contempla los acontecimientos desde la perspectiva de la fe. Por eso donde la razón percibe sólo la casualidad, la Escritura descubre la providencia de Dios en favor del ser humano.

    El acontecimiento del éxodo fue un entresijo de sucesos económicos, políticos y sociales que propiciaron la liberación de los israelitas de Egipto. La Biblia no circunscribe la comprensión de los hechos a los factores variables de la situación social. La Sagrada Escritura percibe en la liberación de los israelitas la actuación privilegiada de Dios en la historia del pueblo hebreo; actuación realizada por mediación de Moisés, en nombre de Dios. Así lo atestigua la fe israelita aludida antes en el “Pequeño Credo Histórico de Israel”: Dt 6,20-24; 26,5-9; Jos 24,2-13.


4. Síntesis y aplicación a la vida

    El acontecimiento central del AT estriba en la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto. El Señor liberó a su pueblo y lo condujo hasta la Tierra Prometida por mediación de Moisés. La tierra regalada por el Señor a su pueblo es la misma que prometió a Abrahán, Isaac y Jacob.

    La centralidad del acontecimiento del éxodo y de la figura de Moisés es crucial en todo el AT. La Biblia resalta por todas partes la figura de Moisés; pero, tal vez, el mejor elogio provenga del libro del Deuteronomio: “No ha vuelto a surgir en Israel un profeta semejante a Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara. Nadie ha vuelto a hacer los milagros y maravillas que el Señor le mandó hacer en el país de Egipto ante el faraón, sus siervos y su territorio. No ha habido nadie tan poderoso como Moisés, pues nadie ha realizado las grandes hazañas que él realizó a la vista de todo Israel” (Dt 34,10-12).

    Moisés libera al pueblo esclavizado y traba una amistad personal con el Señor. Según la mentalidad antigua, la percepción del significado del nombre de alguien implicaba la existencia de una relación profunda entre ambas personas.

    Moisés descubre el nombre de Dios desde una doble perspectiva. Por una parte, el Señor se manifiesta como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (Ex 3,6.15). Utilizando esa forma de hablar, el Señor se revela a Moisés como el Dios amigo: el Dios que acompañó a los patriarcas es el mismo que habla a Moisés desde la zarza. Por otra parte al descubrirse a Moisés como “Yo soy el que soy” (Ex 3,14), le manifiesta su compromiso de trasformar con amor apasionado al pueblo esclavizado convirtiéndolo en el pueblo liberado.

    Yahvé es el Dios que libera, no sólo salvó a Israel de Egipto, sino que también nos libera hoy. Sentirse liberado significa creer que Dios nos ha ganado para sí, nos ha amado primero. Significa confiar en que si nos mantenemos fieles al Dios del amor, luchando por la liberación de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, no habrá contrariedad capaz de aniquilarnos para siempre.


martes, 5 de agosto de 2014

MOISÉS I. VOCACIÓN Y MISIÓN



PRIMERA PARTE


Francesc Ramis Darder


El Señor actúa en nuestra vida mediante su palabra liberadora. Dios llamó a Abrán desde la situación idolátrica simbolizada por la ciudad de Ur de los caldeos, para conducirle al país de Canaán, donde se encontró con el Señor. La llamada de Dios al patriarca se completó con la bendición divina, concretada en la promesa de la gran descendencia y la posesión de la Tierra Prometida. Pero la actuación de Dios en favor del hombre no se limita a la llamada y a la bendición. Dios se compromete especialmente con el ser humano cuando le libera de la opresión. El Señor es el Dios liberador.

El acontecimiento privilegiado de la actuación liberadora de Dios a lo largo del AT es la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Vamos a detenernos en este suceso, y en la figura de Moisés, el mediador del proyecto liberador de Dios. La historia del éxodo es amplia. Por eso nos centraremos en el pasaje donde figura la llamada de Dios a Moisés, el anuncio de la liberación del pueblo esclavizado, y la promesa de la Tierra Prometida a los israelitas recién salidos de Egipto: Ex 3,1-15.


1. La figura de Moisés en el marco de la liberación de Israel esclavo en Egipto

La liberación de Israel de la esclavitud de Egipto constituye el acontecimiento central del AT. Si elimináramos las referencias a la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, la Antigua Alianza perdería gran parte de su sentido religioso; pues carecería en gran medida de la presencia del Dios liberador.

