Francesc Ramis Darder
“Para mi
la felicidad consiste en estar junto a Dios; por eso me refugio en el Señor
para poder contar sus maravillas” (Sal 73,28). Este versículo del Salterio
es un buen ejemplo del testimonio cristiano. Durante la vida suele preocuparnos
aquello que podemos hacer por Dios y el prójimo, pero y por mucho que hagamos
siempre nos sabe a poco. Sin embargo, lo más importante no es aquello que
podemos hacer por Dios, lo crucial estriba en percatarnos de lo que Dios hace
por nosotros.
El
cristiano comprende su vida como el tejido nacido de los dedos de Dios (cf. Sal
139,13), o como la cerámica modelada en el torno del Señor (cf. Jr 18). El
cristiano forjado por Dios deviene semilla del Reino en medio del mundo. Al
contemplar la vida como resultado de la tarea de Dios en nosotros, nos convertimos
en la buena tierra (cf. Mt 13,8) donde crece la Palabra, o en la levadura que
transforma la sociedad a imagen de las Bienaventuranzas (cf. Mt, 5,1-11;
13,33).
La vida de
Pablo relata la experiencia de una historia entretejida en el telar de Dios.
Nació en Tarso de Cilicia (Hch 22,6) y, como judío de la diáspora, pertenecía a
la tribu de Benjamín (Rom 11,1). Poseía la ciudadanía romana, indicativo de
pertenencia a la clase distinguida. Al nacer, recibió junto al nombre judío de
“Saulo” el nombre romano de “Pablo” (Hch 13,9). La vida en la ciudad de Tarso
le familiarizó con la lengua, la cultura y la religión griega y romana.
Aprendió el oficio de fabricante de tiendas (Hch 18,3). Durante toda la vida
padeció el dolor provocado por una enfermedad crónica (Ga 4,13; 2Col 12,7).
Educado en la más estricta religiosidad judía (Fl 3,5) fue enviado a la escuela
de Gamaliel. Asimiló la mentalidad rabínica, y se convirtió en ferviente
defensor del judaísmo y en fariseo ejemplar (Hch 22,3; Ga 1,14).
La vida de
Pablo está marcada por dos momentos en
que Dios trasformó de raíz su corazón: El encuentro personal con el Señor en el
camino de Damasco y la predicación en el Areópago de Atenas.
1º. El camino de Damasco (Hch 9,1-19).
Pablo como
fariseo ejemplar perseguía a los cristianos: “Saulo, que perseguía
amenazando de muerte a los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote
y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, con el fin de llevar
encadenados a Jerusalén a cuantos seguidores de este camino, hombres o mujeres,
encontrara” (Hch 9,1-2). Camino de
Damasco “un resplandor del cielo” lo envolvió; Pablo cayó a tierra y oyó
una voz que decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,3).
¿Quién es la
luz y de dónde procede la voz?
En el Nuevo
Testamento, a menudo, la palabra “luz” revela la presencia de Dios: el
sacerdote Zacarías, en el Templo, dice refiriéndose al Señor “por la
misericordia entrañable de nuestro Dios nos visitará un sol que nace de lo alto
para iluminar a los que viven en
tinieblas” (Lc 1,78); y Juan en el Prólogo del Evangelio afirma respecto de
la Palabra: “Pero la Palabra era la luz verdadera, que con su venida al
mundo ilumina a todo hombre” (Ju 1,9). Jesús, el Señor, es la luz que
ilumina a todo hombre, y el sol que viene de lo alto y da cobijo a la
existencia humana.
La
experiencia de Pablo prueba la certeza de que Dios nos ha amado primero (1Jn
4,10). El Señor, sin que Pablo lo hubiera pedido, envuelve al futuro apóstol
con su luz y le dirige la palabra. Pablo, atónito, pregunta: “¿Quién eres,
Señor? (Hch 9,5). La utilización del término “Señor” para dirigirse a la
voz que le habla contiene un significado profundo.
El Antiguo
Testamento muestra cómo la expresión “Señor”, cuando se dirige Dios, constituye
siempre la expresión de la fe que delata la presencia divina junto al ser
humano (Gn 15, 2; Is 40, 10; Ez 4, 14). Tras el sonido de la voz, Pablo entrevé
la presencia de Dios y por eso pregunta: “¿Quién eres, Señor?”.
La voz
responde a Pablo diciéndole: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch
9,5). De la misma manera que el Antiguo Testamento se dirige a Dios con el
término “Señor”, el Nuevo Testamento reconoce a Jesús como “el Señor” (Hch
11,20; 15,26). Percibir en la persona de Jesús la presencia del Señor supone
penetrar en la intimidad de Cristo (cf. Hch 7,54-59), y descubrir en la figura
del carpintero de Nazaret la identidad de quien confiere sentido pleno a
nuestra vida (Hch 15,11).
Notemos un
detalle importante. Pablo perseguía a los cristianos, pero la voz afirma: “Yo
soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5). Pablo perseguía a la Iglesia,
pero Jesús le asegura que le persigue a Él mismo. El texto identifica a Jesús
con la comunidad cristiana perseguida. Esas palabras del Señor marcarán para
siempre la vida de Pablo. La comunidad cristiana perseguida por su fidelidad al
Señor no es un grupo entre otros sino el Cuerpo de Cristo, el lugar
privilegiado donde palpita la presencia salvadora de Jesús resucitado (cf. Rom
12,1-8).
El seno de
la comunidad cristiana y los avatares del mundo son los lugares privilegiados
donde experimentemos la presencia de Jesús que nos convierte en discípulos suyos (1Cor 12,12-31). Quienes
acompañaban a Pablo le ayudaron a levantarse del suelo y le condujeron a
Damasco. Al llegar a la ciudad, la comunidad representada por Ananías acogió a
Pablo y lo convirtió en hermano (Hch 9,10-18).
2º. La predicación en Atenas (Hch 17,16-32).
Camino de
Damasco, Pablo experimentó la manera en que Dios modelaba su vida. El Señor se
ha adelantado a hablarle y le ha introducido en la Iglesia; pero la voz del
Señor es exigente, añade: “éste es un instrumento elegido para llevar mi
nombre a todas las naciones, a sus gobernantes, y al pueblo de Israel”; e
insiste aún “Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre”
(Hch 9,15-16). Pablo se lanza a dar testimonio de Jesús, pero aun debe aprender
que la vivencia evangélica implica la contradicción y el sufrimiento. La
predicación en la ciudad de Atenas le enseñará la lección y constituirá el
segundo momento en que Dios forjará los entresijos de su vida.
Detengámonos un instante para otear la forma en que el libro de los
Hechos describe el estilo de vida de los habitantes de Atenas: “Todos los
atenienses y los extranjeros que allí vivían no tenían más pasatiempo que
charlar sobre las últimas novedades” (Hch 17,21). Pablo dialoga, junto al
Areópago, con los filósofos epicúreos y estoicos que le escuchan sólo por
curiosidad y ganas de entretenerse. Mientras Pablo comenta algunos datos sobre
Jesús los filósofos escuchan atentos. Sin embargo, cuando anuncia que Jesús
vive y actúa en la vida de cada persona, se echan a reír y se burlan del
apóstol (Hch 17,31).
La disputa
de Atenas enseña a Pablo que el evangelio es mucho más que una teoría brillante
para distraer el ánimo en tiempo de ocio. El evangelio constituye un estilo de
vida que pasa por la cruz.
Tras la
experiencia de Atenas, cuando Pablo hable de Jesús no disertará sobre la
caricatura de Jesús, fácil y dulzona, que satisface la expectativa del
entretenimiento. Pablo dirá convencido: “nosotros predicamos a un Cristo
crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos; más
para los que han sido llamados, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría
de Dios” (1Cor 1,23-24).
La decisión
de dar testimonio de Cristo pasa por la contradicción y el conflicto con
quienes detentan el poder opresor, siembran la injusticia y manipulan la
Palabra de Dios. La vida de Pablo se convierte de ese modo en testimonio de
Cristo. Jugando con el modelo catequético podríamos decir que cuando
preguntaban a Pablo: “¿Qué testimonio das de Cristo?”; no respondía diciendo
“mirad la cantidad de cartas que he escrito, o fijaos en cuantos admiradores
tengo” como dirían, seguramente, los filósofos de Atenas.
Pablo
respondía diciendo: “cinco veces he recibido de los judíos los treinta y
nueve golpes de rigor; tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado,
tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en el mar [
...], los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros
provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas y de los paganos [...]
a menudo noches sin dormir, muchos días sin comer, pasando frío y desnudez”
( 2Cor 11,18-30). Toda esa tarea sacrificada la realizaba Pablo por su desvelo
en favor de las Iglesias que había fundado, decís el apóstol: “la
preocupación diaria que supone la solicitud por todas las Iglesias” (2Cor
11,28).
El amor
apasionado de Pablo consistía en acrecer las comunidades cristianas; y, a favor
de esa causa no escatimaba ningún esfuerzo. Sabía que en el corazón de las
comunidades palpitaba la presencia del Señor resucitado.
Pablo,
camino de Damasco, creyó en el Señor; y desde entonces, Jesús de Nazaret, se
convirtió en la luz definitiva que alumbró para siempre de la vida del apóstol.
Predicando a los atenienses experimentó que el cristianismo no es una ilusión
adolescente, sino la vivencia del amor que atraviesa el umbral de la cruz.
Pablo trasmite el testimonio cristiano que es capaz de contagiar la certeza de
que lo más importante de la vida es darnos cuenta de todo lo que Dios hace por
nosotros. Pablo experimentó que cuando el amor atraviesa la cruz es cuando la
vida cristiana refleja fielmente el rostro de Jesús de Nazaret, y esa es la
sabiduría de Dios (1Cor 1,23-24).
Algunos ecos de la
filosofía clásica que despuntan en el discurso de Pablo en el Areópago de
Atenas. La falsa creencia según la que Dios vive encerrado en los templos
(17,24ª; Plutarco: Mor. 1034b; Lucrecio: De Sacrif. 11). La
trascendencia absoluta de Dios respecto del ser humano (17,24b; Plutarco: Mor.
1052ª; Platón: Tim. 33-34; Séneca: Epist. 95,47). La
referencia a Dios como aquel en quien vivimos, nos movemos y existimos (17,28ª;
Platón: Tim. 37c; Plutarco: Mor. 477). La trascripción de la
primera mitad de un hexámetro del poeta Arato (17,28b; Arato: Faenomenon. 5;
alusión indirecta a Cleantes: Fragm. 537). La alusión a los dioses
desconocidos (Pausanias, I 1,14). La certeza de que Dios ha plantado una
semilla en el corazón del hombre para que pueda intuir la esencia divina
(17,27; Dión de Prusa: Or. XIII 28-30; Séneca: Espist. 41,1). La
crítica contra el culto idolátrico (17,29; Plutarco: Mor. 167; Máximo de
Tiro: X).
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