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sábado, 11 de abril de 2020

DIOS Y CORONAVIRUS




                                                                                   Francesc Ramis Darder
                                                                                   bibliayoriente.blogspot.com



Homilía pronunciada por P. Rainiero Cantalamessa OFMc en la Basílica Vaticana durante la celebración litúrgica del Viernes Santo



"Dios participa en nuestro dolor para vencerlo", y en medio de tanto sufrimiento causado por esta pandemia, "es aliado nuestro, no del virus". Son las palabras del Padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia, en la homilía de la celebración de la Pasión del Señor, presidida por el Papa Francisco en la Basílica de San Pedro. El fraile capuchino lanzó un mensaje contundente: "No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Construyamos una vida más fraterna, más humana y más cristiana". Compartimos la homilía completa.
Ciudad del Vaticano
La tarde del 10 de abril, Viernes Santo, día en el que la Iglesia recuerda la crucifixión y la muerte de Jesús, el Papa Francisco presidió la celebración de la Pasión del Señor en una solemne Basílica de San Pedro vacía, sin la presencia física de los fieles a causa de la pandemia del coronavirus que ha forzado el aislamiento de millones de personas en todo el mundo.
El encargado de pronunciar la homilía fue el padre Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia. A continuación, compartimos el texto integral.
San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen1. Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la palabra de Dios le da. 
Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: «Yo soy inocente de la sangre de este hombre» (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5, 1-5)

Pero hay un efecto que la situación en acto nos ayuda a captar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él.
Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. «Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! «Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo». Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de «sacramento universal de salvación» para el género humano.
¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar. La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir «del exilio de la conciencia». Ha bastado el más pequeño y deforme elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen» (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!
Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.
Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. 
Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! «Tengo proyectos de paz, no de aflicción», nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros?
¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios "sufre", como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. «Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien».
¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama «sabiduría de Dios». 
El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de un nuestro poeta: «¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el misterio» 5. Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado  el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la «recesión» que más debemos temer.
De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).
Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario,  pero más rico en humanidad.
La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38).
¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido 6. Es él quien nos impulsa a hacerlo: «Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).
Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto —le dijo a Nicodemo— así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una «serpiente» venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue «levantado» por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna.
"Después de tres días resucitaré", predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!

viernes, 30 de marzo de 2018

JESUS WASHING THE FEET OF HIS DISCIPLES



                                                   Francesc Ramis Darder
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JUEVES SANTO DIA DEL AMOR FRATERNO



Francesc Ramis Darder
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viernes, 26 de enero de 2018

LENT AND HOLY WEEK


Francesc Ramis Darder
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CUARESMA Y SEMANA SANTA


Francesc Ramis Darder
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QUARESMA I SETMANA SANTA


Francesc Ramis Darder
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domingo, 12 de febrero de 2017

CUARESMA Y SEMANA SANTA 2017

ORACIÓN CUARESMA Y SEMANA SANTA 2017


 Francesc Ramis Darder
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La oración es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El (S. Agustín).



Metodología para la oración:

1.Comencemos haciendo unos momentos de silencio; Sintámonos bien con nosotros mismos, en paz.

2.Observemos nuestra vida. Aquellas situaciones que nos alegran, y también aquellas que nos provocan angustia y dolor.

3.Leamos algún texto de la Sagrada Escritura (en estas hojas tenemos un conjunto de citas tomadas de la Biblia). Elijamos una cada día de la Cuaresma y de la Semana Santa. Leámoslo despacio. Fijémonos en alguna palabra o en alguna frase que pueda iluminar nuestra vida.

4.En nuestro interior vayamos repitiendo lentamente esta palabra o esta frase.

5.Apliquemos esta palabra o esta frase a la situación de nuestra vida que antes hemos contemplado. Pidamos a Dios que nuestro actuar vaya en consonancia con estas palabrasra que hemos repetido en nuestro interior.



