lunes, 23 de diciembre de 2019

¿QUIÉN ES BALAAM?


 Francesc Ramis Darder
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miércoles, 18 de diciembre de 2019

EL MANÁ



 Francesc Ramis Darder
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LA PASCUA



 Francesc Ramis Darder
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viernes, 13 de diciembre de 2019

¿CUÁNDO ACABARÁ EL MAL?




                                                                     Francesc Ramis Darder
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El ocaso del mal

Acostumbrados a la persecución, los discípulos de Jesús desconfiaban del advenimiento del día en que la humanidad viviría hermanada en la fraternidad. Con intención de devolverles la esperanza, el Señor les dijo: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas […] pues las potencias del cielo quedarán violentamente sacudidas” (Lc 21,25-28). Jesús toma un ejemplo de la naturaleza, los astros del cielo, para explicar el ocaso definitivo del mal.

    La mentalidad oriental percibía bajo la imagen del sol la metáfora de quienes consumen su vida tras el afán de poder. Contemplaba bajo la figura de la luna, el rostro del hipócrita que se deshace por las apariencias. Entendía tras las incontables estrellas la identidad de quien acapara bienes sin medida. Como sentencia Jesús, al final de los tiempos morirá la idolatría, oculta bajo la mención de los astros, y brotará el mundo “muy bueno” que Dios previó al origen de los tiempos (Gn 1,31).

    No obstante, el cosmos “muy bueno” no emergerá por arte de magia. Nacerá de la semilla, símbolo de la fuerza transformadora del evangelio, que los discípulos siembren en el corazón de la humanidad (Ju 15,16-17).

miércoles, 4 de diciembre de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA X



                                                                         Francesc Ramis Darder
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El Jardín del Edén

Como señala la Escritura, el Señor formó al hombre, Adán, con el polvo de tierra; después, tomó una de sus costillas para conformar a la mujer, Eva (Gn 2,4-25). La pareja constituye la metáfora de la humanidad entera. El Señor los alojó en un jardín, lleno de árboles feraces y rodeados de animales. Adán y Eva, el jardín, los animales y los árboles frondosos simbolizan la armonía entre la naturaleza y la sociedad humana.

    La armonía subsistirá mientras la humanidad, eco de Adán y Eva, no coma del “árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gn 2,9). El árbol representa la ley de Dios, y el hecho de comer refiere el empeño por destruir la ley divina. El mundo feliz subsistirá mientras la humanidad “respete la justicia, ame la fidelidad, y se conduzca humildemente ante Dios” (Miq 6,8).

    Sin embargo, Adán y Eva comieron del árbol con la misma vanidad que la sociedad humana sucumbió a las zarpas de la injusticia. La tierra dejó de ser un jardín para llenarse de espinas y abrojos, mientras la paz humana se destejía entre la guerra y la injusticia (Gn 3,18; Is 3). Surge una pregunta: ¿no será nunca posible trenzar una sociedad feliz y un mundo armónico?

lunes, 25 de noviembre de 2019

EL BECERRO DE ORO


 Francesc Ramis Darder
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miércoles, 20 de noviembre de 2019

EL MONTE SINAÍ


 Francesc Ramis Darder
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viernes, 8 de noviembre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: EL MAR ROJO


  Francesc Ramis Darder

                                                                                               bibliayoriente.blogspot.com

martes, 5 de noviembre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: LAS PLAGAS DE EGIPTO



  Francesc Ramis Darder
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viernes, 25 de octubre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: MOISÉS




Francesc Ramis Darder


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miércoles, 23 de octubre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: JOSÉ



Francesc Ramis Darder

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miércoles, 16 de octubre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: JACOB


Francesc Ramis Darder

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lunes, 14 de octubre de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA X




                                                                       Francesc Ramis Darder
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El Jardín del Edén

Como señala la Escritura, el Señor formó al hombre, Adán, con el polvo de tierra; después, tomó una de sus costillas para conformar a la mujer, Eva (Gn 2,4-25). La pareja constituye la metáfora de la humanidad entera. El Señor los alojó en un jardín, lleno de árboles feraces y rodeados de animales. Adán y Eva, el jardín, los animales y los árboles frondosos simbolizan la armonía entre la naturaleza y la sociedad humana.

    La armonía subsistirá mientras la humanidad, eco de Adán y Eva, no coma del “árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gn 2,9). El árbol representa la ley de Dios, y el hecho de comer refiere el empeño por destruir la ley divina. El mundo feliz subsistirá mientras la humanidad “respete la justicia, ame la fidelidad, y se conduzca humildemente ante Dios” (Miq 6,8).

    Sin embargo, Adán y Eva comieron del árbol con la misma vanidad que la sociedad humana sucumbió a las zarpas de la injusticia. La tierra dejó de ser un jardín para llenarse de espinas y abrojos, mientras la paz humana se destejía entre la guerra y la injusticia (Gn 3,18; Is 3). Surge una pregunta: ¿no será nunca posible trenzar una sociedad feliz y un mundo armónico?


viernes, 4 de octubre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: ESAÚ Y JACOB



 Francesc Ramis Darder

                                                                                  bibliayoriente.blogspot.com

miércoles, 2 de octubre de 2019

DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS APERUIT ILLIS




                                                                          Francesc Ramis Darder
                                                                          bibliayoriente.blogspot.com





Carta apostólica en forma de Motu Proprio del Santo Padre Francisco Aperuit Illis con la que se instituye el Domingo de la Palabra de Dios, 30.09.2019

Carta Apostólica
en forma de Motu Proprio
del Santo Padre
FranciscoAperuit illiscon la que se instituye el
Domingo de la Palabra de Dios

1.         «Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras» (Lc 24,45). Es uno de los últimos gestos realizados por el Señor resucitado, antes de su Ascensión. Se les aparece a los discípulos mientras están reunidos, parte el pan con ellos y abre sus mentes para comprender la Sagrada Escritura. A aquellos hombres asustados y decepcionados les revela el sentido del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre, Jesús tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24,26.46-47); y promete el Espíritu Santo que les dará la fuerza para ser testigos de este misterio de salvación (cf. Lc 24,49).

            La relación entre el Resucitado, la comunidad de creyentes y la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad. Si el Señor no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura, pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen indescifrables. San Jerónimo escribió con verdad: «La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo» (In Is., Prólogo: PL 24,17).

2.         Tras la conclusión del Jubileo extraordinario de la misericordia, pedí que se pensara en «un domingo completamente dedicado a la Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo» (Carta ap. Misericordia et misera, 7).

 Dedicar concretamente un domingo del Año litúrgico a la Palabra de Dios nos permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable. En este sentido, me vienen a la memoria las enseñanzas de san Efrén: «¿Quién es capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrar su reflexión» (Comentarios sobre el Diatésaron, 1,18).

            Por tanto, con esta Carta tengo la intención de responder a las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios, para que en toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo de la Palabra de Dios. Ahora se ha convertido en una práctica común vivir momentos en los que la comunidad cristiana se centra en el gran valor que la Palabra de Dios ocupa en su existencia cotidiana. En las diferentes Iglesias locales hay una gran cantidad de iniciativas que hacen cada vez más accesible la Sagrada Escritura a los creyentes, para que se sientan agradecidos por un don tan grande, con el compromiso de vivirlo cada día y la responsabilidad de testimoniarlo con coherencia.

            El Concilio Ecuménico Vaticano II dio un gran impulso al redescubrimiento de la Palabra de Dios con la Constitución dogmática Dei Verbum. En aquellas páginas, que siempre merecen ser meditadas y vividas, emerge claramente la naturaleza de la Sagrada Escritura, su transmisión de generación en generación (cap. II), su inspiración divina (cap. III) que abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento (capítulos IV y V) y su importancia para la vida de la Iglesia (cap. VI). Para aumentar esa enseñanza, Benedicto XVI convocó en el año 2008 una Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema “La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”, publicando a continuación la Exhortación apostólica Verbum Domini, que constituye una enseñanza fundamental para nuestras comunidades.[1] En este Documento en particular se profundiza el carácter performativo de la Palabra de Dios, especialmente cuando su carácter específicamente sacramental emerge en la acción litúrgica.[2]

Por tanto, es bueno que nunca falte en la vida de nuestro pueblo esta relación decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se cansa de dirigir a su Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el testimonio de fe.