Los israelitas compusieron una profesión de fe donde destacaron la liberación de la esclavitud de Egipto como el suceso crucial de su historia. El credo de Israel aparece en varias ocasiones en el AT. Los estudiosos han denominado a esos pasajes “Pequeño Credo Histórico de Israel”: Dt 6,20-24; 26,5-9; Jos 24,2-13.

Leamos un breve retazo: “Nosotros éramos esclavos del faraón de Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte. El Señor hizo a nuestros ojos milagros y prodigios grandes y terribles en Egipto, ante el faraón y toda su corte. Y a nosotros nos sacó de allí para introducirnos y darnos la tierra que había prometido a nuestros antepasados” (Dt 6,21-23). El credo que acabamos de leer destaca dos aspectos: la liberación de la esclavitud, y el don de la tierra a la descendencia de Abrahán (cf. Gen 12,7).

La Biblia relata con detalle la historia de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto. El Señor, por mediación de Moisés y su hermano Aarón, sacó a Israel de Egipto (Ex 3,1-15,21). Los egipcios persiguieron a los israelitas por el desierto hasta acorralarlos junto al mar. Moisés extendió su mano sobre el mar y el Señor mediante un recio viento del este empujó el mar, dejándolo seco y partiendo en dos las aguas (Ex 14,21). El pueblo cruzó el mar a pie enjuto sobre la tierra seca (Ex 14).

Tras cruzar el mar, el pueblo emprendió la ruta del desierto. El Señor acompañó a su pueblo a través de la aridez del yermo. Le alimentó con el maná y las codornices, y volvió dulces las aguas amargas de Mará para calmar la sed de los israelitas (Ex 15,22-18,27). El pueblo continuó su camino hasta llegar al monte Sinaí, donde el Señor entregó a los israelitas las tablas de la Ley por mediación de Moisés (Ex 20,1-17).

Moisés condujo a los israelitas hasta la entrada de la Tierra Prometida. El Señor mostró a Moisés, desde la cima del monte Nebo, la tierra de promisión (Dt 34,1), advirtiéndole: “Esta es la tierra que prometí a Abrahán, Isaac y Jacob, diciendo: Se la daré a tu descendencia. Te la hago ver con tus ojos, pero tú no entrarás en ella” (Ex 34,4). Tras contemplar la Tierra Prometida, Moisés murió en el valle de Moab que circunda el monte Nebo, y fue enterrado allí (Dt 34,5).

Tras la muerte de Moisés, Josué devino el jefe del pueblo liberado (Dt 34,9). Bajo su mando los israelitas cruzaron el río Jordán (Jos 3,1-4,9), conquistaron la ciudad de Jericó (Jos 6), y tras numerosas batallas tomaron posesión de la tierra de Canaán. Una vez conquistada la tierra y repartida entre las tribus, Josué convocó a todos los israelitas en la asamblea celebrada en la ciudad de Siquén (Jos 24). Allí el pueblo liberado manifestó su adhesión al Señor. Los israelitas exclamaron con emoción: “El Señor es nuestro Dios; él fue quien nos sacó de Egipto a nosotros y a nuestros padres [...] por tanto serviremos al Señor nuestro Dios y obedeceremos su voz” (Jos 24,17.24).

El relato de la vocación narra la llamada de Dios a Moisés para comprometerle en el proceso liberador del pueblo hebreo (Ex 3,1-15). Cuando Dios nos llama es para implicarnos en su proyecto liberador en favor de la humanidad. No leamos el texto referente a la llamada y misión de Moisés asépticamente, sintamos como el Señor nos elige también a nosotros para participar en su proyecto de vida.


2. Lectura del texto: Ex 3,1-15

Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Trashumando por el desierto llegó al Horeb, el monte de Dios, y allí se le apareció un ángel del Señor, como una llama que ardía en medio de una zarza. Al fijarse, vio que la zarza estaba ardiendo pero no se consumía.

Entonces Moisés dijo: “Voy a acercarme para contemplar esta maravillosa visión, y ver por qué no se consume la zarza”.

Cuando el Señor vio que se acercaba para mirar, le llamó desde la zarza: “¡Moisés! ¡Moisés!

