lunes, 23 de mayo de 2016

¿CÓMO ENTENDIÓ JESÚS EL SUFRIMIENTO?


                                                   Francesc Ramis Darder
                                                   bibliayoriente.blogspot.com


A lo largo del Evangelio, apreciamos en diversas ocasiones el sufrimiento de Jesús (ver: Lc 4,29-30); aún así, el padecimiento adquiere particular relevancia en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-42) y en la cruz del Calvario (Lc 23,44-49). En el huerto y entreviendo el dolor de la cruz, el penar de Jesús fue especialmente duro, pues dijo a sus discípulos: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mc 14,34); sin embargo, Jesús no se dejó abatir por la angustia, sino que exclamó: “Padre: tú lo puedes todo, aparta de mi este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres” (Mc 14,36). Como ers obvio, Jesús palpó el miedo ante la pasión inminente, pero no sucumbió a las zarpas del miedo, sino que puso toda la confianza en las manos del Padre. Más tarde, en la cruz, Jesús padeció sin media; pero, transido de dolor, exclamó: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46); sin duda, Jesús sintió el dolor de la cruz, pero no cedió al ajenjo del miedo, sino que depositó su confianza en las manos del Padre.

    Las páginas del evangelio definen a Jesús como Hijo de Dios (ver: Mc 16,16), a la vez que muestran como el mismo Jesús se dirige a Dios como su Padre (ver: Mt 10,32). Ahora bien y como hemos expuesto, es en el momento de mayor sufrimiento, en Getsemaní y en el Calvario, cuando Jesús vive con mayor hondura su comunión con el Padre. Constatando la experiencia de Jesús, podemos extraer una primera conclusión; adoptando una vez más una perspectiva catequética, percibimos como el sufrimiento ha sido la mediación que ha crisolado la comunión entre Jesús y el Padre.

    El compromiso en la pastoral sanitaria muestra que, a veces, cuando un enfermo está en estado grave, solicita la visita del capellán, o suplica el auxilio espiritual de un voluntario; también muestra que parte del personal sanitario, si no es creyente, a veces atribuye el deseo del enfermo al pánico que siente ante el dolor o la muerte. Desde la perspectiva cristiana, debemos entender que bajo la súplica del enfermo se esconde la ocasión que Dios le concede para que pueda encontrarse con él en un momento difícil de su vida. El dolor del enfermo y su solicitud de ayuda constituye la ocasión que Dios brinda al voluntario de la pastoral sanitaria para que pueda decir al enfermo las mismas palabras de Jesús: “¡No tenga miedo!”. Desde la perspectiva cristiana podemos afinar la conclusión; así como el penar de Jesús fue la “ocasión” que acrisoló su comunión con el Padre en Getsemaní y en el Calvario, el dolor del enfermo es la ocasión que Dios le ofrece para encontrarse con él en el lecho del dolor.

    Ahondando en la cuestión, el evangelio descubre aun otra perspectiva que permite intuir el valor teológico del sufrimiento de Jesús. El prólogo del evangelio de Juan abre sus versos con la mayor solemnidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1); más adelante, certifica: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Así, el poema sentencia que el Hijo de Dios se hizo carne en la persona de Jesús de Nazaret; conviene precisar que el término “carne” constituye un sinónimo del vocablo “hombre”, en cuanto ser caduco y mortal.

    Si después del Prólogo continuamos leyendo el evangelio de Juan, apreciaremos que Jesús recibe títulos de gran hondura teológica. Juan Bautista le llamará: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); los discípulos del Bautista le llamarán “Rabí” (Jn 1,38); Natanael le dirá “Hijo de Dios” y “Rey de Israel” (Jn 1,49); la Samaritana le llamará “Señor” (Jn 4,11); los apóstoles le dirán “Maestro” (Jn 4,31), etc. Sin embargo para encontrar un personaje que se dirija a Jesús llamándole “hombre”, alegoría del término “carne”, tenemos que aguardar a los relatos de la pasión. Encontramos el término “hombre” en las palabras que Caifás, sumo sacerdote, había dirigido al consejo judío para sugerir la condena de Jesús: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo” (Jn 18,14); como es lógico, el sustantivo “hombre” se refiere a Jesús de Nazaret. La narración de la pasión presenta otro personaje que apela al sustantivo “hombre” para dirigirse a Jesús; mientras el Sanedrín interrogaba a Jesús, una portera dijo al apóstol Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?” (Jn 18,17); de nuevo el vocablo “hombre” alude a la identidad de Jesús.

    En los relatos de la pasión, como acabamos de exponer, aparece el término “hombre” para definir la personalidad de Jesús. No obstante, la identificación más relevante de Jesús como hombre brota de labios de Pilato. Tras interrogar a Jesús, el gobernador lo mandó azotar (Jn 19,1-16). La flagelación era una tortura especialmente cruel. En primer lugar, el reo era flagelado con varas; el golpe de las varas reblandecía la carne y destejía la piel. A continuación, sufría el azote del látigo. La forma del látigo consistía en un palo del que colgaban tiras de cuero, en el extremo de cada tira había una bola de plomo o un huesecillo. Cada vez el látigo golpeaba al reo, le arrancaba un pequeño trozo de carne; sin duda, era un momento muy doloroso.

    Después de azotar a Jesús, los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; cuando las espinar atravesaban la piel de la cabeza, rasgaban el hueso del cráneo hasta producir un dolor paroxístico. Por si fuera poco, los soldados se acercaban a Jesús para decirle: “¡Salve rey de los judíos!”; y como recalca el evangelio “le daban bofetadas” (Jn 19,3). Sin duda, la flagelación, la coronación de espinas, los insultos y las bofetadas constituyen un momento especialmente doloroso; Jesús sufre el dolor físico y la humillación psicológica. Según la opinión de algunos comentaristas, el episodio de la flagelación refleja el momento más doloroso, físicamente hablando, de la pasión.

    Cuando acabó la flagelación y la burla, Pilato presentó a Jesús ante las turbas que, vociferando, exigían su muerte. Mostrando a Jesús azotado, coronado de espinas, y cubierto por el manto, dijo Pilato a la gente: “He aquí al hombre” (Jn 19,5; ver: Is 53). Notemos la hondura teológica de la expresión. A lo largo del Cuarto Evangelio, como hemos expuesto, Jesús ha sido reconocido con títulos solemnes, pero solo en uno de los momentos de mayor sufrimiento, durante la flagelación, ha sido reconocido como “hombre”, por boca de Pilato. De modo parejo, la tradición sinóptica pone en labios del centurión, apostado al pie de la cruz, la identificación de Jesús como “hombre”, pues, contemplando la muerte de Jesús, exclamará: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). La cuestión teológica relevante estriba en constatar que en los momentos de mayor sufrimiento, el evangelio desvela la naturaleza humana del Hijo de Dios (Jn 1,1.14; 19, 1-16).

     Adoptando de nuevo la óptica catequética, la teología esboza una pregunta: ¿de que le sirvió al Hijo de Dios el dolor del sufrimiento? La teología también delinea la respuesta: el sufrimiento fue, desde la perspectiva teológica, la ocasión que permitió al Hijo de Dios hacerse plenamente hombre. Aguazando el sentido teológico, el sufrimiento fue el molde en que el Hijo de Dios llevó a plenitud el proceso de la encarnación (ver: Flp 2,1-11). Repitámoslo; el sufrimiento fue la mediación que hizo posible que el Hijo de Dios se hiciera hombre plenamente; pues, si no hubiera sufrido no habría palpado con hondura la caducidad de la existencia humana.


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