3.         Así pues, establezco que el III Domingo del Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se colocará en un momento oportuno de ese periodo del año, en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos. No se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad.

Las comunidades encontrarán el modo de vivir este Domingo como un día solemne. En cualquier caso, será importante que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios. En este domingo, de manera especial, será útil destacar su proclamación y adaptar la homilía para poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra del Señor. En este domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o confiar un ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación de la Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte ningún esfuerzo para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada a ser verdaderos anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual para los acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una particular consideración a la lectio divina.

4. El regreso del pueblo de Israel a su patria, después del exilio en Babilonia, estuvo marcado de manera significativa por la lectura del libro de la Ley. La Biblia nos ofrece una descripción conmovedora de ese momento en el libro de Nehemías. El pueblo estaba reunido en Jerusalén en la plaza de la Puerta del Agua, escuchando la Ley. Aquel pueblo había sido dispersado con la deportación, pero ahora se encuentra reunido alrededor de la Sagrada Escritura como si fuera «un solo hombre» (Ne 8,1). Cuando se leía el libro sagrado, el pueblo «escuchaba con atención» (Ne 8,3), sabiendo que podían encontrar en aquellas palabras el significado de los acontecimientos vividos. La reacción al anuncio de aquellas palabras fue la emoción y las lágrimas: «[Los levitas] leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: “Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis” (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley). […] “¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!”» (Ne 8,8-10).

Estas palabras contienen una gran enseñanza. La Biblia no puede ser sólo patrimonio de algunos, y mucho menos una colección de libros para unos pocos privilegiados. Pertenece, en primer lugar, al pueblo convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra. A menudo se dan tendencias que intentan monopolizar el texto sagrado relegándolo a ciertos círculos o grupos escogidos. No puede ser así. La Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad. La Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo.

5.         En esta unidad, generada con la escucha, los Pastores son los primeros que tienen la gran responsabilidad de explicar y permitir que todos entiendan la Sagrada Escritura. Puesto que es el libro del pueblo, los que tienen la vocación de ser ministros de la Palabra deben sentir con fuerza la necesidad de hacerla accesible a su comunidad.

La homilía, en particular, tiene una función muy peculiar, porque posee «un carácter cuasi sacramental» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 142). Ayudar a profundizar en la Palabra de Dios, con un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha, le permite al sacerdote mostrar también la «belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien» (ibíd.). Esta es una oportunidad pastoral que hay que aprovechar.
De hecho, para muchos de nuestros fieles esta es la única oportunidad que tienen para captar la belleza de la Palabra de Dios y verla relacionada con su vida cotidiana. Por lo tanto, es necesario dedicar el tiempo apropiado para la preparación de la homilía. No se puede improvisar el comentario de las lecturas sagradas. A los predicadores se nos pide más bien el esfuerzo de no alargarnos desmedidamente con homilías pedantes o temas extraños. Cuando uno se detiene a meditar y rezar sobre el texto sagrado, entonces se puede hablar con el corazón para alcanzar los corazones de las personas que escuchan, expresando lo esencial con vistas a que se comprenda y dé fruto. Que nunca nos cansemos de dedicar tiempo y oración a la Sagrada Escritura, para que sea acogida «no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2,13).

Es bueno que también los catequistas, por el ministerio que realizan de ayudar a crecer en la fe, sientan la urgencia de renovarse a través de la familiaridad y el estudio de la Sagrada Escritura, para favorecer un verdadero diálogo entre quienes los escuchan y la Palabra de Dios.

6.         Antes de reunirse con los discípulos, que estaban encerrados en casa, y de abrirles el entendimiento para comprender las Escrituras (cf. Lc 24,44-45), el Resucitado se aparece a dos de ellos en el camino que lleva de Jerusalén a Emaús (cf. Lc 24,13-35). La narración del evangelista Lucas indica que es el mismo día de la Resurrección, es decir el domingo. Aquellos dos discípulos discuten sobre los últimos acontecimientos de la pasión y muerte de Jesús. Su camino está marcado por la tristeza y la desilusión a causa del trágico final de Jesús. Esperaban que Él fuera el Mesías libertador, y se encuentran ante el escándalo del Crucificado. Con discreción, el mismo Resucitado se acerca y camina con los discípulos, pero ellos no lo reconocen (cf. v. 16). A lo largo del camino, el Señor los interroga, dándose cuenta de que no han comprendido el sentido de su pasión y su muerte; los llama «necios y torpes» (v. 25) y «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (v. 27). Cristo es el primer exegeta. No sólo las Escrituras antiguas anticiparon lo que Él iba a realizar, sino que Él mismo quiso ser fiel a esa Palabra para evidenciar la única historia de salvación que alcanza su plenitud en Cristo.

7.         La Biblia, por tanto, en cuanto Sagrada Escritura, habla de Cristo y lo anuncia como el que debe soportar los sufrimientos para entrar en la gloria (cf. v. 26). No sólo una parte, sino toda la Escritura habla de Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella. Por esto una de las confesiones de fe más antiguas pone de relieve que Cristo «murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas» (1 Co 15,3-5). Puesto que las Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a creer que su muerte y resurrección no pertenecen a la mitología, sino a la historia y se encuentran en el centro de la fe de sus discípulos.

Es profundo el vínculo entre la Sagrada Escritura y la fe de los creyentes. Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está centrada en la palabra de Cristo (cf. Rm 10,17), la invitación que surge es la urgencia y la importancia que los creyentes tienen que dar a la escucha de la Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la reflexión personal.

8.         El “viaje” del Resucitado con los discípulos de Emaús concluye con la cena. El misterioso Viandante acepta la insistente petición que le dirigen aquellos dos: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24,29). Se sientan a la mesa, Jesús toma el pan, pronuncia la bendición, lo parte y se lo ofrece a ellos. En ese momento sus ojos se abren y lo reconocen (cf. v. 31).

Esta escena nos hace comprender el inseparable vínculo entre la Sagrada Escritura y la Eucaristía. El Concilio Vaticano II nos enseña: «la Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Const. dogm. Dei Verbum, 21).

El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre. El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”, sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por innumerables formas de ceguera.

La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden separar. Cuando los Sacramentos son introducidos e iluminados por la Palabra, se manifiestan más claramente como la meta de un camino en el que Cristo mismo abre la mente y el corazón al reconocimiento de su acción salvadora. Es necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros.

9.         En la Segunda Carta a Timoteo, que constituye de algún modo su testamento espiritual, san Pablo recomienda a su fiel colaborador que lea constantemente la Sagrada Escritura. El Apóstol está convencido de que «toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar» (3,16). Esta recomendación de Pablo a Timoteo constituye una base sobre la que la Constitución conciliar Dei Verbum trata el gran tema de la inspiración de la Sagrada Escritura, un fundamento del que emergen en particular la finalidad salvífica, la dimensión espiritual y el principio de la encarnación de la Sagrada Escritura.

Al evocar sobre todo la recomendación de Pablo a Timoteo, la Dei Verbum subraya que «los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (n. 11). Puesto que las mismas instruyen en vista a la salvación por la fe en Cristo (cf. 2 Tm 3,15), las verdades contenidas en ellas sirven para nuestra salvación. La Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los libros contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y salvarlos del mal y de la muerte.
Para alcanzar esa finalidad salvífica, la Sagrada Escritura bajo la acción del Espíritu Santo transforma en Palabra de Dios la palabra de los hombres escrita de manera humana (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 12). El papel del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura es fundamental. Sin su acción, el riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito estaría siempre presente, facilitando una interpretación fundamentalista, de la que es necesario alejarse para no traicionar el carácter inspirado, dinámico y espiritual que el texto sagrado posee. Como recuerda el Apóstol: «La letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). El Espíritu Santo, por tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de Dios, vivida y transmitida en la fe de su pueblo santo.