MARZO

Día 1. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que brota de la boca
              de Dios” (Mt 4, 4).

2. “El Reino de Dios no tiene que ver con lo que uno come o bebe; camina en la
       justicia, la paz y el gozo del Espíritu Santo” (Rm 14, 17).

3. “Hermanos: Habéis sido llamados a la libertad, pero no os aprovechéis con
        egoísmo, sino al contrario: por el amor servios unos a otros” (Gal 5, 13).

4. “Aspirad a las cosas grandes ... sintonizad con las cosas de más arriba,
        no con las  de la tierra” (Col 3, 1-2).

5. “En verdad os digo: el comportamiento que habéis tenido con cualquiera de mis
      hermanos más pequeños, lo habéis tenido conmigo” (Mt 25, 40).

6. “No te avergüences nunca de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo”
      (2 Tm 1, 8).

7. “Dios es Espíritu, por eso aquellos que le adoran deben hacerlo en espíritu y en
      verdad” (Jn 4, 24).

8. “El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad: en la oración, nosotros no
      sabemos a ciencia cierta lo que debemos pedir, pero el Espíritu en persona
      intercede por nosotros con gemidos”  (Rm 8, 26).

9. “Si alguno de vosotros quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que tome su
      cruz y que me siga” (Lc 9, 23).

10. “Vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis” (Mt 6, 8).

11. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por
      añadidura” (Mt 6, 33).

12. “Si os mantenéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos, tendréis
      experiencia de la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32).

13. “¡ Cuántas gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro !” (Rm 7, 25).

14. “El amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo
       que  nos ha dado”  (Rm 5, 5).

15. “Seguidme y os haré pescadores de hombres”  (Mc 1, 17).

16. “No habéis recibido espíritu de esclavos para tener miedo, sino un espíritu de
        hijos, que nos hace clamar con fuerza: Abba, Padre” (Rm 8, 15).

17. “Dejad de amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las
        echan a perder y donde los ladrones abren boquetes y roban”  (Mt 6, 20).

18. “Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no se de cuenta de que lo hace
        tu derecha” (Mt 6, 3).

19.“Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, paciencia, humanidad,
        bondad,   fidelidad, mansedumbre, control de uno mismo” (Gal 5, 22).

20. “Pues si perdonáis las culpas a los demás, también vuestro Padre del Cielo os
        perdonará a vosotros” (Mt 6, 14).

21. “Pienso que todos los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con
        la felicidad que se ha de revelar en nosotros” (Rm 8, 18).

22. “Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
       nosotros,  ¿ cómo es posible que con El no los lo regale todo ?” (Rm 32).

23. “El ayuno que yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los
        cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, partir tu pan con el
        hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo ...”
        (Is 58, 6-7).

24. “El Señor es Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor hay libertad”
        (2 Cor 3, 17).

25. “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos”
       (Mt 5, 3).

26. “Amad a vuestros enemigos y rezad por aquellos que os persiguen; así os
        asemejaréis a vuestro Padre del Cielo, que hace salir el Sol sobre buenos y
        malos y envía la lluvia a justos e injustos” (Mt 5, 44-45).

27. “Aquello que viene de fuera no puede ensuciar al hombre ... lo que le ensucia
        es   aquello que le sale de dentro” (Mc 7, 18.21).

28. “Igual que mi Padre me amó os he amado yo. Manteneos en ese amor que os
        tengo, y para manteneros en mi amor cumplid mis mandamientos” (Jn 15, 9).

29. “A los ricos de este mundo insísteles en que no sean soberbios ni pongan su
        confianza en riqueza tan incierta, sino en Dios que nos procura todo en
        abundancia para que lo disfrutemos” (1 Tm 6, 17).

30. “Estad siempre alegres, orad constantemente, dad gracias en toda circunstancia
        porque esto quiere Dios de vosotros como cristianos” (1 Tes 5, 17).

