lunes, 25 de mayo de 2020

domingo, 17 de mayo de 2020

¿QUÉ SIGNIFICA EL HOMBRE NUEVO?



                                              Francesc Ramis Darder
                                              bibliayoriente.blogspot.com




En analogía con el Maestro, la comunidad cristiana primitiva se entendió a sí misma desde el horizonte de la novedad. No en vano, el adjetivo “nuevo” califica la identidad de la Iglesia naciente: la “nueva Jerusalén (kaine)” (Ap 3,12; 21,2) o la comunidad de la “nueva alianza (kaine)” (Hb 8,8), los cristianos se identificaron desde el prisma del “hombre nuevo (kaine)” (Ef 4,24). La “enseñanza nueva (kaine) llena de autoridad (exousia)” (Mc 1,27) convirtió a los seguidores de Jesús en “hombres nuevos (kaine)” (Ef 4,24). Así pues, el atractivo de las primeras comunidades radicaba en la certeza de poseer la “novedad (kaine)” y la “autoridad (exousia)”, recibidas de Jesús, capaces de ofrecer una “forma de vida” que colmara el “sentido de la existencia” de todo ser humano. La Iglesia tiene la capacidad de hacer de los conversos “hombres nuevos”; ¡ese era, sin duda, su gran atractivo!

Ahora bien, ¿en qué consistía la identidad del hombre nuevo? Con intención de responder, debemos sondear el AT por cuanto concierne al concepto de “creación (br’)”. El AT refiere la raíz “crear (br’)” exclusivamente a la actuación divina; el hombre “hace” y “fabrica” (Is 44,9-20), pero solo Dios “crea (br’)” (Gn 1,1).

    Adoptando un aspecto de la teología de la creación, la profecía de Isaías refiere el estado del pueblo que, sumido en la idolatría, estaba abocado a la extinción. En plena indigencia, el Señor dice a su pueblo: “No temas”; luego increpa a los ídolos, ocultos bajo la mención de los puntos cardinales: “Diré al Norte […] y al Sur […] Haz venir a mis hijos desde lejos, y a mis hijas del extremo de la tierra, a todos los que llevan mi nombre, a los que creé (br’) para mi gloria, a los que he hecho (hyh) y formado (ytsr)” (Is 43,1-7). Conviene recalcar que el término “formado (ytsr)” perfila también la manera en que una madre modela al hijo en su seno (cf. Is 44,2); de ese modo, la profecía certifica que Dios no crea a golpes a su pueblo, lo modela con la ternura de una madre. En definitiva, el texto isaianao muestra como el Señor crea, hace, y forma a su pueblo, con amor maternal.

     Una vez que el Señor ha creado, hecho y formado a su pueblo, continúa reseñando la profecía, la asamblea deja de ser un enjambre sordo y ciego, eco de la opresión idolátrica (Is 42,15-25), para convertirse en la comunidad que da testimonio de la bondad divina ante las naciones; así dice el Señor respecto de la comunidad que ha creado: “Vosotros sois mis testigos” (Is 43,8-15).

      De ese modo, la profecía entiende el proceso de “creación (br’)” como la “relación nueva” que Dios establece con su pueblo, gracias a la cual el pueblo percibe su identidad desde la relación gratuita y amorosa que Dios ha establecido con la comunidad. Volvamos al ejemplo anterior. La comunidad hebrea estaba sumida en el abatimiento porque fundaba su identidad en la relación que mantenía con los ídolos, aludidos tras la mención del Norte y del Sur; entonces, el Señor lo arranca de la relación que mantiene con los fetiches para establecer con la asamblea una relación nueva con la que el pueblo deja de ser un enjambre que deambula en el sinsentido para convertirse en la comunidad que proclama la gloria de Dios entre las naciones. En síntesis, Israel deja de ser un “pueblo idólatra” para convertirse en un “pueblo nuevo” gracias a la relación, entendida como “creación”, que Dios ha establecido con él.

     Como señala el NT, ápice de la Antigua Alianza, la Iglesia constituye el Israel de Dios (Gal 6,16), acrisolado en el AT. Así pues, cuando alguien, judío o pagano, se adhería a la Iglesia, depositaria de la autoridad (exousia) de Jesús (Mt 28,18-19), nacía como “hombre nuevo (kaine)” (Ef 4,24). Así, tanto judíos como paganos, adheridos a Jesús, alma de la Iglesia, pueden confesar: “Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que practicásemos” (Ef 2,10); de modo más abreviado: “revestíos del hombre nuevo, creado según Dios” (Ef 4,24b).

