martes, 5 de agosto de 2014

MOISÉS I. VOCACIÓN Y MISIÓN



PRIMERA PARTE


Francesc Ramis Darder


El Señor actúa en nuestra vida mediante su palabra liberadora. Dios llamó a Abrán desde la situación idolátrica simbolizada por la ciudad de Ur de los caldeos, para conducirle al país de Canaán, donde se encontró con el Señor. La llamada de Dios al patriarca se completó con la bendición divina, concretada en la promesa de la gran descendencia y la posesión de la Tierra Prometida. Pero la actuación de Dios en favor del hombre no se limita a la llamada y a la bendición. Dios se compromete especialmente con el ser humano cuando le libera de la opresión. El Señor es el Dios liberador.

El acontecimiento privilegiado de la actuación liberadora de Dios a lo largo del AT es la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Vamos a detenernos en este suceso, y en la figura de Moisés, el mediador del proyecto liberador de Dios. La historia del éxodo es amplia. Por eso nos centraremos en el pasaje donde figura la llamada de Dios a Moisés, el anuncio de la liberación del pueblo esclavizado, y la promesa de la Tierra Prometida a los israelitas recién salidos de Egipto: Ex 3,1-15.


1. La figura de Moisés en el marco de la liberación de Israel esclavo en Egipto

La liberación de Israel de la esclavitud de Egipto constituye el acontecimiento central del AT. Si elimináramos las referencias a la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, la Antigua Alianza perdería gran parte de su sentido religioso; pues carecería en gran medida de la presencia del Dios liberador.

Los israelitas compusieron una profesión de fe donde destacaron la liberación de la esclavitud de Egipto como el suceso crucial de su historia. El credo de Israel aparece en varias ocasiones en el AT. Los estudiosos han denominado a esos pasajes “Pequeño Credo Histórico de Israel”: Dt 6,20-24; 26,5-9; Jos 24,2-13.

Leamos un breve retazo: “Nosotros éramos esclavos del faraón de Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte. El Señor hizo a nuestros ojos milagros y prodigios grandes y terribles en Egipto, ante el faraón y toda su corte. Y a nosotros nos sacó de allí para introducirnos y darnos la tierra que había prometido a nuestros antepasados” (Dt 6,21-23). El credo que acabamos de leer destaca dos aspectos: la liberación de la esclavitud, y el don de la tierra a la descendencia de Abrahán (cf. Gen 12,7).

La Biblia relata con detalle la historia de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto. El Señor, por mediación de Moisés y su hermano Aarón, sacó a Israel de Egipto (Ex 3,1-15,21). Los egipcios persiguieron a los israelitas por el desierto hasta acorralarlos junto al mar. Moisés extendió su mano sobre el mar y el Señor mediante un recio viento del este empujó el mar, dejándolo seco y partiendo en dos las aguas (Ex 14,21). El pueblo cruzó el mar a pie enjuto sobre la tierra seca (Ex 14).

Tras cruzar el mar, el pueblo emprendió la ruta del desierto. El Señor acompañó a su pueblo a través de la aridez del yermo. Le alimentó con el maná y las codornices, y volvió dulces las aguas amargas de Mará para calmar la sed de los israelitas (Ex 15,22-18,27). El pueblo continuó su camino hasta llegar al monte Sinaí, donde el Señor entregó a los israelitas las tablas de la Ley por mediación de Moisés (Ex 20,1-17).

Moisés condujo a los israelitas hasta la entrada de la Tierra Prometida. El Señor mostró a Moisés, desde la cima del monte Nebo, la tierra de promisión (Dt 34,1), advirtiéndole: “Esta es la tierra que prometí a Abrahán, Isaac y Jacob, diciendo: Se la daré a tu descendencia. Te la hago ver con tus ojos, pero tú no entrarás en ella” (Ex 34,4). Tras contemplar la Tierra Prometida, Moisés murió en el valle de Moab que circunda el monte Nebo, y fue enterrado allí (Dt 34,5).

Tras la muerte de Moisés, Josué devino el jefe del pueblo liberado (Dt 34,9). Bajo su mando los israelitas cruzaron el río Jordán (Jos 3,1-4,9), conquistaron la ciudad de Jericó (Jos 6), y tras numerosas batallas tomaron posesión de la tierra de Canaán. Una vez conquistada la tierra y repartida entre las tribus, Josué convocó a todos los israelitas en la asamblea celebrada en la ciudad de Siquén (Jos 24). Allí el pueblo liberado manifestó su adhesión al Señor. Los israelitas exclamaron con emoción: “El Señor es nuestro Dios; él fue quien nos sacó de Egipto a nosotros y a nuestros padres [...] por tanto serviremos al Señor nuestro Dios y obedeceremos su voz” (Jos 24,17.24).