31. “Si yendo a presentar tu ofrenda ante el altar, te acuerdas allí que tu hermano
        tiene algo contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, y ve primero a reconciliarte
        con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23).


ABRIL

1. “Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la
        viga que tienes en el tuyo” (Mt 7, 3).

2. “No basta decir  <Señor, Señor> para entrar en el Reino de los Cielos; no, hay
        que poner por obra el designio de mi Padre del Cielo” (Mt 7, 21).

3. “Acercaos a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os daré
        respiro” (Mt 11, 28).

4. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he
        amado, amaos también entre vosotros. En eso conocerán que sois discípulos
        míos: en que os amáis unos a otros” (Jn 13, 34-35).

5. No estéis agitados; fiaos de Dios y fiaos de Mí” (Jn 14, 1).

6. “No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os eleg a vosotros y os destiné a
      que os pongáis en camino y deis fruto” (Jn 15, 16).

7. “Os he dicho estas cosas para que gracias a Mí tengáis paz. En el mundo
      tendréis  apreturas, pero, ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

8.  “Por consiguiente acogeos mutuamente como el Mesías os acogió para honra
       de Dios” (Rm 15, 7).

9. “A nadie le quedéis debiendo nada más que el amor mutuo, pues el que ama a
      otro tiene cumplida la Ley” (Rm 13, 8).

10. “Esmerémonos en lo que favorece la paz y construye la vida común”
     (Rm 14, 19).

11. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”
        (Mt 5,7).  

12. “Así que esto queda: fe, esperanza, amor; estas tres, y de ellas la más valiosa
      es el amor” (1 Cor 13, 13).

13. “Por consiguiente, queridos hermanos, estad firmes e inconmovibles, trabajando
      cada vez más por el Señor, sabiendo que vuestras fatigas como cristianos no
      son inútiles” (1 Cor 15, 58).

14. “El favor del Señor Jesús Mesías y el amor de Dios y la solidaridad del Espíritu
      Santo, estén con todos vosotros” (2 Cor 13, 13).

15. José de Arimatea descolgó el cuerpo de Jesús, lo envolvió en la sábana y lo puso
     en un sepulcro que estaba excavado en la roca; luego, hizo rodar una piedra
     sobre la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la de Joset se fijaban
    donde era puesto (Mc 15,46-47).

16. Jesús de Nazaret, el Crucificado, ¡HA RESUCITADO!  (Mc 16,6).


lunes, 23 de mayo de 2016

¿CÓMO ENTENDIÓ JESÚS EL SUFRIMIENTO?


                                                   Francesc Ramis Darder
                                                   bibliayoriente.blogspot.com


A lo largo del Evangelio, apreciamos en diversas ocasiones el sufrimiento de Jesús (ver: Lc 4,29-30); aún así, el padecimiento adquiere particular relevancia en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-42) y en la cruz del Calvario (Lc 23,44-49). En el huerto y entreviendo el dolor de la cruz, el penar de Jesús fue especialmente duro, pues dijo a sus discípulos: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mc 14,34); sin embargo, Jesús no se dejó abatir por la angustia, sino que exclamó: “Padre: tú lo puedes todo, aparta de mi este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres” (Mc 14,36). Como ers obvio, Jesús palpó el miedo ante la pasión inminente, pero no sucumbió a las zarpas del miedo, sino que puso toda la confianza en las manos del Padre. Más tarde, en la cruz, Jesús padeció sin media; pero, transido de dolor, exclamó: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46); sin duda, Jesús sintió el dolor de la cruz, pero no cedió al ajenjo del miedo, sino que depositó su confianza en las manos del Padre.

