lunes, 25 de mayo de 2015

MARÍA, MADRE DE JESÚS

                                                           Francesc Ramis Darder



     La figura de María siempre dirige nuestra vida hacia el seguimiento del evangelio. Recordemos, en este sentido, las palabras de María durante el banquete de las bodas de Caná (Ju 2,1-12). Cuando el vino se había terminado; María dice a quienes servían las mesas: “Haced lo que Él os diga” (Ju 2,5). El pronombre “Él” refiere la persona de Jesús; por eso María dice propiamente: ¡Hacedlo que Jesús os diga!

     Pero, ¿que significa en la vida de María llevar a término lo que Jesús dice? La vida de María es el mejor ejemplo de fidelidad a Jesús. Veámoslo en algunos retazos del evangelio

     El anuncio del nacimiento de Jesús muestra la disponibilidad de María para realizar la voluntad de Dios: “Aquí está la sierva del Señor, hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38). La visita de María a Isabel denota su sevicialidad ante la necesidad del prójimo: “María estuvo con Isabel unos tres meses” (Lc 1,56). La oración del Magnificat, excelente resumen del AT, muestra como palpita en el corazón de María la certeza de que Dios salva a al género humano: “Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia ... en favor de Abrahán y su descendencia por siempre” (Lc 1,54). La narración del nacimiento de Jesús realza la humildad de María y su ternura con el hijo recién nacido: “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,7).

     La presentación de Jesús en el Templo y las palabras de Simeón y Ana permiten a María descubrir la dureza y la victoria de la futura misión de Jesús. Dice Simeón: “mis ojos han visto al Salvador ... como luz para iluminar a las naciones” (Lc 2,29-32); y, refiriéndose a María, especifica: “pero a ti una espada te atravesará el alma” (Lc 2,35).

    María no se arredra ante las dificultades que puedan sobrevenirle a causa del seguimiento del Jesús, sino que guarda “todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51). Ateniéndonos al lenguaje del AT, “guardar las cosas en el corazón” indica la fidelidad a los compromisos contraídos. Y María dará ejemplo de fidelidad. Acompañará a Jesús durante la predicación (Lc 8,19-21); permanecerá, junto al apóstol Juan, al pie de la cruz donde muere Jesús (Ju 19,25-27); y junto a los apóstoles esperará en el Cenáculo el envío del Espíritu Santo: “Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús” (Hch 1,14).

    Continuando la senda abierta por la Sagrada Escritura, la Tradición de la Iglesia se ha referido a María para destacar aspectos cruciales de Jesús. El Concilio de Nicea (325) insistió en la naturaleza divina de Jesús (Ju 1,1); y con toda razón el Concilio de Constantinopla (381) recalcó la naturaleza humana de Jesús (Ju 1,14).

    Sin embargo parecía difícil conjugar ambas posiciones afirmando que Jesús era, a la vez, Dios y hombre verdadero. Entonces surgió un obispo, Nestorio, que afirmó que en la persona de Jesús había dos sujetos distintos. Por una parte estaba el hombre Jesús que padeció el dolor de la flagelación y murió crucificado. Por otra parte, inserto en el cuerpo de Jesús, decía Nestorio, estaba Dios, camuflado bajo el aspecto de la carne corporal; por eso cuando Jesús era azotado o crucificado, quien padecía era sólo su naturaleza humana, el cuerpo de Jesús, mientras su naturaleza divina, protegida por el cuerpo, no sufría dolor alguno.

    Por eso Nestorio sostuvo que María había dado a luz únicamente el cuerpo de Jesús; y que más tarde, quizá durante el bautismo en el Jordán, el Espíritu de Dios se había introducido en el cuerpo de Jesús.

    El Concilio de Éfeso (430) rebatió el error de Nestorio apelando a las palabras de Cirilo de Alejandría: “Jesucristo es una sola persona, un solo sujeto. Todo lo que se dice de Jesucristo se dice del Verbo, porque hay una identidad personal. Jesús y el Verbo no están unidos, sino que son uno y el mismo. Cierto que de esta persona se pueden decir propiedades humanas y divinas. Pero hay que afirmar que María es Madre de Dios, Madre del Verbo; y que el Verbo (Ju 1,1) se encarnó (Ju 1,14) se hizo pasible y murió por nosotros.

    La vida de María remite el horizonte de la vida cristiana al cumplimiento fiel del evangelio, y alienta a los cristianos a reconocer en Jesús la presencia encarnada de Dios entre nosotros. El ejemplo de María orienta nuestra vida hacia el pleno seguimiento de Jesús, el salvador de la humanidad entera.

miércoles, 20 de mayo de 2015

¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?

                                                                      Francesc Ramis Darder

La Escritura recuerda que Dios es un “misterio”. El significado que damos a la palabra misterio no es el mismo que tenía en los inicios de la era cristiana. Actualmente, un “misterio” refiere algo difícil de entender, pero antiguamente la palabra “misterio” significaba el ámbito donde la persona encuentra la salvación. Por este motivo, los primeros cristianos decían que Dios era un “misterio”; Dios era el ámbito donde el ser humano encontraba la salvación.