10.       La acción del Espíritu Santo no se refiere sólo a la formación de la Sagrada Escritura, sino que actúa también en aquellos que se ponen a la escucha de la Palabra de Dios. Es importante la afirmación de los Padres conciliares, según la cual la Sagrada Escritura «se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Const. dogm. Dei Verbum, 12). Con Jesucristo la revelación de Dios alcanza su culminación y su plenitud; aun así, el Espíritu Santo continúa su acción. De hecho, sería reductivo limitar la acción del Espíritu Santo sólo a la naturaleza divinamente inspirada de la Sagrada Escritura y a sus distintos autores. Por tanto, es necesario tener fe en la acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar forma de inspiración cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el Magisterio la interpreta auténticamente (cf. ibíd., 10) y cuando cada creyente hace de ella su propia norma espiritual. En este sentido podemos comprender las palabras de Jesús cuando, a los discípulos que le confirman haber entendido el significado de sus parábolas, les dice: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).

11.       La Dei Verbum afirma, además, que «la Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (n. 13). Es como decir que la Encarnación del Verbo de Dios da forma y sentido a la relación entre la Palabra de Dios y el lenguaje humano, con sus condiciones históricas y culturales. En este acontecimiento toma forma la Tradición, que también es Palabra de Dios (cf. ibíd., 9). A menudo se corre el riesgo de separar la Sagrada Escritura de la Tradición, sin comprender que juntas forman la única fuente de la Revelación. El carácter escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra viva; así como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite constantemente de generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el libro sagrado como «regla suprema de la fe» (ibíd., 21). Por otra parte, antes de convertirse en texto escrito, la Sagrada Escritura se transmitió oralmente y se mantuvo viva por la fe de un pueblo que la reconocía como su historia y su principio de identidad en medio de muchos otros pueblos. Por consiguiente, la fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un libro.

12.       Cuando la Sagrada Escritura se lee con el mismo Espíritu que fue escrita, permanece siempre nueva. El Antiguo Testamento no es nunca viejo en cuanto que es parte del Nuevo, porque todo es transformado por el único Espíritu que lo inspira. Todo el texto sagrado tiene una función profética: no se refiere al futuro, sino al presente de aquellos que se nutren de esta Palabra. Jesús mismo lo afirma claramente al comienzo de su ministerio: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Quien se alimenta de la Palabra de Dios todos los días se convierte, como Jesús, en contemporáneo de las personas que encuentra; no tiene tentación de caer en nostalgias estériles por el pasado, ni en utopías desencarnadas hacia el futuro.

La Sagrada Escritura realiza su acción profética sobre todo en quien la escucha. Causa dulzura y amargura. Vienen a la mente las palabras del profeta Ezequiel cuando, invitado por el Señor a comerse el libro, manifiesta: «Me supo en la boca dulce como la miel» (3,3). También el evangelista Juan en la isla de Patmos evoca la misma experiencia de Ezequiel de comer el libro, pero agrega algo más específico: «En mi boca sabía dulce como la miel, pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor» (Ap 10,10).

La dulzura de la Palabra de Dios nos impulsa a compartirla con quienes encontramos en nuestra vida para manifestar la certeza de la esperanza que contiene (cf. 1 P 3,15-16). Por su parte, la amargura se percibe frecuentemente cuando comprobamos cuán difícil es para nosotros vivirla de manera coherente, o cuando experimentamos su rechazo porque no se considera válida para dar sentido a la vida. Por tanto, es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos.

13.       Otra interpelación que procede de la Sagrada Escritura se refiere a la caridad. La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad. La vida de Jesús es la expresión plena y perfecta de este amor divino que no se queda con nada para sí mismo, sino que se ofrece a todos incondicionalmente. En la parábola del pobre Lázaro encontramos una indicación valiosa. Cuando Lázaro y el rico mueren, este último, al ver al pobre en el seno de Abrahán, pide ser enviado a sus hermanos para aconsejarles que vivan el amor al prójimo, para evitar que ellos también sufran sus propios tormentos. La respuesta de Abrahán es aguda: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» (Lc 16,29). Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad, a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad.

14.       Uno de los episodios más significativos de la relación entre Jesús y los discípulos es el relato de la Transfiguración. Jesús sube a la montaña para rezar con Pedro, Santiago y Juan. Los evangelistas recuerdan que, mientras el rostro y la ropa de Jesús resplandecían, dos hombres conversaban con Él: Moisés y Elías, que encarnan la Ley y los Profetas, es decir, la Sagrada Escritura. La reacción de Pedro ante esa visión está llena de un asombro gozoso: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). En aquel momento una nube los cubrió con su sombra y los discípulos se llenaron de temor.

La Transfiguración hace referencia a la fiesta de las Tiendas, cuando Esdras y Nehemías leían el texto sagrado al pueblo, después de su regreso del exilio. Al mismo tiempo, anticipa la gloria de Jesús en preparación para el escándalo de la pasión, gloria divina que es aludida por la nube que envuelve a los discípulos, símbolo de la presencia del Señor. Esta Transfiguración es similar a la de la Sagrada Escritura, que se trasciende a sí misma cuando alimenta la vida de los creyentes. Como recuerda la Verbum Domini: «Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra» (n. 38).

15.       En el camino de escucha de la Palabra de Dios, nos acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). La bienaventuranza de María precede a todas las bienaventuranzas pronunciadas por Jesús para los pobres, los afligidos, los mansos, los pacificadores y los perseguidos, porque es la condición necesaria para cualquier otra bienaventuranza. Ningún pobre es bienaventurado porque es pobre; lo será si, como María, cree en el cumplimiento de la Palabra de Dios. Lo recuerda un gran discípulo y maestro de la Sagrada Escritura, san Agustín: «Entre la multitud ciertas personas dijeron admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”; y Él: “Más bien, felices quienes oyen y custodian la Palabra de Dios”. Esto equivale a decir: también mi madre, a quien habéis calificado de feliz, es feliz precisamente porque custodia la Palabra de Dios; no porque en ella la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, sino porque custodia la Palabra misma de Dios mediante la que ha sido hecha y que en ella se hizo carne» (Tratados sobre el evangelio de Juan, 10,3).

Que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura, como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra «está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas» (Dt 30,14).

Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 30 de septiembre de 2019.      
            Memoria litúrgica de San Jerónimo en el inicio del 1600 aniversario de la muerte.

FRANCISCO

__________________

[1] Cf. AAS 102 (2010), 692-787.
[2] «La sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido» (Exhort. ap. Verbum Domini, 56).

viernes, 27 de septiembre de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA IX




                                                                                               Francesc Ramis Darder
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Los cielos proclaman la gloria de Dios

Con demasiada frecuencia los hebreos deambulaban por el bosque de la idolatría, metáfora de la injusticia, representada por el desierto y el páramo (Is 34,6-7). Entonces, el salmista les invitaba a levantar la vista para percibir que “los cielos proclaman la gloria de Dios, y el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 19,2-5).

    El movimiento armónico del sol y la luna, junto a la estabilidad de las estrellas despertaban la reflexión: “La ley del Señor es perfecta; es descanso para el hombre” (Sal 19,8). La armonía de los cielos, ‘ecología’ que el hombre no podía alterar, recordaba la entidad del cosmos “muy bueno” que Dios creó, pero el hombre trocó en caos y confusión (Gn 1,31; Jr 4,23).
 
    La reflexión abría la puerta de la plegaria; decía la asamblea: “Purifícame, Señor […] guárdame del orgullo ¡que jamás me domine!” (Sal 19,13-14). Bajo la mención del orgullo trasparece la injustica que desteje la concordia social. Contemplando la ‘armonía celeste’, la comunidad comprometía la existencia en la construcción de la ‘ecología terrestre’, anclada en la solidaridad y la justicia, blasones de la humanidad feliz.


miércoles, 25 de septiembre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: ISAAC Y REBECA



Francesc Ramis Darder
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jueves, 19 de septiembre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: ABRAHÁN Y SARA



Francesc Ramis Darder
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domingo, 15 de septiembre de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA VIII



                                                                        Francesc Ramis Darder
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Desierto y Vergel

Bajo la metáfora de la tierra ajada por la degradación ecológica, la Escritura denuncia las zarpas de la injusticia que devastan la sociedad. Cuando Adán y Eva, símbolo de la humanidad, devoraron el fruto del árbol, perdieron el paraíso, alegoría de la comunidad feliz, para malvivir en tierra de “espinas y cardos”, eco de la sociedad enfrentada por el odio (Gn 3,14-19).