    Las páginas del evangelio definen a Jesús como Hijo de Dios (ver: Mc 16,16), a la vez que muestran como el mismo Jesús se dirige a Dios como su Padre (ver: Mt 10,32). Ahora bien y como hemos expuesto, es en el momento de mayor sufrimiento, en Getsemaní y en el Calvario, cuando Jesús vive con mayor hondura su comunión con el Padre. Constatando la experiencia de Jesús, podemos extraer una primera conclusión; adoptando una vez más una perspectiva catequética, percibimos como el sufrimiento ha sido la mediación que ha crisolado la comunión entre Jesús y el Padre.

    El compromiso en la pastoral sanitaria muestra que, a veces, cuando un enfermo está en estado grave, solicita la visita del capellán, o suplica el auxilio espiritual de un voluntario; también muestra que parte del personal sanitario, si no es creyente, a veces atribuye el deseo del enfermo al pánico que siente ante el dolor o la muerte. Desde la perspectiva cristiana, debemos entender que bajo la súplica del enfermo se esconde la ocasión que Dios le concede para que pueda encontrarse con él en un momento difícil de su vida. El dolor del enfermo y su solicitud de ayuda constituye la ocasión que Dios brinda al voluntario de la pastoral sanitaria para que pueda decir al enfermo las mismas palabras de Jesús: “¡No tenga miedo!”. Desde la perspectiva cristiana podemos afinar la conclusión; así como el penar de Jesús fue la “ocasión” que acrisoló su comunión con el Padre en Getsemaní y en el Calvario, el dolor del enfermo es la ocasión que Dios le ofrece para encontrarse con él en el lecho del dolor.

    Ahondando en la cuestión, el evangelio descubre aun otra perspectiva que permite intuir el valor teológico del sufrimiento de Jesús. El prólogo del evangelio de Juan abre sus versos con la mayor solemnidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1); más adelante, certifica: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Así, el poema sentencia que el Hijo de Dios se hizo carne en la persona de Jesús de Nazaret; conviene precisar que el término “carne” constituye un sinónimo del vocablo “hombre”, en cuanto ser caduco y mortal.

    Si después del Prólogo continuamos leyendo el evangelio de Juan, apreciaremos que Jesús recibe títulos de gran hondura teológica. Juan Bautista le llamará: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); los discípulos del Bautista le llamarán “Rabí” (Jn 1,38); Natanael le dirá “Hijo de Dios” y “Rey de Israel” (Jn 1,49); la Samaritana le llamará “Señor” (Jn 4,11); los apóstoles le dirán “Maestro” (Jn 4,31), etc. Sin embargo para encontrar un personaje que se dirija a Jesús llamándole “hombre”, alegoría del término “carne”, tenemos que aguardar a los relatos de la pasión. Encontramos el término “hombre” en las palabras que Caifás, sumo sacerdote, había dirigido al consejo judío para sugerir la condena de Jesús: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo” (Jn 18,14); como es lógico, el sustantivo “hombre” se refiere a Jesús de Nazaret. La narración de la pasión presenta otro personaje que apela al sustantivo “hombre” para dirigirse a Jesús; mientras el Sanedrín interrogaba a Jesús, una portera dijo al apóstol Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?” (Jn 18,17); de nuevo el vocablo “hombre” alude a la identidad de Jesús.

    En los relatos de la pasión, como acabamos de exponer, aparece el término “hombre” para definir la personalidad de Jesús. No obstante, la identificación más relevante de Jesús como hombre brota de labios de Pilato. Tras interrogar a Jesús, el gobernador lo mandó azotar (Jn 19,1-16). La flagelación era una tortura especialmente cruel. En primer lugar, el reo era flagelado con varas; el golpe de las varas reblandecía la carne y destejía la piel. A continuación, sufría el azote del látigo. La forma del látigo consistía en un palo del que colgaban tiras de cuero, en el extremo de cada tira había una bola de plomo o un huesecillo. Cada vez el látigo golpeaba al reo, le arrancaba un pequeño trozo de carne; sin duda, era un momento muy doloroso.