    ¿Cómo se manifiesta la salvación de Dios? La Biblia revela que Dios se muestra como Padre, cuando crea el universo y da vida al hombre (Gn 1,1-24). Dios también se revela como Hijo, cuando, encarnado en la persona de Cristo, sufrió la pasión por redimirnos y abrirnos las puertas del Reino de Dios (Mt 26,1-28,20). Finalmente, Dios se manifiesta como Espíritu Santo, cuando impulsa a los apóstoles a predicar con valentía el evangelio el día de Pentecostés (Ac 2,1-41). Notemos que el único Dios se revela de tres maneras; como Padre que da la vida, como Hijo que sufre por nosotros, y como Espíritu Santo nos impulsa a proclamar el evangelio. Cuando san Juan contempla que Dios da la vida, sufre por nosotros y nos empuja a vivir la fe, proclama que “Dios es amor”.

    ¿Quién es el Espíritu Santo? El Espíritu Santo es la presencia del Dios del amor en nosotros que nos impulsa a vivir el evangelio en la sociedad que habitamos. El evangelio se vive cuando damos, con nuestra forma de vivir, testimonio del amor de Dios por la humanidad; y también cuando proclamamos de palabra nuestras convicciones cristianas. Pidamos al Espíritu Santo que nos infunda la valentía para ser testigos de la misericordia de Dios entre la humanidad tan necesitada de consuelo y esperanza.


jueves, 14 de mayo de 2015

DIOS ES AMOR

                                         
                                                                              Francesc Ramis Darder

Nos encontramos en el sexto domingo del tiempo pascual; el tiempo solemne en que celebramos la resurrección de Jesús. Durante el tiempo de Pascua, la Escritura presenta la naturaleza de Dios en su máxima profundidad. La primera carta de Juan, que hoy hemos leído, ha revelado que “Dios es amor”; y, además, ha manifestado que el Dios del amor, nuestro Dios, nos ha amado antes de que nosotros lo conociéramos; como dice Juan: “Dios nos ha amado primero”.

 ¿Qué quiere decir Juan cuando afirma que Dios es amor? Con frecuencia pensamos que el amor se reduce a un sentimiento; el amor no se agota en el sentimentalismo, a menudo tan voluble. Amar no es solo el sentimiento que una persona tiene hacia otra; amar es la actuación que una persona realiza en bien de otra persona. Una persona que ama a otra se esfuerza para que la persona amada pueda desarrollar sus cualidades humanas y sus virtudes cristianas. Cuando Juan dice que “Dios es amor”, no se limita a declarar que Dios tiene un sentimiento favorable hacia la humanidad. Cuando Juan dice que “Dios es amor” afirma que Dios actúa a favor nuestro para que lleguemos a ser personas en plenitud y, por tanto, cristianos que demos testimonio de la bondad divina en nuestro mundo.

 Como señala el prólogo del evangelio de Juan, Jesús es la presencia de Dios hecho hombre entre nosotros. Cuando recorremos las páginas del evangelio descubrimos cómo amaba Jesús. El amor de Jesús no se limitaba a un sentimiento romántico hacia la gente de su tiempo. Jesús amaba a toda persona liberándola de la enfermedad; así liberó de la lepra a muchos enfermos, y liberó de la oscuridad al ciego de nacimiento. Jesús amaba a los suyos acompañándolos en las dificultades que comporta la vida; por ello aconsejó a los apóstoles e instruyó a las multitudes. Jesús amaba ofreciendo el perdón, una de las formas más preciadas del amor; perdonó a la mujer adultera, y perdonó al apóstol Pedro, que lo había negado en la pasión. Jesús amó a los suyos ofreciéndoles la vida; así retornó a la vida a su amigo Lázaro. Como vemos, el amor de Jesús no era un simple sentimiento; cuando Jesús amaba, liberaba, acompañaba, perdonaba, abría las puertas de la vida; sin duda, la existencia de Jesús es la manifestación del amor de Dios hacia la humanidad entera.

 Aún tenemos otro hecho capital. En las religiones antiguas, el hombre sentía pánico ante la divinidad; sentía tan lejos la presencia de Dios que, para obtener alguna gracia, ofrecía complicados sacrificios de animales para obtener el favor divino. A modo de contrapunto, nos dice Juan: “El amor es esto: no somos nosotros quienes hemos amado a Dios primero; él ha sido el primero en amarnos”. La grandeza del cristianismo radica en que Dios se ha adelantado a amar al hombre, antes de que el mismo hombre implorase el amor de Dios, Dios nos ha amado el primero. En las religiones antiguas, Dios era algo distante del hombre, pero Jesús recuerda que Dios no es un ser distante, es el Padre que nos ama.