    Demasiadas veces Israel, asentado en la injusticia, aparece bajo la mención del “desierto, la estepa, y el páramo” (Is 34,6-7); tras el símbolo de la tierra yerma, aflora la identidad del pueblo idólatra, incapaz de conducirse por la senda “muy buena” (Gn 1,13), planeada por Dios al comienzo del tiempo.

    No obstante, el Señor no consiente la esterilidad de su pueblo; por eso proclama: “Haré brotar ríos […] y fuentes […] para transformar el desierto en estanque, y la estepa en manantiales de agua” (Is 41,18). Los ríos y las fuentes constituyen la metáfora de quienes comprometen su vida en irrigar la tierra estéril, esbozo de la sociedad injusta, con el agua, alegoría de la solidaridad, con que el desierto alumbrará el vergel, metáfora de la humanidad hermanada en la fraternidad.


viernes, 6 de septiembre de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: LA INTERCESIÓN DE ABRAHÁN




Francesc Ramis Darder

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miércoles, 4 de septiembre de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA VII




                                                                            Francesc Ramis Darder
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Lealtad, Justicia, Derecho

Cuando Dios comenzó a crear, “la tierra era caos y confusión” (Gn 1,2). Los términos “caos y confusión” describen la identidad de los ídolos que atenazan al hombre: el afán de poder, el ansía de poseer, la pasión por dominar, y la superficialidad en las relaciones humanas. Dios decidió crear el cosmos para convertirlo en la “casa común del hombre y los demás vivientes”. El ámbito donde gozar del sábado, eco de harmonía y fraternidad. El Señor descansó de su tarea cuando confió al hombre la custodia del mundo creado (Gn 1,29-30).

   Sin embargo la idolatría, alegoría de la injusticia, anidó en el alma humana hasta poner en peligro el mundo que Dios había tejido con amor. Cuando el profeta Jeremías veía la impiedad de Jerusalén decía: “La tierra es caos y confusión, los cielos han perdido su luz” (Jr 4,23-26); pues la injusticia enfangaba al hombre en la oscuridad previa a la creación.

    Jeremías no limitó a llorar por la sociedad deshecha. En nombre de Dios, mostró al ser humano, culpable del desastre, los sillares para edificar un mundo feliz: “Quien quiera construir que ponga en práctica la lealtad, la justicia y el derecho” (Jr 9,23); solo así el cosmos, nacido de las manos de Dios, podrá reflejar la gloria del Señor.

viernes, 30 de agosto de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA VI




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Y el séptimo día descansó

Como señala la Escritura: “Cuando llegó el séptimo día Dios había terminado su obra, y descansó el día séptimo de todo lo que había hecho” (Gn 2,2). Desde el embrujo poético, la locución “descansó el séptimo día” enfatiza que Dios “experimentó la felicidad del sábado” al contemplar la armonía del cosmos nacido de sus manos. La comunidad hebrea entendía que la “felicidad del sábado” era el mayor gozo posible; por eso, cuando el Génesis subraya que Dios experimentó el máximo gozo, sentencia que saboreó la “felicidad del sábado”.

    El gozo de Dios nace, sin duda, de la alegría que comporta la contemplación de la armonía del cosmos. Ahora bien, el descanso divino también reposa en la confianza que deposita en el ser humano para que pula la creación como espejo de la bondad de Dios. El Señor ha creado al hombre a su imagen y semejanza para convertirlo en custodio de la creación que debe destilar concordia y fraternidad. Surge una cuestión: ¿Será capaz el ser humano de tal encomienda?


jueves, 22 de agosto de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA V


                                                                                Francesc Ramis Darder
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Todo era muy bueno

La primera página del Génesis constituye la más profunda metáfora para describir el origen del cosmos, de los vivientes, y del ser humano. Al atardecer de los cinco primeros días de la creación, la Escritura señala la meditación divina: “Y vio Dios que era bueno” (Gn 1,18). No obstante, el sexto día, cuando Dios ha culminado su obra, la reflexión es más honda: “Vio Dios todo lo que había hecho, todo era muy bueno” (Gn 1,31).

    El cosmos, la “casa común del hombre y los demás vivientes”, es muy bueno porque constituye el reflejo de la bondad divina. La Biblia contiene un lenguaje preciso. Si contamos las veces que aparece la palabra Dios en el relato de la Creación, veremos que son 35. El número 35 es el producto de 5 por 7. Desde la óptica metafórica, el 5 alude al Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia donde figuran los Mandamientos; mientras el 7 constituye una referencia a la totalidad de la creación. Así pues, todo el cosmos (7) creado por Dios reposa por entero en la armonía que confiere la fidelidad a los mandamientos divinos (5). La tarea del ser humano consiste en conducir el cosmos por la senda de la armonía para que la creación pueda reflejar la bondad del Señor.  

   




viernes, 16 de agosto de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA IV




                                                               Francesc Ramis Darder
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Hombre/Mujer

Las primeras páginas del Génesis certifican la creación del ser humano: “Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza; a imagen de Dios lo creó” (Gn 1,27a). A continuación, figura un matiz decisivo: “Varón y hembra los creó; y los bendijo” (Gn 1,27b). Así establece la igualdad entre hombre y mujer; a la vez que les encarga la tarea de conducir la creación por la senda propuesta por Dios, señalada en los mandamientos (Ex 20,1-21).

    El hombre y la mujer no trenzarán la “casa común de la humanidad y los demás vivientes” con los mimbres de los falsos dioses. La tejerán con las hebras propuestas por el Señor. Forjarán su existencia desde la capacidad de compartir, la sinceridad mutua, el respeto por el medio ambiente, junto al empeño por ahondar en la fraternidad y la felicidad humana.

    Valiéndonos de la metáfora, podemos decir Dios determina un cambio en la ecología relacional entre el hombre y la mujer. La sociedad del Oriente antiguo establecía la relación hombre/mujer sobre el parámetro del dominio masculino y la sumisión femenina (Pr 31); pero la igualdad hombre/mujer, propuesta por el Génesis, alienta las relaciones sanas, respetuosas, e igualitarias, senda de la ternura y el crecimiento interior del ser humano.


martes, 6 de agosto de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA III




                                                                        Francesc Ramis Darder
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Misión del ser humano


Como señala el Génesis, la intervención de Dios originó la luz, la bóveda para separar las aguas, la vegetación, las lumbreras del cielo, los animales marinos, las aves, los animales terrestres y, finalmente, el hombre. Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26). Después, especificó la misión del ser humano: “habitad y someted la tierra” (Gn 1,28). Desde la perspectiva bíblica, la locución no indica en modo alguno la autoridad arbitraria del hombre sobre el resto de la creación. Señala la obligación impuesta por Dios al ser humano para que conduzca el curso de la creación por la senda de los mandamientos divinos (Ex 20,1-21).

    El hombre no puede someter la creación al dominio de los falsos dioses que él mismo engendra. No puede subyugar la naturaleza, la “casa común de los seres vivos”, al afán de poder, ni al deseo de aparentar, ni a la explotación, ni tampoco a la superficialidad que implica el menosprecio hacia las creaturas. La misión del ser humano radica en construir la sociedad que, en harmonía con la naturaleza, transparente el amor de Dios por el mundo entero.

sábado, 3 de agosto de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA II



                                                                                              Francesc Ramis Darder
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Caos y Confusión


     Los ídolos capaces de acabar con la tierra, la “casa común del hombre y los demás seres vivos”, son cuatro: el afán de poder, la ambición de acaparar bienes sin medida, el afán por la falsa apariencia, y la superficialidad en el conocimiento personal y la relación social.