    Después de azotar a Jesús, los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; cuando las espinar atravesaban la piel de la cabeza, rasgaban el hueso del cráneo hasta producir un dolor paroxístico. Por si fuera poco, los soldados se acercaban a Jesús para decirle: “¡Salve rey de los judíos!”; y como recalca el evangelio “le daban bofetadas” (Jn 19,3). Sin duda, la flagelación, la coronación de espinas, los insultos y las bofetadas constituyen un momento especialmente doloroso; Jesús sufre el dolor físico y la humillación psicológica. Según la opinión de algunos comentaristas, el episodio de la flagelación refleja el momento más doloroso, físicamente hablando, de la pasión.

    Cuando acabó la flagelación y la burla, Pilato presentó a Jesús ante las turbas que, vociferando, exigían su muerte. Mostrando a Jesús azotado, coronado de espinas, y cubierto por el manto, dijo Pilato a la gente: “He aquí al hombre” (Jn 19,5; ver: Is 53). Notemos la hondura teológica de la expresión. A lo largo del Cuarto Evangelio, como hemos expuesto, Jesús ha sido reconocido con títulos solemnes, pero solo en uno de los momentos de mayor sufrimiento, durante la flagelación, ha sido reconocido como “hombre”, por boca de Pilato. De modo parejo, la tradición sinóptica pone en labios del centurión, apostado al pie de la cruz, la identificación de Jesús como “hombre”, pues, contemplando la muerte de Jesús, exclamará: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). La cuestión teológica relevante estriba en constatar que en los momentos de mayor sufrimiento, el evangelio desvela la naturaleza humana del Hijo de Dios (Jn 1,1.14; 19, 1-16).

     Adoptando de nuevo la óptica catequética, la teología esboza una pregunta: ¿de que le sirvió al Hijo de Dios el dolor del sufrimiento? La teología también delinea la respuesta: el sufrimiento fue, desde la perspectiva teológica, la ocasión que permitió al Hijo de Dios hacerse plenamente hombre. Aguazando el sentido teológico, el sufrimiento fue el molde en que el Hijo de Dios llevó a plenitud el proceso de la encarnación (ver: Flp 2,1-11). Repitámoslo; el sufrimiento fue la mediación que hizo posible que el Hijo de Dios se hiciera hombre plenamente; pues, si no hubiera sufrido no habría palpado con hondura la caducidad de la existencia humana.


domingo, 27 de marzo de 2016

DOMINGO DE PACUA


                                                                        Francesc Ramis Darder
                                                                        bibliayoriente.blogspot.com



¡Cristo ha resucitado! La resurrección de Jesús es el acontecimiento central de nuestra fe. Es un acontecimiento tan esencial que a lo largo de la Cuaresma la lectura del Evangelio ha orientado nuestra vida por la senda de la conversión para que podamos celebrar con hondura la Pascua. Al inicio de la Cuaresma leíamos el Evangelio de las tentaciones de Jesús. El Señor encauzaba nuestra vida por la senda de la conversión. Nos enseñaba que la actitud de servicio hacia nuestro prójimo, la decisión de compartir nuestros bienes con los necesitados, y empeño por la vida humilde, nos abriría la puerta del Reino de Dios; en definitiva, Jesús nos enseñaba que la vivencia de la misericordia, expresión más genuina del amor, abre la puerta al gozo de la Pascua.

La resurrección certifica el triunfo definitivo del Evangelio de Jesús. Certifica que la misericordia, insignia del Evangelio del Señor, derrota a las fuerzas del mal, representadas por la soberbia. La resurrección sentencia que la entrega servicial de Jesús, manifestada en su amor por los pobres, vence la arbitrariedad de los poderosos, centrados en la codicia. La resurrección del Señor manifiesta que la humildad, emblema de los seguidores del Evangelio, triunfa sobre la hipocresía humana, superficial y efímera. Hoy, domingo de Pascua, celebramos la Buena Nueva de Jesús colma de sentido la existencia humana.