El respondió: Aquí estoy.

Dios le dijo: “No te acerques; quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado”.

Y añadió: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”.

Moisés se cubrió el rostro, porque temía mirar a Dios.

El Señor siguió diciendo: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias. Voy a bajar para librarlo del poder de los egipcios. Lo sacaré de este país y lo llevaré a una tierra nueva y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, a la tierra de los cananeos, hititas, amorreos, pereceos, jeveos y jebuseos. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a que los egipcios los someten. Ve, pues; yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas.

Moisés dijo al Señor: ¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar de Egipto a los israelitas?

Dios le respondió: “Yo estaré contigo, y ésta será la señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en este monte”.

Moisés replicó a Dios: “Bien, yo me presentaré a los israelitas y les diré: El Dios de vuestros antepasados me envía a vosotros. Pero si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé?”.

Dios contestó a Moisés: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros”.

Y añadió: “Así dirás a los israelitas: El Señor, el Dios de vuestros antepasados, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre, así me recordarán de generación en generación”.


3. Elementos del texto

a. Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró

Los padres de Moisés pertenecían a la tribu de Leví (Ex 2,19), se llamaban Amrán y Yocabed (Ex 6,20). La tribu de Leví gozaba de ciertas particularidades. Tras la conquista de Canaán no recibieron territorios, sólo disponían de algunas ciudades donde habitar (Jos 21). Sin embargo no estaban desamparados económicamente. Oficiaban el culto de la comunidad israelita y recibían donativos como signo de agradecimiento. La riqueza de los levitas no consistía en la posesión de tierras. Estribaba en la certeza de sentirse la heredad privilegiada del Señor. Cuando el texto revela el origen levítico de Moisés, anuncia la sacralidad del personaje pues los levitas se consagraban al servicio del Señor.

Los israelitas habían llegado a Egipto de la mano de Jacob; y un hijo de Jacob, José, ministro del faraón, ofreció a su padre y a sus hermanos el territorio egipcio de Gosén para que lo habitaran. Los israelitas se multiplicaron tanto que el faraón temió su pujanza y decidió exterminarlos. Ordenó esclavizar a los hebreos (Ex 1,13), y ordenó arrojar al río a los varones recién nacidos (Ex 1,22).

Moisés debía ser arrojado al Nilo, pero gracias a la astucia de su madre y de su hermana, fue adoptado por la hija del faraón (Ex 3,10). Siendo mayor, cierto día vio cómo un egipcio maltrataba a un hebreo. Moisés mató al egipcio. Al enterarse el faraón persiguió a Moisés, y él, asustado, huyó al país de Madián para buscar refugio.

Los madianitas constituían una confederación de caravaneros que recorrían las dos orillas del golfo de Áqaba. En Madián, Moisés contrajo matrimonio con Séfora, y engendró a su hijo Güerson. Notemos que el suegro de Moisés recibe diversos nombres: Ragüel (Ex 2,1); Jetró (Ex 3,1; 4,18,1.5.5.12) y Jobab (Jue 1,16; 4,11). Esa discrepancia en los nombres recalca que el Pentateuco no se escribió de un tirón, sino durante un largo período de tiempo en que los redactores recababan información en diferentes lugares. El nombre del suegro de Moisés más frecuente es Jetró, sacerdote de Madián. El hecho de que Jetró sea sacerdote le sitúa en una posición semejante a la de Moisés, quien procede de una familia levítica.

b. El Horeb, el monte de Dios

Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró y llegó al Horeb, el monte de Dios. El AT contemplaba la montaña como un lugar sagrado; pues al estar más cerca del cielo posibilitaba el diálogo diáfano entre el hombre y Dios. Grandes acontecimientos narrados por la Biblia acontecen sobre una montaña: El Señor establece la alianza con su pueblo en el monte Sinaí (Ex 19,1-14), y Jesús se transfigura ante los discípulos sobre un monte (Mc 9,2-13), que la tradición cristiana ha identificado con el Tabor.

Moisés llegó al Horeb, pero ¿dónde está este monte?