El relato de la vocación narra la llamada de Dios a Moisés para comprometerle en el proceso liberador del pueblo hebreo (Ex 3,1-15). Cuando Dios nos llama es para implicarnos en su proyecto liberador en favor de la humanidad. No leamos el texto referente a la llamada y misión de Moisés asépticamente, sintamos como el Señor nos elige también a nosotros para participar en su proyecto de vida.


2. Lectura del texto: Ex 3,1-15

Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Trashumando por el desierto llegó al Horeb, el monte de Dios, y allí se le apareció un ángel del Señor, como una llama que ardía en medio de una zarza. Al fijarse, vio que la zarza estaba ardiendo pero no se consumía.

Entonces Moisés dijo: “Voy a acercarme para contemplar esta maravillosa visión, y ver por qué no se consume la zarza”.

Cuando el Señor vio que se acercaba para mirar, le llamó desde la zarza: “¡Moisés! ¡Moisés!

El respondió: Aquí estoy.

Dios le dijo: “No te acerques; quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado”.

Y añadió: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”.

Moisés se cubrió el rostro, porque temía mirar a Dios.

El Señor siguió diciendo: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias. Voy a bajar para librarlo del poder de los egipcios. Lo sacaré de este país y lo llevaré a una tierra nueva y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, a la tierra de los cananeos, hititas, amorreos, pereceos, jeveos y jebuseos. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a que los egipcios los someten. Ve, pues; yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas.

Moisés dijo al Señor: ¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar de Egipto a los israelitas?

Dios le respondió: “Yo estaré contigo, y ésta será la señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en este monte”.

Moisés replicó a Dios: “Bien, yo me presentaré a los israelitas y les diré: El Dios de vuestros antepasados me envía a vosotros. Pero si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé?”.

Dios contestó a Moisés: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros”.

Y añadió: “Así dirás a los israelitas: El Señor, el Dios de vuestros antepasados, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre, así me recordarán de generación en generación”.


3. Elementos del texto

a. Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró

Los padres de Moisés pertenecían a la tribu de Leví (Ex 2,19), se llamaban Amrán y Yocabed (Ex 6,20). La tribu de Leví gozaba de ciertas particularidades. Tras la conquista de Canaán no recibieron territorios, sólo disponían de algunas ciudades donde habitar (Jos 21). Sin embargo no estaban desamparados económicamente. Oficiaban el culto de la comunidad israelita y recibían donativos como signo de agradecimiento. La riqueza de los levitas no consistía en la posesión de tierras. Estribaba en la certeza de sentirse la heredad privilegiada del Señor. Cuando el texto revela el origen levítico de Moisés, anuncia la sacralidad del personaje pues los levitas se consagraban al servicio del Señor.

Los israelitas habían llegado a Egipto de la mano de Jacob; y un hijo de Jacob, José, ministro del faraón, ofreció a su padre y a sus hermanos el territorio egipcio de Gosén para que lo habitaran. Los israelitas se multiplicaron tanto que el faraón temió su pujanza y decidió exterminarlos. Ordenó esclavizar a los hebreos (Ex 1,13), y ordenó arrojar al río a los varones recién nacidos (Ex 1,22).

Moisés debía ser arrojado al Nilo, pero gracias a la astucia de su madre y de su hermana, fue adoptado por la hija del faraón (Ex 3,10). Siendo mayor, cierto día vio cómo un egipcio maltrataba a un hebreo. Moisés mató al egipcio. Al enterarse el faraón persiguió a Moisés, y él, asustado, huyó al país de Madián para buscar refugio.

Los madianitas constituían una confederación de caravaneros que recorrían las dos orillas del golfo de Áqaba. En Madián, Moisés contrajo matrimonio con Séfora, y engendró a su hijo Güerson. Notemos que el suegro de Moisés recibe diversos nombres: Ragüel (Ex 2,1); Jetró (Ex 3,1; 4,18,1.5.5.12) y Jobab (Jue 1,16; 4,11). Esa discrepancia en los nombres recalca que el Pentateuco no se escribió de un tirón, sino durante un largo período de tiempo en que los redactores recababan información en diferentes lugares. El nombre del suegro de Moisés más frecuente es Jetró, sacerdote de Madián. El hecho de que Jetró sea sacerdote le sitúa en una posición semejante a la de Moisés, quien procede de una familia levítica.

b. El Horeb, el monte de Dios

Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró y llegó al Horeb, el monte de Dios. El AT contemplaba la montaña como un lugar sagrado; pues al estar más cerca del cielo posibilitaba el diálogo diáfano entre el hombre y Dios. Grandes acontecimientos narrados por la Biblia acontecen sobre una montaña: El Señor establece la alianza con su pueblo en el monte Sinaí (Ex 19,1-14), y Jesús se transfigura ante los discípulos sobre un monte (Mc 9,2-13), que la tradición cristiana ha identificado con el Tabor.