En el Evangelio que hemos proclamado, aparecían tres personajes significativos: María la Magdalena, el discípulo que Jesús amaba, y el apóstol Pedro. El más relevante es el segundo; a quien el Evangelio llama “el otro discípulo” o “el discípulo que Jesús amaba”. Su relevancia estriba en que creyó plenamente en la resurrección del Señor. Repasemos el itinerario del discípulo que captó la profundidad de la resurrección.

Cuando escuchó las palabras de María la Magdalena, no se quedó en el cenáculo esperando acontecimientos, sino que, acompañando a Pedro, marchó corriendo al sepulcro. La decisión supone un acto de valentía, pues tras la muerte de Jesús, los discípulos sufrían la amenaza de la autoridad judía. Conviene observar que la conducta del discípulo destila misericordia; pues su capacidad para escuchar a la Magdalena, la decisión de acompañar a Pedro, el empeño por emprender el camino hacia el sepulcro, y la actitud valiente acreditan la actitud misericordiosa del discípulo.

Al llegar al sepulcro se inclinó, y, sin entrar, vio los lienzos de amortajar. La palabra “inclinarse” define la actitud religiosa del discípulo. El término “inclinarse” no significa simplemente “agacharse”, sino que indica la fe del discípulo que se inclina, “se postra”, ante la manifestación de la actuación de Dios (ver: 1Pe 1,12). Cuando Jesús predicaba, dijo a sus discípulos: “El Hijo del hombre […] será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido, y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará”; pero, como recalca el Evangelio, “los discípulos […] no entendieron […] y no comprendieron lo que les decía” (Lc 18,31-34).

Como sucedía con los otros discípulos, el discípulo que Jesús amaba tampoco entendía el asunto de la resurrección; pero, como veíamos antes, ha asimilado la conducta misericordiosa y al llegar al sepulcro es capaz de “inclinarse”, de reconocer la actuación de Dios en la tumba vacía. Como señala el Evangelio, “hasta entonces no había entendido […] que Jesús había de resucitar de entre los muertos”; pero cuando “se inclina” reconoce la resurrección del Señor, entonces “ve” que las promesas de Jesús se han cumplido, y “cree” que Jesús es el salvador definitivo. La vivencia de la misericordia orienta al discípulo hacia la contemplación de la resurrección del Señor.

El discípulo que Jesús amaba constituye la metáfora del ‘discípulo ideal’, el que ha llegado a la plena intimidad con el Señor en el Reino de Dios; mientras la figura de María Magdalena y la personalidad de Pedro esconden la identidad de los ‘discípulos que aún estamos en camino’ hacia el pleno encuentro con el Resucitado. La actitud de María Magdalena se agota en la sorpresa y la actitud de Pedro se acaba en la extrañeza, pero ninguno de los dos “se inclina” ante la tumba vacía, presencia del Resucitado. Surge ahora una pregunta; los cristianos que aún estamos en camino, ¿cómo podemos ‘inclinarnos’ ante la presencia de Jesús resucitado? El Evangelio sentencia que la vivencia de la misericordia es el tormo donde Jesús forja nuestra vida para que podamos encontrarnos plenamente con él y ser, en medio del mundo, testigos de la ternura de Dios.


Sin duda, podemos encontrarnos con el Resucitado en cualquier ámbito de la vida, pero la sabiduría del Evangelio subraya dos ámbitos privilegiados donde el encuentro con el Señor se conjuga con la vivencia de la misericordia: la celebración de la Eucaristía, explicada entre las líneas del relato de los Discípulos de Emaús, y la opción por los pobres, recogida en la parábola del Buen Samaritano. El tiempo pascual nos invita a “inclinarnos ante el Señor resucitado”, especialmente presente en la celebración de la Eucaristía y en el rostro de los pobres, mediante la vivencia confiada de la misericordia; solo así nos convertiremos en testigos de la misericordia de Dios en la sociedad humana.