    Cuando Dios “creó el cielo y la tierra”, estableció que el ámbito ecológico, la “casa común de la humanidad y los vivientes”, dejaría de estar sometida a la superficialidad, el poder, la ambición, o la apariencia, para estar sostenida en el designio divino.

    Al leer el relato de la Creación (Gn 1,1-2,4), apreciamos que la locución “dijo Dios” aparece diez veces. Según la simbología bíblica, las diez menciones constituyen la metáfora de las “Diez palabras”, eco de los diez mandamientos proclamados por Dios en el Sinaí (Ex 20,1-21). La Biblia certifica, de ese modo, que la harmonía del cosmos reposa en la vivencia de los mandamientos


viernes, 2 de agosto de 2019

ECOLOGÍA BÍBLICA




                                                      Francesc Ramis Darder
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En el principio.

La palabra “ecología” brota de la adición de dos términos griegos. El primero, “eco”, rememora la calidez de una “casa familiar”; desde la perspectiva metafórica alude a la “casa común”, es decir, la tierra, el ámbito donde conviven el hombre y los demás seres vivos. El segundo, “logia”, alude a la explicación de cómo es y cómo se desenvuelve la casa común, la tierra, donde cohabita el ser humano con el resto de vivientes. Así, la “ecología” constituye la descripción de la relación que mantienen los seres vivos entre sí y con la tierra que les cobija.
 
    La Escritura abre sus páginas con palabras solemnes: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1). La palabra hebrea traducida por el término “crear” adquiere un significado profundo. Entre otras cuestiones, expresa la buena relación que Dios establece con “el cielo y la tierra”. Certifica la buena relación que Dios anuda con la “casa común del hombre y los seres vivos” para que el ser humano pueda habitar en una sociedad feliz. Dios crea el cielo y la tierra con intención de forjar un mundo ecológico, es decir, hermando en la fraternidad.

martes, 23 de julio de 2019

LA BIBLIA DE 2 EN 2: ISAAC





Francesc Ramis Darder

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sábado, 20 de julio de 2019

¿QUIÉN ES DÉBORA?




                                                                                 Francesc Ramis Darder
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El libro de los Jueces abre sus páginas con unas consideraciones generales sobre el establecimiento de los israelitas en el País de Canaán (Jc 1,1-3,6), después se adentra en la epopeya particular de casa juez (Jc 3,7-16,31), y concluye delineando la confusión que la ausencia de un rey para regir el país provocaba en Israel (Jc 17-21).

    A nuestro entender, el libro persigue dos objetivos complementarios. En primer lugar, subraya que la fidelidad a los preceptos de la Ley propicia el bienestar del pueblo, mientras la desobediencia precipita la comunidad en la desgracia; el bienestar palpita bajo el buen gobierno del juez, y la desgracia bajo la tiranía de un déspota extranjero. En segundo término, la obra describe la turbulencia política de la época de los jueces para urgir, de ese modo, la instauración de la monarquía, el sistema político que, según sentencia el redactor del libro, conferirá solidez al a comunidad israelita.

    Ateniéndonos a la segunda sección del libro de los Jueces (Jc 3,7-16,31), apreciamos como el relato señala el papel de los doce jueces que liberaron Israel del yugo extranjero. Según la extensión con que el libro cuenta la historia de cada personaje, la tradición los conoce como mayores o menores. Jueces mayores: Otniel, Ehúd, Débora-Barac, Gedeón, Jefté y Sansón. Jueces menores: Sangar, Tolá, Yaír, Ibsán, Elón y Abdón. A tenor de la información, Débora es un juez mayor, es la única mujer juez, y desempeña su tarea en colaboración con un varón, Barac. Adentrémonos en el relato que describe las gestas de Débora.

    Como señala la narración, tras la muerte del juez Ehúd, los israelitas ofendieron de nuevo al Señor con su conducta, y el Señor los entregó en poder de Yabín, rey cananeo de Jasor; el jefe del ejército de Yabín era Sísara que residía en Jaróset Goim. Los israelitas clamaron al Señor, porque Yabín, que tenía novecientos carros de guerra, llevaba oprimiéndolos veinte años.

    Débora, una profetisa, mujer de Lepidot, era juez de Israel por aquel tiempo. La mujer mandó llamar a Barac, hijo de Abinóam, y le dijo: “El Señor, Dios de Israel, ordena que vayas a alistar gente y reúnas en el monte Tabor a diez mil guerreros de Neftalí y de Zabulón. Yo haré que Sísara, jefe del ejército de Yabín, vaya hacia ti al torrente Quisón con sus carros y sus tropas, y te los entregaré” (Jc 4,4-7).

    Con la intención de apreciar la grandeza de Débora, vamos a detenernos un instante en la historia de Ehúd, el juez que la precedió en la dirección de varias tribus (Jc 7,12-30). Como señala el relato, los israelitas ofendieron al Señor con su conducta; entonces, el Señor precipitó sobre ellos la furia de Eglón, rey de Moab, que los oprimió dieciocho años. Hartos del oprobio, clamaron al Señor. Dios, atento al penar de su pueblo, les suscitó un libertador: Ehúd, hijo de Guerá. Acaudillados por Ehúd, los israelitas quebraron la tiranía de Eglón y vivieron en paz durante ochenta años.

   Notemos que el relato se desarrolla en cinco etapas. En primer lugar, menciona el pecado del pueblo; después insiste en el castigo divino; a continuación, muestra la clemencia de Dios que suscita un libertador; seguidamente, señala la ocasión en que el juez elegido libera al pueblo sometido; finalmente, subraya el largo período de paz que disfruta el pueblo liberado. En líneas generales, los relatos referentes a los jueces mayores recorren la cadencia de estos cinco apartados. Sin embargo, la epopeya de Débora presenta peculiaridades relevantes. Veámoslas.

    Los israelitas ofendían al Señor con su conducta. Dios, airado con su pueblo, los sometió a la furia de las tropas de Yabín, comandadas por Sísara. El pueblo, dolido de la fusta extranjera, clamó a Yahvé. Hasta aquí la historia de Débora es análoga a la de Ehúd, pero en adelante reviste particularidades notables. Así como era Dios quien suscitaba a Ehúd, es Débora quien mandó llamar a Barac para anunciarle el encargo divino: “El Señor, Dios de Israel, ordena que vayas a alistar gente” (Jc 6). Notemos el detalle, Débora asume el papel que detentaba el mismo Dios en la elección del libertador de su pueblo.

    Barac asiente, pero exige la presencia de Débora en el combate. Débora se aviene, pero sentencia: “Iré contigo, pero ya no será tuya la gloria, porque el Señor entregará a Sísara en manos de una mujer” (Jc 4,9). Por si fuera poco, la narración enfatiza el liderazgo de Débora en el combate, en detrimento del supuesto protagonismo del general, Barac. De ese modo, la voz de Débora no cesa de animar al ejército hasta que se cumple el pronóstico: “El Señor desbarató a Sísara […] todo el ejército de Sísara fue pasado a cuchillo, no quedó ni uno” (Jc 4,15-15). Finalmente, y como única ocasión en el libro de los Jueces, Débora y Barac entonan el cántico solemne para celebrar la victoria de su pueblo (Jc 5).

    Como acabamos de apreciar, los cinco apartados que entretejían la historia de Ehúd varían y acrecen su contenido al describir la hazaña de Débora. Desde esta perspectiva, cabe entender que la Escritura quiere ensalzar la gesta de Débora, profetisa y juez, mentora de la proeza de Barac, general del ejército. La relevancia de Débora en un estamento político y militar conformado por varones enfatiza la impronta de su tarea en la historia de Israel. De ahí que el autor del libro corone la gesta de Débora con títulos relevantes: en la sección narrativa del libro de los Jueces, la denomina juez y profetisa (Jc 4), mientras los versos del Cántico la reconocen como madre de Israel (Jc 5). Detengámonos un instante en cada uno de los dos apartados.

2.1Sección narrativa: Jc 4.

 A lo largo del libro, el término “juez” califica el oficio de un varón; sólo una vez denota la actividad de una mujer: Débora, “la que juzga a Israel” (Jc 4,4). Entre las líneas del AT, el significado básico de la palabra “juez” señala la identidad de quien dirime litigios. Sin embargo, en el libro de los Jueces evoca, propiamente, la situación de “quien conduce al pueblo en la batalla”; es decir, la raíz “juzgar” alude a la decisión de “liberar” o “salvar” a Israel de la opresión de los enemigos.

    De ese modo, los jueces no solo “juzgaron” a Israel dirimiendo pleitos, sino, sobre todo, “saliendo a combatir” para liberar al pueblo del yugo extranjero. Un ejemplo elocuente lo ofrece la historia de Otniel: “El espíritu del Señor se apoderó de él (Otniel), fue juez de Israel para ‘salir a combatir’ contra Cusán Risataín, rey de Edom” (Jc 3,10). Con toda certeza, los jueces también dirimían litigios y aconsejaran a la comunidad, pero su tarea esencial radicaba en redimir a Israel de la opresión extranjera.

    El relato enfatiza que Débora se sentaba bajo una palmera, la palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en la montaña de Efraín; los israelitas acudían a ella en busca de justicia. El interés de los israelitas por “buscar justicia” puede referirse a la confianza del pueblo en la sagacidad de Débora para solventar las disputas tribales o las rencillas entre vecinos.

    No obstante, a tenor del significado de la raíz “juzgar” en el libro de los Jueces, el ansia de justicia denota el clamor de los israelitas para encontrar alguien que les libre de la tiranía de Yabín, el déspota. La comunidad oprimida reconoce bajo el manto de Débora la identidad de la mujer “que juzga”; es decir, el rostro de la mujer capaz de “hacerse cargo de la batalla” para salvar a Israel de la ferocidad del ejército de Sísara, general de Yabín.

    Débora no es una mujer extraña para la comunidad oprimida. El relato señala con exactitud el lugar donde el pueblo la encuentra: en la montaña de Efraín, entre Ramá y Betel, bajo la palmera de Débora. La precisión topográfica enfatiza que Débora era muy conocida y valorada entre la comunidad; era el referente moral del pueblo sometido a la bota de Yabín, la mujer a quien los oprimidos imploraban la salvación. Cuando el relato señala que era la mujer de Lapidot, asimila la existencia de Débora a la forma de vida propia de la mujer israelita antigua, el matrimonio y la vida familiar.

     En definitiva, los israelitas veían en el semblante de Débora tanto al referente ético como al juez que podía librarles de las zarpas de Yabín. Ahora bien, el protagonismo de la mujer era imposible en una sociedad regida por varones; así pues, Débora, con la intención de “hacerse cargo de la batalla”, jugó la baza del espíritu profético al estilo de María y Aarón, hermanos de Moisés.

   Como dijimos en su momento, la voz de María recogía el llanto de la comunidad hebrea que padeció la esclavitud y soportaba la prepotencia de Moisés durante la ruta del desierto. Mientras María sufría en Egipto, Moisés crecía en palacio, o contraía matrimonio en Madián; por esa razón, concluido el paso del Mar, María entona el canto con las mujeres, metáfora de la comunidad oprimida, y, durante la travesía del desierto, encauza la queja del pueblo contra la prepotencia de los dirigentes, ocultos tras la figura de Moisés. María es quien mejor conoce el penar de los esclavos y el padecer del pueblo peregrino, por eso es capaz de enfrentarse a a la autoridad de Moisés y convertirse en la voz de las mujeres que, aun acalladas injustamente por los varones, también han cruzado el mar a pie enjuto.

    De modo análogo, Débora conoce el penar de los israelitas oprimidos por Yabín, pues, como subraya el relato, el pueblo acudía a la palmera de Débora para implorar justicia contra los atropellos de las tropas de Sísara. Débora, cono sucediera con María, conoce de primera mano el penar del pueblo y, como hiciera la hermana de Moisés, intenta ponerle remedio; por eso reclama la intervención de Barac, diciéndole: “El Señor, Dios de Israel, ordena que vayas a alistar gente […] yo (el Señor) haré que Sísara […] vaya hacia ti […] y te lo entregaré” (Jc 4,6).

    Como expusimos, el libro del Éxodo establece la relación entre Moisés y Aarón. Dijo Dios a Moisés: “Mira yo te hago un dios para el faraón y tu hermano Aarón será tu profeta; tú le dirás cuanto yo te mande; y Aarón tu hermano, se lo dirá al faraón, para que deje salir a los israelitas de su país” (Ex 7,1-2). Aarón es un profeta porque escucha la voz de Moisés, eco de la voluntad de Dios, y la trasmite al faraón para que deje salir a los israelitas esclavos en Egipto.

    De modo parejo, Débora escucha, junto a la palmera, el penar israelita y se lo comunica a Barac para que empuñe las armas contra los opresores. Débora es la profetisa del pueblo, pues hace saber a Barac el dolor de los israelitas que buscan quien les “juzgue”; o sea, quien “se haga cargo de la batalla” que desembocará en la liberación del yugo extranjero.

    Apurando el sentido de la metáfora, aún podemos apreciar otra analogía entre la tarea de Aarón y la misión de Débora. Como hemos citado, el contenido de Ex 7,1-2 establece la relación entre Moisés y Aarón. Aun así, otro relato paralelo afina aún más la cuestión; dijo Dios a Moisés: “Tú (Moisés) le hablarás (a Aarón) y pondrás las palabras (de Dios) en su boca (Aarón); yo (Dios) estaré en tu boca (Aarón) y en la suya (Moisés)” (Ex 4,15-16). Aarón es la boca de Moisés, pero en la boca de Aarón también resuena la voz de Dios; Aarón no sólo es profeta de Moisés, también es profeta de Dios.

    Desde esta perspectiva, el contenido de Ex 7,1-2 señala que Aarón trasmite al faraón las palabras que Dios pone en labios de Moisés; pero cuando Ex 4,15-16 subraya que el Señor también pone su propia palabra en labios de Aarón, especifica con claridad que Aarón no es un simple transmisor de información, sino un profeta de Dios.

    El motivo del redactor del libro del Éxodo para presentar dos veces la relación entre Moisés y Aarón es difícil de saber. A tenor de nuestro criterio, sugerimos que el escriba deseó subrayar que toda persona que clama por la liberación de los oprimidos, es un profeta de Dios. En este sentido, Aarón no sería sólo el profeta de Moisés, sino también el profeta de Dios, pues su función mediadora apunta al horizonte de la liberación del pueblo esclavizado. Como hemos señalado, Débora es la profetisa del pueblo, la que trasmite a Barac el penar israelita; pero la función de la mujer juez no se constriñe al papel de trasmitir a Barac el dolor israelita, sino que también compromete su vida en la liberación de su pueblo. Desde este prisma, la opción de Débora por alentar la liberación de la comunidad oprimida la convierte en profetisa de Dios, como sucediera con Aarón.

    Perfilemos la cuestión, desde un horizonte complementario. Los jueces asumen su misión por designio divino; así consta en la elección de Otniel: “Yahvé suscitó un libertador […] Otniel […] fue juez de Israel” (Jc 3,9-10). Sin embargo, Débora, al decir del relato, no asume su tarea por encargo divino, sino por encargo del pueblo: “los israelitas acudían a ella […] Débora mandó llamar a Barac […] y le dijo […]” (Jc 4,5-6). Mientras Otniel recibe el encargo de Dios, Débora recibe la encomienda del pueblo, ¿a qué se debe la diferencia? Algunos comentaristas la atribuyen al protagonismo que los autores bíblicos adjudican al varón en menoscabo de la mujer; sin negar la posición, creemos que puede haber una interpretación alternativa.