Moisés llegó al Horeb, pero ¿dónde está este monte?

Los geógrafos no han determinado la posición del Horeb, como tampoco han establecido la del Sinaí. La tradición bíblica parece incluso identificar ambas montañas (Dt 5,2). Pero al identificarlas surge una aparente contradicción. Por una parte el Señor entregó las tablas de la Ley a Moisés en Sinaí (Ex 19-20) que la tradición sitúa, preferentemente, en la zona sur la península del Sinaí. Por otra Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró en la zona de Madián en la cual parece estar el monte Horeb. ¿Pudo Moisés pastorear un rebaño a través de un espacio tan vasto como el situado entre Madián y el sur de la península del Sinaí; siendo, además, el territorio un desierto duro?

El interés de los autores bíblicos no radica en la exactitud de los detalles cartográficos. La importancia del Horeb no se debe a su magnificencia geográfica, sino al hecho de ser “el monte de Dios” (Ex 3,1). La significación del Horeb y del Sinaí estriba en que son los lugares del encuentro personal entre Dios y Moisés.

La cima de una montaña es silenciosa, y permite contemplar una panorámica espléndida. Podemos encontrarnos con Dios en todas partes, pero un lugar privilegiado es la cumbre de una montaña. Tal vez no podamos ascender físicamente a la cima; pero interiormente podemos alcanzar los mismos resultados. Coronar la cima de nuestro corazón significa penetrar en nosotros mismos, para contemplar en silencio la panorámica de nuestra vida. Cuando guardamos silencio ante el horizonte de nuestra existencia, percibimos la voz de Dios que nos habla desde el hondón del alma.

c. La vocación de Moisés

llega al monte Horeb. El texto bíblico señala la importancia del Horeb al denominarlo “el monte de Dios” (Ex 3,1). Pero además la sacralidad de la montaña queda recalcada cuando Dios dice a Moisés: “Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado? (Ex 3,6). La santidad del lugar permite intuir la importancia de la misión que Dios encomendará a Moisés.

La relación entre Dios y Moisés se establece mediante el ángel del Señor (Ex 3,2). La palabra “ángel” procede de la lengua griega y significa “mensajero”. Los ángeles revelan a los hombres los designios divinos (cf. Jue 6,11), pero no se limitan a eso. El libro de Job los describe como la corte celestial, llamándoles “los hijos de Dios” (Job 21,6a). Los ángeles son mensajeros de la divinidad y participan de la proximidad divina. No son simplemente transmisores del mensaje divino, sino portadores de la buena noticia cargada con la fuerza liberadora de Dios. Uniendo ambos matices, podemos afirmar que los ángeles simbolizan un “don” de Dios al hombre. El mejor “don” de Dios consiste en la ocasión ofrecida al ser humano para que pueda encontrarse personalmente con Él.

Estamos acostumbrados a contemplar representaciones de ángeles alados. Sin embargo el ángel que figura en Ex 3,2 no tiene alas; es “como una llama que ardía en medio de una zarza [...] que estaba ardiendo pero no se consumía” (Ex 3,2). Sorprendido ente el prodigio, Moisés se acerca para contemplar la maravillosa visión; y, entonces, Dios aprovecha la oportunidad para llamarle desde la zarza (Ex 3,4). El ángel simboliza la “ocasión” que el Señor ofrece a Moisés para llamarle y encomendarle después la tarea liberadora. Hasta la “ocasión” propiciada por la zarza, el texto bíblico no ha revelado ninguna relación entre Dios y Moisés (Ex 2,1-21; 3,1a). Pero a partir de la experiencia de la zarza comenzará la relación personal entre el Señor y Moisés.

Los ángeles simbolizan las “ocasiones” que Dios ofrece en cada recodo de la vida para trabar una relación personal con nosotros. Cuando aprovechamos la ocasión permitimos al Señor convertirse en nuestro amigo. Y la amistad personal con el Señor permite que brote desde nuestro corazón la fuerza liberadora de Dios. Preguntémonos con sinceridad: a lo largo del día ¿sabemos aprovechar las ocasiones que Dios nos regala para ahondar su amistad con nosotros?