Los geógrafos no han determinado la posición del Horeb, como tampoco han establecido la del Sinaí. La tradición bíblica parece incluso identificar ambas montañas (Dt 5,2). Pero al identificarlas surge una aparente contradicción. Por una parte el Señor entregó las tablas de la Ley a Moisés en Sinaí (Ex 19-20) que la tradición sitúa, preferentemente, en la zona sur la península del Sinaí. Por otra Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró en la zona de Madián en la cual parece estar el monte Horeb. ¿Pudo Moisés pastorear un rebaño a través de un espacio tan vasto como el situado entre Madián y el sur de la península del Sinaí; siendo, además, el territorio un desierto duro?

El interés de los autores bíblicos no radica en la exactitud de los detalles cartográficos. La importancia del Horeb no se debe a su magnificencia geográfica, sino al hecho de ser “el monte de Dios” (Ex 3,1). La significación del Horeb y del Sinaí estriba en que son los lugares del encuentro personal entre Dios y Moisés.

La cima de una montaña es silenciosa, y permite contemplar una panorámica espléndida. Podemos encontrarnos con Dios en todas partes, pero un lugar privilegiado es la cumbre de una montaña. Tal vez no podamos ascender físicamente a la cima; pero interiormente podemos alcanzar los mismos resultados. Coronar la cima de nuestro corazón significa penetrar en nosotros mismos, para contemplar en silencio la panorámica de nuestra vida. Cuando guardamos silencio ante el horizonte de nuestra existencia, percibimos la voz de Dios que nos habla desde el hondón del alma.

c. La vocación de Moisés

llega al monte Horeb. El texto bíblico señala la importancia del Horeb al denominarlo “el monte de Dios” (Ex 3,1). Pero además la sacralidad de la montaña queda recalcada cuando Dios dice a Moisés: “Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado? (Ex 3,6). La santidad del lugar permite intuir la importancia de la misión que Dios encomendará a Moisés.

La relación entre Dios y Moisés se establece mediante el ángel del Señor (Ex 3,2). La palabra “ángel” procede de la lengua griega y significa “mensajero”. Los ángeles revelan a los hombres los designios divinos (cf. Jue 6,11), pero no se limitan a eso. El libro de Job los describe como la corte celestial, llamándoles “los hijos de Dios” (Job 21,6a). Los ángeles son mensajeros de la divinidad y participan de la proximidad divina. No son simplemente transmisores del mensaje divino, sino portadores de la buena noticia cargada con la fuerza liberadora de Dios. Uniendo ambos matices, podemos afirmar que los ángeles simbolizan un “don” de Dios al hombre. El mejor “don” de Dios consiste en la ocasión ofrecida al ser humano para que pueda encontrarse personalmente con Él.

Estamos acostumbrados a contemplar representaciones de ángeles alados. Sin embargo el ángel que figura en Ex 3,2 no tiene alas; es “como una llama que ardía en medio de una zarza [...] que estaba ardiendo pero no se consumía” (Ex 3,2). Sorprendido ente el prodigio, Moisés se acerca para contemplar la maravillosa visión; y, entonces, Dios aprovecha la oportunidad para llamarle desde la zarza (Ex 3,4). El ángel simboliza la “ocasión” que el Señor ofrece a Moisés para llamarle y encomendarle después la tarea liberadora. Hasta la “ocasión” propiciada por la zarza, el texto bíblico no ha revelado ninguna relación entre Dios y Moisés (Ex 2,1-21; 3,1a). Pero a partir de la experiencia de la zarza comenzará la relación personal entre el Señor y Moisés.

Los ángeles simbolizan las “ocasiones” que Dios ofrece en cada recodo de la vida para trabar una relación personal con nosotros. Cuando aprovechamos la ocasión permitimos al Señor convertirse en nuestro amigo. Y la amistad personal con el Señor permite que brote desde nuestro corazón la fuerza liberadora de Dios. Preguntémonos con sinceridad: a lo largo del día ¿sabemos aprovechar las ocasiones que Dios nos regala para ahondar su amistad con nosotros?

Moisés se acerca atónito hacia la zarza. La tradición cristiana ha captado en el prodigio de la zarza que arde sin consumirse un gran contenido simbólico. La zarza simboliza los creyentes que siguen al Dios liberador. Muchas son las dificultades de la vida que, como el fuego de la zarza, queman nuestra existencia. Quien persevera en el seguimiento del Dios liberador siente en su carne el quemazón de los ídolos de muerte: poder, dinero, prestigio. Sin embargo el cristiano cree que por duro que sea el resquemor de la vida, su existencia nunca llegará a consumirse porque a su lado está la presencia del Dios que libera.