    La tradición hebrea acuña una sentencia célebre: “Dios cuenta las lágrimas de las mujeres”; y da la razón: “porque, inmiscuidas en la realidad cotidiana, ya sea desde la situación más humilde o desde la cuna más alta, sufren más al compartir y al comprender el penar de la vida”. Desde esta perspectiva, el relato no necesita especificar que es Dios quien suscita a Débora para que se “haga cargo de la batalla”, como sucediera con Otniel. La mujer juez, sentada a la sombra de la palmera, ha llorado el dolor de sus vecinos y lo ha trasmitido a Barac para que empuñe la espada contra las huestes de Sísara.

    Ahora bien, la Escritura recalca sin cesar la solidaridad de Dios con quienes sufren. Cuando José, el hijo de Jacob vendido por sus hermanos, sufría el oprobio en Egipto, sentencia la Escritura: “el Señor estaba con José” (Gn 39,2); sin duda, el corazón de Dios late en el pecho de los más afligidos. Desde esta perspectiva y aunque el texto lo silencie, Débora, juez y profetisa, atenta como mujer al penar de su pueblo, percibió entre las lágrimas de Israel la voz de Dios que le exigía el compromiso por la liberación de su pueblo. El relato quizá no necesita decir que Dios suscita a Débora porque el dolor del pueblo, eco de la voz de Dios, determina el compromiso de la profetisa. Así pues, Débora es la profetisa del pueblo, pero, al recoger el clamor de los pobres para alentar la liberación del oprimido se convierte también en profetisa de Dios.

    Barac asiente a la exigencia de Débora, pero pone una condición: “Si vienes conmigo, iré; pero si no vienes, no iré”; a lo que responde la juez: “Iré contigo, pero ya no será tuya la gloria, porque el Señor entregará a Sísara en manos de una mujer” (Jc 4,9). Conviene notar que la narración no confiere el título de juez a Barac, sino a Débora; en ese sentido, adjudica a la mujer la misión de “llevar la batalla”. Débora marchó con Barac a Cades y, como señala el relato, la autoridad de la juez determinó el inicio del combate. Entonces Barac, obediente a la autoridad femenina, venció al ejército de Sísara, y el país quedó tranquilo durante cuarenta años (Jc 4,2-15; 5,31).

    Débora no sólo determina el inicio de la batalla, percibe también entre el fragor de la lucha la intervención de Dios en bien de su pueblo. Como señala la juez, el Señor exige de Barac el compromiso militar para que dirija el ejército contra las tropas cananeas. La mención de Dios entre el fragor de la batalla señala otro aspecto de la dimensión profética en que Débora ejerce la judicatura; pues el texto encomia a la mujer que sabe percibir entre los avatares de la lucha el compromiso de Dios con el pueblo doliente.

    Entre las páginas del libro de los Jueces, sorprende la implicación de Dios en hechos de armas; sin embargo, la intervención de Dios propicia siempre la liberación del oprimido. De ese modo, el redactor del libro enfatiza que Dios está siempre de parte de los pobres; Débora, profetisa y juez, certifica con su palabra y su compromiso la solidaridad de Dios con quienes sufren bajo la bota de los prepotentes.

    El relato sentencia la derrota de las tropas cananeas, pero adscribe la muerte de Sísara a la astucia de otra mujer, Yael, la esposa de Jéber, el quenita (Jc 4,11.17-22). ¿Quién es Jéber? A decir de la Escritura, los hijos de Jobab, el quenita, suegro de Moisés, subieron con los de Judá, desde la Ciudad de las Palmeras hasta el desierto de Judá (Jc 1,16). A tenor de la información bíblica, las relaciones entre la estirpe de Jobab y los israelitas eran buenas.

    No obstante, Jéber, el quenita, se había separado de los hijos de Jobab y había plantado su tienda en torno a la encina de Saananín, cerca de Cades (Jc 4,11); además, como precisa el relato, había buenas relaciones entre Yabín, rey de Jasor, y la familia de Jéber, el quenita (Jc 4,17). Cabe suponer, por tanto, que Jéber había cercenado las buenas relaciones que el resto de los hijos de Jobab mantenían con los israelitas (Judá), para trenzar lazos con Yabín; de ese modo, aunque fuera indirectamente, Jéber toleraría la opresión de Yabín contra los israelitas.

    Ateniéndonos a las costumbres antiguas, Yael, esposa de Jéber, no tenía más alternativa que asumir la posición política de su marido, favorable a los cananeos y adversa a los israelitas. Sin embargo, asume la determinación de acabar con la vida de Sísara, presunto aliado de su marido, para salvar a los israelitas ¿Cómo lo hace?

    Mientras sucumbía el ejército cananeo, Sísara buscó refugio en la tienda de Yael. La mujer, ateniéndose al buen entendimiento entre Yabín y Jéber, acogió a Sísara, pero cuando el sueño venció al general, le mató clavándole una estaca en la sien para coronar así la victoria israelita sobre los cananeos. Más tarde, cuando Barac llegó a la tienda, Yael le mostró el cadáver de Sísara.  La astucia de Yael pudo sugerirle que la victoria israelita acarrearía dificultades al clan de su marido, aliado de Yabín; por esa razón, habría matado a Sísara para granjearse así el favor israelita, el beneplácito del ejército vencedor.

    Aun así, cabe una explicación alternativa que radica en el empeño de Yael por la instauración de la justicia. Los ejércitos de Yabín llevaban veinte años oprimiendo Israel; como sabemos, los israelitas clamaron ante Débora quien alentó la decisión de Barac para acabar con las tropas enemigas. Yael, esposa de Jéber, aliado de Yabín, antepuso la lucha por la justicia a la inveterada sumisión a su marido, partidario de Yabín, por eso, contravino los pactos de Jéber con los cananeos y acabó con la vida de Sísara. Así, Yael supo desprenderse de la sumisión a su marido para orientar su vida por el compromiso personal que deshace la maldad para implantar la justicia. El laurel no cubre las sienes de Barac, sino la cabeza de Débora y Yael. Como señala la Escritura, el Señor ha desjarretado los carros de Yabín por el empeño de Débora y ha vencido a Sísara por mano de Yael.

    La magnificencia de Débora puede parangonarse con la grandeza de Samuel. Ambos fueron profetas y jueces, aconsejaron al pueblo, y suscitaron líderes que salvaron Israel: Débora suscitó a Barac y Samuel a Saúl (Jc 4,6; 1Sm 7,8). En una sociedad regida por varones, la mujer constituye la metáfora de quienes cuentan poco, pero, como enfatiza el relato, el papel de Débora y Yael, resulta decisivo para la instauración de la justicia.

2.2.Cántico de Débora y Barac: Jc 5.

Al decir de los estudiosos, el poema es muy antiguo. Sin duda, el redactor del libro de los Jueces puso el cántico en labios de Débora y Barac para recalcar cómo ambos personajes encomian la actuación del Señor que salva a su pueblo y acaba con los enemigos. Los versos destacan la magnificencia del Señor, como verdadero protagonista de la victoria israelita; al lado de Dios, Débora y Barac se convierten en instrumentos de la voluntad divina.

    Desde este horizonte, el poema destaca la libertad de Dios para elegir a los redentores de su pueblo. En el seno de una sociedad regida por varones, parecería lógico que Dios eligiera un hombre para salvar Israel, pero Dios, señor de la historia, se vale de la grandeza de Débora y Yael. El poema reivindica solemnemente el papel decisivo de la mujer, oculto por la prepotencia masculina, en la construcción política de la sociedad israelita.

    La victoria israelita sobre las huestes cananeas traspira el empeño de Dios por salvar a su pueblo. La mentalidad antigua concebía los astros como el ejército divino. El ejemplo más elocuente figura en libro de Josué, donde el paladín grita: “¡Sol, detente en Gabaón! ¡Y tú luna, sobre el valle de Ayalón! Y el sol se detuvo y la luna se paró hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos” (Js 10,13). Atento a esta perspectiva, el Cántico de Débora interpreta el triunfo israelita desde la conjunción de los astros, metáfora del poderío divino, para conceder a Israel la victoria: “Desde los cielos combatieron las estrellas, desde sus órbitas combatieron contra Sísara” (Jc 5,20).