     Desde este horizonte, la mención del hombre nuevo no alude a un simple amejoramiento personal, implica una “creación nueva” del ser humano (Gal 6,15). Recogiendo el significado del término creación, el NT certifica: “el que está en Cristo es una creación nueva; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Cor 5,17). En este mismo sentido, proclama el apóstol Pablo: “para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). Sin duda, después de la conversión, el sentido de la vida de Pablo ya no reposaba en la espera de un Mesías futuro ni en la acérrima defensa del judaísmo, sino en “Aquel […] que le ha revelado a su Hijo para que lo anuncie entre los gentiles” (Gal 1,15-16). Desde esta óptica, Pablo es un “hombre nuevo”, pues su vida reposa en Cristo y se orienta hacia la proclamación de Cristo. ¡Esa era la identidad del “hombre nuevo” modelado a imagen de Jesús en el torno de la Iglesia!


lunes, 11 de mayo de 2020

JEREMÍAS: METÁFORA DEL ALMENDRO

 

                                                                                   Francesc Ramis Darder
                                                                                   bibliayoriente.blogspot.com





El Señor nunca nos abandona. Incluso cuando nuestra vida toma el rumbo del sinsentido, Dios permanece fiel junto a nosotros, esperando el momento en que volvamos a su regazo.

    Jeremías no fue un profeta triunfante. Nadie escuchó su mensaje. Al final de su vida, tuvo que abandonar Jerusalén para emigrar a Egipto. Antaño, el Señor había liberado a los israelitas de la esclavitud impuesta por el faraón (Ex 14-15); ahora, Israel inmerso en su fracaso regresa a la tierra de sus lamentos.

    ¿Cómo pudo Jeremías ser testigo de la fidelidad de Dios en tiempos de tiniebla? La primera visión del profeta ofrece la respuesta mediante una bella metáfora (Jr 1,11-12). El profeta cumplió su misión porque supo que en todo momento el Señor le protegía bajo la sombra de su ternura. Recreémonos en la visión.

    Jeremías ha escuchado la llamada de Dios, ha comprendido la dificultad de la misión y ha sentido el escalofrío del miedo. Se preguntaría en su corazón ¿cómo cumpliré la voluntad de Dios? Entonces, el Señor le ordena salir al campo. Supongamos que estamos en invierno, cuando todos los árboles están sin hojas ni frutos esperando la primavera. Entre aquellos árboles que duermen el sueño invernal, Jeremías observa un árbol cuyas flores blancas velan el sueño de los otros árboles.

    Los almendros florecen en invierno, y con sus flores abiertas parece que guardan a los demás árboles hasta que despierten en primavera. No en vano la lengua hebrea conoce al almendro como “el árbol que vela, el árbol que sabe escuchar”. El Señor revela a Jeremías: ‘Yo soy un almendro. Te ha correspondido ser mi profeta durante el invierno de la historia de mi pueblo. Yo te envío para que recuerdes a los israelitas que estoy siempre a su lado. Pocos te escucharán; pero, en el desánimo, recuerda que junto a ti está el Señor que como un almendro vela por tu vida y la de su pueblo, hasta que llegue la primavera en la que Israel florezca de nuevo”.

    La labor de Jeremías fue dura e incomprendida, pero a él nunca le faltó la certeza de que Dios le acompañaba, y que como un almendro velaba por su vida durante el invierno de la historia israelita.

    La existencia de Israel reposaba en la capacidad de escuchar la voz cálida y exigente de Dios que habla desde el hondón del alma. Recordemos el gran precepto dirigido por Dios a su pueblo: “Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,4-9).

    Israel había perdido durante la época de Jeremías la capacidad de escuchar, la pasión por amar y la actitud de guardar en el corazón las palabras de la vida. El pueblo elegido comenzaba a atravesar el largo invierno de su historia.

   En este momento, Israel levantó los ojos y contempló Palestina. Era invierno, los árboles no tenían flores e, igual que Israel, parecía que también habían perdido el deseo de vivir. Pero desplegando la vista hacia la magnitud del horizonte, Israel descubrió un árbol en flor. Un árbol que en el frío del invierno era capaz de hacer germinar una flor blanca. Un árbol rodeado por la grisalla del invierno que aún tenía fuerzas para alumbrar una flor. Con esta flor abierta escuchaba a los otros árboles, sus hermanos, y les anunciaba que aquel crudo invierno no duraría para siempre. La flor blanca y abierta pregonaba la primavera por llegar y daba testimonio de que, al final, siempre triunfa la vida.

    Israel sumido en el invierno de su historia quedó impresionado por árbol que velaba a los otros y con su flor abierta los sabía escuchar. Y puso nombre a aquel árbol, le llamó almendro, que en lengua hebrea significa “el árbol que vela” o “el árbol que sabe escuchar”.

    Mediante la metáfora del almendro, Israel descubrió que “saber escuchar a Dios y al prójimo” requiere silencio y paciencia pero, sobre todo, exige amar apasionadamente la vida, amar profundamente el corazón de los otros, creer que la humanidad será capaz algún día de hacer brotar sus flores en primavera y dar los mejores frutos de su ternura.


jueves, 7 de mayo de 2020