Moisés aprovecha la ocasión que le brinda Dios a través de la zarza; saca partido de la oportunidad que Dios le regala para encontrarse personalmente con él. Moisés no huye ante la presencia misteriosa de la zarza ardiendo, se fija en ella y se acerca a contemplarla. Dios está presente en cada acontecimiento de nuestra vida. Pero para encontrarnos con Él no podemos huir de la realidad que envuelve nuestra existencia. Necesitamos fijarnos en la realidad y contemplarla. Por eso Moisés no huye, se acerca y mira la zarza.

Desde la zarza Dios llama a Moisés por su nombre: “¡Moisés! ¡Moisés! (Ex 3,4). En la mirada de Dios no existen personas anónimas. El Señor nos conoce personalmente por nuestro propio nombre.

El apelativo “Moisés” es un nombre de origen egipcio, pero la Biblia le otorga un significado catequético. La hija del faraón descubrió junto a los juncos del Nilo una cestilla embarrancada en cuyo interior había un niño hebreo. Cuando el niño se hizo mayor la princesa lo adoptó como hijo y “le dio el nombre de Moisés, diciendo: yo lo saqué de las aguas” (Ex 2,10).

La palabra hebrea que hemos traducido utilizando el término “diciendo”, también puede entenderse como “que significa”; y la locución “yo lo saqué de las aguas” podría interpretarse como “salvado de las aguas”. De ese modo podríamos entender: “le dio el nombre de Moisés que significa: salvado de las aguas” (Ex 2,10). Ésa es la traducción clásica que figura, correctamente, en algunas traducciones bíblicas.

Sin embargo el nombre “Moisés” no significa “salvado de las aguas”, ni “yo lo salvé de las aguas”; esas son buenas interpretaciones catequéticas ofrecidas por la Biblia. Moisés es un nombre egipcio. Muchos nombres egipcios acaban con la palabra “Mosés”, término de significado idéntico a “Moisés”. Thutmosés es el nombre del faraón reinante entre 1506-1494 aC. La palabra “Thutmosés” se descompone en dos: “Thut” y “Mosés”. El termino “Thut” se refiere al dios egipcio “Thot”, y “Mosés” significa aproximadamente “se ha manifestado el dios”. De ese modo la palabra “Thutmosés” quiere decir “se ha manifestado el dios Thot”.

La palabra “Moisés”, referida al libertador de los israelitas esclavos en Egipto, es la segunda parte del nombre egipcio que significa “se ha manifestado el dios”. No sabemos cual era la palabra que precedía al nombre de Moisés, pero el término “Moisés” deja clara la naturaleza egipcia del nombre.

Fijémonos en un detalle importante. Moisés tiene un nombre egipcio, pero Dios le elige para liberar a los israelitas esclavos en el país del Nilo. Dios no hace acepción de personas, dirige su llamada a toda persona de buena voluntad. Quien participa en el proceso de liberación humana, participa en el proyecto liberador de Dios en favor de la humanidad.

La llamada de Dios a Moisés es insistente, por dos veces pronuncia su nombre con voz potente: “¡Moisés! ¡Moisés!” (Ex 3,4). La duplicidad del nombre de Moisés expresa la constancia divina en llamarnos. Un caso semejante aparece en el relato de la vocación de Samuel, donde el Señor llama al joven cuatro veces, y en dos repite su nombre: “¡Samuel!, ¡Samuel!” (1Sam 3,4.10). Y Samuel responde a la llamada del Señor diciendo: “Aquí estoy” (1Sam 3,16). La misma respuesta de Moisés a Dios que le llama desde la zarza: “Aquí estoy” (Ex 3,4).

La locución “aquí estoy” significa que Moisés deposita la confianza en Dios y se dispone a servirle. La disponibilidad y la confianza en Dios permitirán a Moisés liberar a Israel de Egipto; y a Samuel, mucho más tarde, gobernar el país como juez y ungir después a David como rey (1Sam 16,13). Nuestra respuesta a la llamada de Dios no puede ser otra sino la confianza y la docilidad a su palabra liberadora.