   La mentalidad arcaica el suelo de la tierra como un arma divina contra los adversarios de Dios. Un ejemplo significativo figura en la historia de Coré, Datán y Abirón. Cuando los tres personajes se amotinaron contra Moisés y Aarón, “la tierra abrió sus fauces y se los tragó, a ellos y a sus familias, junto con los secuaces de Coré y sus bienes” (Nm 16,32). En ese sentido, el cántico de Débora celebra la fiereza del torrente Quisón, símbolo del envite contra las tropas de Sísara: “El torrente Quisón los barrió (al ejército de Sísara)” (Jc 5,21).

    Ensalzada la función del cielo y de la tierra, y la fiereza del suelo terrestre, el poema elogia la grandeza de cuatro personajes que combatieron por la libertad de Israel: Sangar, Débora, Barac y Yael. El juez Sangar, hijo de Anat, derrotó a los filisteos, a golpes de aguijada de bueyes salvó Israel (Jc 3,31; 5,6). No obstante, el país cayó en el oprobio hasta que amaneció la nobleza de Débora; el poema ensalza el prestigio de la mujer juez mediante el aura del vocativo, “oh Débora”, a la vez que le confiere el mejor elogio: “madre de Israel” (Jc 5,7).

    El título “madre de Israel” subraya el valor de la naturaleza femenina de Débora. Antes de la irrupción de la mujer juez, Israel se consumía en el peor sinsentido. La idolatría, disfraz de la injusticia, imperaba en el país, mientras los enemigos golpeaban las puertas de las ciudades, pues Sísara, al frente de una coalición de reyes, empujaba el país a la fosa (Jc 5,19). Cuando Israel caminaba hacia la muerte, apareció Débora que, simbólicamente, lo engendró de nuevo como guerrero valiente, pues el compromiso político de la mujer determinó el alzamiento de Barac que batió a las tropas de Sísara e instauró durante cuarenta años la paz en el territorio.

    Desde el prisma de la metáfora, Débora, madre de Israel, “volvió a engendrar la comunidad israelita”; la asamblea, sumida en la idolatría y presa del terror cananeo, volvió a nacer, gracias al empeño de la mujer fuerte. La decisión de la mujer juez “para hacerse cargo de la batalla” cedió la espada a Barac para batir las filas de Sísara; de ese modo, el pueblo oprimido y condenado a la extinción pudo nacer de nuevo y gozar de paz durante cuarenta años.

     Al trasluz de la perspectiva poética, el título “madre de Israel” trae a la memoria el elogio de Eliseo a su maestro, Elías, cuando le dijo: “Padre mío, padre mío, carro y auriga de Israel” (2Re 3,4); a la vez que recuerda el aprecio del rey Joas por Eliseo, cuando le saludó: “¡Padre mío, padre mío, carro y auriga de Israel!” (2Re 13,14). Mediante la locución “padre mío”, la Escritura destaca el papel decisivo de ambos profetas en la liberación de Israel del yugo extranjero. Así como Elías y Eliseo recalcan el cariz masculino de la política liberadora, el testimonio de Débora, “madre de Israel”, evoca el papel relevante y silenciado de la mujer en los avatares que tejen la salvación del pueblo oprimido.
    
    La locución “carro y auriga” evoca el carro ligero, diseñado en Mesopotamia, que significó una revolución en el arte de la guerra. El carro ligero llevaba tres guerreros: un auriga, un arquero o lancero, y un defensor que, portando un escudo, protegía la vida de los otros dos. El carro ligero llegó a ser tan decisivo que la capacidad de un ejército se medía por el número de carros; de ahí que la locución “carros y caballos” o “carros y aurigas” llegara a convertirse en un denominativo del ejército.

    Cuando el relato reconoce a Elías y Eliseo como “carro y auriga de Israel” destaca en ambos profetas la personalidad de quienes guiaron la lucha, política y militar, que desembocó en la construcción de la sociedad solidaria e independiente del poder extranjero. La expresión “padre mío” indica, desde el prisma de la metáfora, el compromiso de Elías por ‘engendrar’, desde la identidad anodina de un labriego de Abel Mejolá, a un profeta decisivo en la historia de Israel, Eliseo.

    La vivencia de Débora evoca, en buena medida, el compromiso de Elías y Eliseo. Como ellos fue profetisa. Empeñó su vida en la militancia política que restauró la dignidad israelita. Desde el llanto de una comunidad sometida, ‘engendró’ el gozo de un pueblo liberado; desde la debilidad de un guerrero pusilánime, ‘engendró’ a Barac para salvar a Israel del flagelo de Sísara. En analogía con Elías y Eliseo, ‘padres y aurigas de Israel’, Débora, ‘madre de Israel’, empeñó su vida por ‘engendrar’ un pueblo nuevo, a los héroes que batieron a Sísara a orillas del Quisón.

    El Cántico establece la grandeza o mezquindad de las tribus en relación con la confianza que depositaron en Débora y en su hijo espiritual, Barac. Los versos bendicen la esplendidez de Efraín, Benjamín, Zabulón, Isacar y Neftalí, a la vez que ensalzan la valentía de Maquir. A modo de contrapunto, censuran la ruindad de Dan, Rubén y Aser, al mismo tiempo que fustigan la estulticia de Galaad y Meroz (Jc 5,14-23ª).

    La magnificencia de Débora dejó huella en el imaginario popular. Aunque el poema sea antiguo, recibió retoques y adiciones a lo largo del tiempo. Como señalan los comentaristas, cabría destacar la más relevante: “¡Despierta, Débora, despierta! ¡Despierta, ponte en pie, entona un cantar!” (Jc 5,12). La expresión recuerda los versos de Isaías que imploran la intervención divina para restaurar la justicia y la equidad social: “¡Despierta, brazo del Señor, despierta y ármate de fuerza! ¡Despierta como antaño, como hiciste en el pasado!” (Is 51,9); y también evoca las invectivas proféticas para que Jerusalén retome su antigua prestancia: “¡Despierta, Jerusalén, despiértate y ponte en pie!” (Is 51,17).

    Atendiendo a la relación entre el canto de Débora y el clamor de Isaías, cabe aventurar que la comunidad hebrea, cuando atravesaba épocas sombrías, rememoraba el cantar de la mujer juez como acicate para sembrar entre el pueblo el ansia de honestidad y el anhelo de justicia. La memoria de la profetisa se convirtió en modelo de quienes pugnaban por ‘engendrar’ la comunidad israelita desde los parámetros de la solidaridad y la justicia.

    Al compás de Débora, asoma la figura de Yael, la mujer que coronó con sus manos la victoria israelita: “¡Bendita entre las mujeres, Yael!” (Jc 5,24). El encomio de Yael trasluce la valentía de Judit; pues, cuando hubo cortado la cabeza de Holofernes, Ozías, dirigente de la ciudad de Betulia, dijo a la mujer: “¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra!” (Jt 13,18). Sin duda, la gesta de Yael se convierte en uno de los modelos con que la Escritura dibuja la grandeza de Judit. La advertencia de Débora a Barac: “Dios entregará a Sísara en manos de una mujer” (Jc 4,9), también encuentra su paralelo en la historia de Judit, pues Dios abatió la soberbia de Holofernes por mano de mujer (Jt 9,10); de modo análogo la astucia de Yael vuelve a encontrar su correlato en el arrojo de Judit, cuando decapitó a Holofernes.

    La relación estrecha que destila la actuación de Débora y Yael con la valentía de Judit subraya que las heroínas del tiempo de los jueces esbozaron el modelo de la mujer comprometida en la liberación de su pueblo. Algunos comentaristas sugieren que la presencia de Barac es del todo irrelevante, de ahí intuyen que el relato recogía tan sólo la actuación de Débora y Yael; sólo más tarde, algún redactor, con la intención de aminorar el empaque femenino, introdujo en el relato la figura de Barac. Sea lo que fuere del proceso de redacción, la narración, tal como nos ha llegado, señala que el papel de ambas mujeres no quedó olvidado en el recuerdo nebuloso del pasado, sino que se convirtió en el patrón con que cortar el arrojo de quienes lucharon por la libertad de su pueblo, Israel.