Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
A lo largo del Evangelio, apreciamos en diversas
ocasiones el sufrimiento de Jesús (ver: Lc 4,29-30); aún así, el padecimiento
adquiere particular relevancia en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-42) y en la
cruz del Calvario (Lc 23,44-49). En el huerto y entreviendo el dolor de la cruz,
el penar de Jesús fue especialmente duro, pues dijo a sus discípulos: “Mi alma
está triste hasta la muerte” (Mc 14,34); sin embargo, Jesús no se dejó abatir
por la angustia, sino que exclamó: “Padre: tú lo puedes todo, aparta de mi este
cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres” (Mc 14,36). Como ers
obvio, Jesús palpó el miedo ante la pasión inminente, pero no sucumbió a las
zarpas del miedo, sino que puso toda la confianza en las manos del Padre. Más
tarde, en la cruz, Jesús padeció sin media; pero, transido de dolor, exclamó:
“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46); sin duda, Jesús sintió
el dolor de la cruz, pero no cedió al ajenjo del miedo, sino que depositó su
confianza en las manos del Padre.
Las páginas del
evangelio definen a Jesús como Hijo de Dios (ver: Mc 16,16), a la vez que
muestran como el mismo Jesús se dirige a Dios como su Padre (ver: Mt 10,32).
Ahora bien y como hemos expuesto, es en el momento de mayor sufrimiento, en
Getsemaní y en el Calvario, cuando Jesús vive con mayor hondura su comunión con
el Padre. Constatando la experiencia de Jesús, podemos extraer una primera
conclusión; adoptando una vez más una perspectiva catequética, percibimos como el
sufrimiento ha sido la mediación que ha crisolado la comunión entre Jesús y el
Padre.
El compromiso en la pastoral sanitaria muestra
que, a veces, cuando un enfermo está en estado grave, solicita la visita del
capellán, o suplica el auxilio espiritual de un voluntario; también muestra que
parte del personal sanitario, si no es creyente, a veces atribuye el deseo del
enfermo al pánico que siente ante el dolor o la muerte. Desde la perspectiva
cristiana, debemos entender que bajo la súplica del enfermo se esconde la
ocasión que Dios le concede para que pueda encontrarse con él en un momento
difícil de su vida. El dolor del enfermo y su solicitud de ayuda constituye la
ocasión que Dios brinda al voluntario de la pastoral sanitaria para que pueda
decir al enfermo las mismas palabras de Jesús: “¡No tenga miedo!”. Desde la
perspectiva cristiana podemos afinar la conclusión; así como el penar de Jesús
fue la “ocasión” que acrisoló su comunión con el Padre en Getsemaní y en el
Calvario, el dolor del enfermo es la ocasión que Dios le ofrece para
encontrarse con él en el lecho del dolor.
Ahondando en la
cuestión, el evangelio descubre aun otra perspectiva que permite intuir el
valor teológico del sufrimiento de Jesús. El prólogo del evangelio de Juan abre
sus versos con la mayor solemnidad: “En el principio existía el Verbo, y el
Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1); más adelante,
certifica: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Así,
el poema sentencia que el Hijo de Dios se hizo carne en la persona de Jesús de
Nazaret; conviene precisar que el término “carne” constituye un sinónimo del
vocablo “hombre”, en cuanto ser caduco y mortal.