 Dios es amor porque se ha adelantado a amarnos con amor paternal; el amor que busca el bien de sus hijos; el amor que libera, acompaña, perdona y lleva a la vida. El cristiano es aquel que sintiéndose amado por el Padre, llega a ser testigo del amor de Dios en la historia humana. En esta Eucaristía, celebración de la presencia del Resucitado, pidamos a Dios que el amor que ha derramado en nuestro corazón nos convierta en sembradores fieles del Evangelio en el corazón de la humanidad, tan sedienta de ternura y misericordia.

domingo, 10 de mayo de 2015

MARÍA, MADRE DE DIOS

                                                                   Francesc Ramis Darder



     La figura de María siempre dirige nuestra vida hacia el seguimiento del evangelio. Recordemos, en este sentido, las palabras de María durante el banquete de las bodas de Caná (Ju 2,1-12). Cuando el vino se había terminado; María dice a quienes servían las mesas: “Haced lo que Él os diga” (Ju 2,5). El pronombre “Él” refiere la persona de Jesús; por eso María dice propiamente: ¡Hacedlo que Jesús os diga!

     Pero, ¿que significa en la vida de María llevar a término lo que Jesús dice? La vida de María es el mejor ejemplo de fidelidad a Jesús. Veámoslo en algunos retazos del evangelio

     El anuncio del nacimiento de Jesús muestra la disponibilidad de María para realizar la voluntad de Dios: “Aquí está la sierva del Señor, hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38). La visita de María a Isabel denota su sevicialidad ante la necesidad del prójimo: “María estuvo con Isabel unos tres meses” (Lc 1,56). La oración del Magnificat, excelente resumen del AT, muestra como palpita en el corazón de María la certeza de que Dios salva a al género humano: “Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia ... en favor de Abrahán y su descendencia por siempre” (Lc 1,54). La narración del nacimiento de Jesús realza la humildad de María y su ternura con el hijo recién nacido: “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,7).

     La presentación de Jesús en el Templo y las palabras de Simeón y Ana permiten a María descubrir la dureza y la victoria de la futura misión de Jesús. Dice Simeón: “mis ojos han visto al Salvador ... como luz para iluminar a las naciones” (Lc 2,29-32); y, refiriéndose a María, especifica: “pero a ti una espada te atravesará el alma” (Lc 2,35).

    María no se arredra ante las dificultades que puedan sobrevenirle a causa del seguimiento del Jesús, sino que guarda “todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51). Ateniéndonos al lenguaje del AT, “guardar las cosas en el corazón” indica la fidelidad a los compromisos contraídos. Y María dará ejemplo de fidelidad. Acompañará a Jesús durante la predicación (Lc 8,19-21); permanecerá, junto al apóstol Juan, al pie de la cruz donde muere Jesús (Ju 19,25-27); y junto a los apóstoles esperará en el Cenáculo el envío del Espíritu Santo: “Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús” (Hch 1,14).

    Continuando la senda abierta por la Sagrada Escriturala Tradición de la Iglesia se ha referido a María para destacar aspectos cruciales de Jesús. El Concilio de Nicea (325) insistió en la naturaleza divina de Jesús (Ju 1,1); y con toda razón el Concilio de Constantinopla (381) recalcó la naturaleza humana de Jesús (Ju 1,14).

    Sin embargo parecía difícil conjugar ambas posiciones afirmando que Jesús era, a la vez, Dios y hombre verdadero. Entonces surgió un obispo, Nestorio, que afirmó que en la persona de Jesús había dos sujetos distintos. Por una parte estaba el hombre Jesús que padeció el dolor de la flagelación y murió crucificado. Por otra parte, inserto en el cuerpo de Jesús, decía Nestorio, estaba Dios, camuflado bajo el aspecto de la carne corporal; por eso cuando Jesús era azotado o crucificado, quien padecía era sólo su naturaleza humana, el cuerpo de Jesús, mientras su naturaleza divina, protegida por el cuerpo, no sufría dolor alguno.

    Por eso Nestorio sostuvo que María había dado a luz únicamente el cuerpo de Jesús; y que más tarde, quizá durante el bautismo en el Jordán, el Espíritu de Dios se había introducido en el cuerpo de Jesús.

    El Concilio de Éfeso (430) rebatió el error de Nestorio apelando a las palabras de Cirilo de Alejandría: “Jesucristo es una sola persona, un solo sujeto. Todo lo que se dice de Jesucristo se dice del Verbo, porque hay una identidad personal. Jesús y el Verbo no están unidos, sino que son uno y el mismo. Cierto que de esta persona se pueden decir propiedades humanas y divinas. Pero hay que afirmar que María es Madre de Dios, Madre del Verbo; y que el Verbo (Ju 1,1) se encarnó (Ju 1,14) se hizo pasible y murió por nosotros.

    La vida de María remite el horizonte de la vida cristiana al cumplimiento fiel del evangelio, y alienta a los cristianos a reconocer en Jesús la presencia encarnada de Dios entre nosotros. El ejemplo de María orienta nuestra vida hacia el pleno seguimiento de Jesús, el salvador de la humanidad entera.