Moisés se acerca atónito hacia la zarza. La tradición cristiana ha captado en el prodigio de la zarza que arde sin consumirse un gran contenido simbólico. La zarza simboliza los creyentes que siguen al Dios liberador. Muchas son las dificultades de la vida que, como el fuego de la zarza, queman nuestra existencia. Quien persevera en el seguimiento del Dios liberador siente en su carne el quemazón de los ídolos de muerte: poder, dinero, prestigio. Sin embargo el cristiano cree que por duro que sea el resquemor de la vida, su existencia nunca llegará a consumirse porque a su lado está la presencia del Dios que libera.

Moisés aprovecha la ocasión que le brinda Dios a través de la zarza; saca partido de la oportunidad que Dios le regala para encontrarse personalmente con él. Moisés no huye ante la presencia misteriosa de la zarza ardiendo, se fija en ella y se acerca a contemplarla. Dios está presente en cada acontecimiento de nuestra vida. Pero para encontrarnos con Él no podemos huir de la realidad que envuelve nuestra existencia. Necesitamos fijarnos en la realidad y contemplarla. Por eso Moisés no huye, se acerca y mira la zarza.

Desde la zarza Dios llama a Moisés por su nombre: “¡Moisés! ¡Moisés! (Ex 3,4). En la mirada de Dios no existen personas anónimas. El Señor nos conoce personalmente por nuestro propio nombre.

El apelativo “Moisés” es un nombre de origen egipcio, pero la Biblia le otorga un significado catequético. La hija del faraón descubrió junto a los juncos del Nilo una cestilla embarrancada en cuyo interior había un niño hebreo. Cuando el niño se hizo mayor la princesa lo adoptó como hijo y “le dio el nombre de Moisés, diciendo: yo lo saqué de las aguas” (Ex 2,10).

La palabra hebrea que hemos traducido utilizando el término “diciendo”, también puede entenderse como “que significa”; y la locución “yo lo saqué de las aguas” podría interpretarse como “salvado de las aguas”. De ese modo podríamos entender: “le dio el nombre de Moisés que significa: salvado de las aguas” (Ex 2,10). Ésa es la traducción clásica que figura, correctamente, en algunas traducciones bíblicas.

Sin embargo el nombre “Moisés” no significa “salvado de las aguas”, ni “yo lo salvé de las aguas”; esas son buenas interpretaciones catequéticas ofrecidas por la Biblia. Moisés es un nombre egipcio. Muchos nombres egipcios acaban con la palabra “Mosés”, término de significado idéntico a “Moisés”. Thutmosés es el nombre del faraón reinante entre 1506-1494 aC. La palabra “Thutmosés” se descompone en dos: “Thut” y “Mosés”. El termino “Thut” se refiere al dios egipcio “Thot”, y “Mosés” significa aproximadamente “se ha manifestado el dios”. De ese modo la palabra “Thutmosés” quiere decir “se ha manifestado el dios Thot”.

La palabra “Moisés”, referida al libertador de los israelitas esclavos en Egipto, es la segunda parte del nombre egipcio que significa “se ha manifestado el dios”. No sabemos cual era la palabra que precedía al nombre de Moisés, pero el término “Moisés” deja clara la naturaleza egipcia del nombre.

Fijémonos en un detalle importante. Moisés tiene un nombre egipcio, pero Dios le elige para liberar a los israelitas esclavos en el país del Nilo. Dios no hace acepción de personas, dirige su llamada a toda persona de buena voluntad. Quien participa en el proceso de liberación humana, participa en el proyecto liberador de Dios en favor de la humanidad.

La llamada de Dios a Moisés es insistente, por dos veces pronuncia su nombre con voz potente: “¡Moisés! ¡Moisés!” (Ex 3,4). La duplicidad del nombre de Moisés expresa la constancia divina en llamarnos. Un caso semejante aparece en el relato de la vocación de Samuel, donde el Señor llama al joven cuatro veces, y en dos repite su nombre: “¡Samuel!, ¡Samuel!” (1Sam 3,4.10). Y Samuel responde a la llamada del Señor diciendo: “Aquí estoy” (1Sam 3,16). La misma respuesta de Moisés a Dios que le llama desde la zarza: “Aquí estoy” (Ex 3,4).

La locución “aquí estoy” significa que Moisés deposita la confianza en Dios y se dispone a servirle. La disponibilidad y la confianza en Dios permitirán a Moisés liberar a Israel de Egipto; y a Samuel, mucho más tarde, gobernar el país como juez y ungir después a David como rey (1Sam 16,13). Nuestra respuesta a la llamada de Dios no puede ser otra sino la confianza y la docilidad a su palabra liberadora.

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