Si después del
Prólogo continuamos leyendo el evangelio de Juan, apreciaremos que Jesús recibe
títulos de gran hondura teológica. Juan Bautista le llamará: “el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); los discípulos del Bautista le
llamarán “Rabí” (Jn 1,38); Natanael le dirá “Hijo de Dios” y “Rey de Israel”
(Jn 1,49); la Samaritana le llamará “Señor” (Jn 4,11); los apóstoles le dirán
“Maestro” (Jn 4,31), etc. Sin embargo para encontrar un personaje que se dirija
a Jesús llamándole “hombre”, alegoría del término “carne”, tenemos que aguardar
a los relatos de la pasión. Encontramos el término “hombre” en las palabras que
Caifás, sumo sacerdote, había dirigido al consejo judío para sugerir la condena
de Jesús: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo” (Jn 18,14); como es
lógico, el sustantivo “hombre” se refiere a Jesús de Nazaret. La narración de
la pasión presenta otro personaje que apela al sustantivo “hombre” para dirigirse
a Jesús; mientras el Sanedrín interrogaba a Jesús, una portera dijo al apóstol
Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?” (Jn 18,17); de
nuevo el vocablo “hombre” alude a la identidad de Jesús.
En los relatos
de la pasión, como acabamos de exponer, aparece el término “hombre” para
definir la personalidad de Jesús. No obstante, la identificación más relevante
de Jesús como hombre brota de labios de Pilato. Tras interrogar a Jesús, el
gobernador lo mandó azotar (Jn 19,1-16). La flagelación era una tortura
especialmente cruel. En primer lugar, el reo era flagelado con varas; el golpe
de las varas reblandecía la carne y destejía la piel. A continuación, sufría el
azote del látigo. La forma del látigo consistía en un palo del que colgaban
tiras de cuero, en el extremo de cada tira había una bola de plomo o un
huesecillo. Cada vez el látigo golpeaba al reo, le arrancaba un pequeño trozo
de carne; sin duda, era un momento muy doloroso.
Después de
azotar a Jesús, los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en
la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; cuando las espinar
atravesaban la piel de la cabeza, rasgaban el hueso del cráneo hasta producir
un dolor paroxístico. Por si fuera poco, los soldados se acercaban a Jesús para
decirle: “¡Salve rey de los judíos!”; y como recalca el evangelio “le daban
bofetadas” (Jn 19,3). Sin duda, la flagelación, la coronación de espinas, los
insultos y las bofetadas constituyen un momento especialmente doloroso; Jesús
sufre el dolor físico y la humillación psicológica. Según la opinión de algunos
comentaristas, el episodio de la flagelación refleja el momento más doloroso,
físicamente hablando, de la pasión.
Cuando acabó la
flagelación y la burla, Pilato presentó a Jesús ante las turbas que,
vociferando, exigían su muerte. Mostrando a Jesús azotado, coronado de espinas,
y cubierto por el manto, dijo Pilato a la gente: “He aquí al hombre” (Jn 19,5;
ver: Is 53). Notemos la hondura teológica de la expresión. A lo largo del
Cuarto Evangelio, como hemos expuesto, Jesús ha sido reconocido con títulos
solemnes, pero solo en uno de los momentos de mayor sufrimiento, durante la
flagelación, ha sido reconocido como “hombre”, por boca de Pilato. De modo
parejo, la tradición sinóptica pone en labios del centurión, apostado al pie de
la cruz, la identificación de Jesús como “hombre”, pues, contemplando la muerte
de Jesús, exclamará: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).
La cuestión teológica relevante estriba en constatar que en los momentos de
mayor sufrimiento, el evangelio desvela la naturaleza humana del Hijo de Dios
(Jn 1,1.14; 19, 1-16).
Adoptando de
nuevo la óptica catequética, la teología esboza una pregunta: ¿de que le sirvió
al Hijo de Dios el dolor del sufrimiento? La teología también delinea la
respuesta: el sufrimiento fue, desde la perspectiva teológica, la ocasión que
permitió al Hijo de Dios hacerse plenamente hombre. Aguazando el sentido
teológico, el sufrimiento fue el molde en que el Hijo de Dios llevó a plenitud el
proceso de la encarnación (ver: Flp 2,1-11). Repitámoslo; el sufrimiento fue la
mediación que hizo posible que el Hijo de Dios se hiciera hombre plenamente;
pues, si no hubiera sufrido no habría palpado con hondura la caducidad de la
existencia humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario