Francesc Ramis Darder
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Durante el siglo VIII a.C., la situación del Próximo Oriente Antiguo era convulsa. Asiria, la potencia dominante, había sometido a tributo a los pequeños reinos de Levante: Siria, Israel, Judá, Filistea y otros estados minúsculos. De pronto, la prepotencia asiria se vio memada, pues la rebelión de algunas ciudades y los ataques enemigos procedentes del norte y del este resquebrajaron la solidez del imperio. Aprovechando la coyuntura, los pequeños estados del Levante intentaron zafarse del dominio asirio. Siria e Israel encabezaron una coalición de pequeños reinos que intentaban sacudirse el flagelo asirio. Aun así, el pequeño estado de Judá se negó a participar en la conjura. Entonces, Siria e Israel atacaron Judá para derrocar al monarca legítimo, Ajaz, y entronizar a Tabeel, un arameo afín a los intereses de la coalición anti-asiria. Los historiadores denominan “guerra Siro-efrainita” a la guerra que Sria e Israel entablaron contra Judá.
El libro de Isaías expone los avatares que trenzaron la guerra Siro-efrainita. Mientras Ajaz reinaba en Judá, Rasín, rey de Siria, y Pécaj, rey de Israel, subieron a atacar Jerusalén. Cuando el rey Ajaz y su corte conocieron el ataque “se agitó su corazón como se agitan los árboles del bosque” (Is 7,2). La locución “agitarse el corazón” define el miedo que embargó al rey y a los dirigentes de la ciudad. Al decir de la Escritura, el miedo no se reduce a un estado psicológico, sino que es la expresión externa de la falta de fe, pues quien tiene miedo desconfía de la protección que le brinda el Señor.
Cuando el Señor entrevió el miedo de Ajaz, eco de su fe mermada, dijo al profeta Isaías: “Ve al encuentro de Ajaz, con tu hijo Sear Yasub, hacia el extremo del canal de la alberca de arriba” (Is 7,3). No es casual que el rey se encuentre en el canal de la alberca; pues, temiendo el ataque de Rasín y Pécaj, habría ido a comprobar si el suministro de agua podía permitir a la ciudad aguantar un asedio. Aunque el rey presiente el ataque, no deposita su confianza en Dios, se limita a constatar las defensas materiales de la urbe. Conocedor del miedo del rey, dice el Señor a Isaías: “dile a Ajaz: Conserva la calma, no temas y que tu corazón no desfallezca […] aunque Siria y Efraín (Israel) tramen tu ruina […] pues así ha dicho el Señor: Ni ocurrirá ni se cumplirá” (Is 7,4-7); conviene precisar que, en tiempos antiguos, el Reino de Israel también se conocía con el nombre de Efraín. El Señor añade, por boca de Isaías, una sentencia lapidaria: “Si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9). ¿Qué significa?
Las palabras castellanas “creéis” y “subsistiréis” traducen, en diferentes conjugaciones, la misma raíz hebrea que significa “sostenerse (‘mn)”; en este caso concreto “sostenerse en Dios”, expresado poéticamente “sostenerse en las manos de Dios”. Aguzando el sentido catequético, el Señor dice al rey Ajaz y a la corte: “Si no os sostenéis en el Señor, nada os podrá sostener”; pues no serán las armas, ni el suministro de agua quienes salvarán Jerusalén, sino la confianza en el Señor, el libertador de su pueblo (Is 52,19). Sin embargo, Ajaz y su corte se dejaron vencer por el miedo. Ajaz, temeroso de perder la corona, solicitó el auxilio de Asiria. La Gran potencia, recuperada de su postración, acudió en ayuda de Ajaz. Teglarfalar III, emperador asirio, y sus sucesores, Salmanasar V y Sargón II, conquistaron Siria e Israel, y liberaron Judá del acoso extranjero (722 a.C.; ver: 2Re 17). No obstante, el auxilio asirio no fue gratuito, pues Ajaz tuvo que pagar un tributo exorbitado que sumió Judá en la miseria (2Re 16).
Ajaz se había dejado vencer por el miedo, metáfora de la falta de fe, por eso el país no subsistió en libertad, sino que se vio sometido a la arbitrariedad asiria que sumió Judá en la pobreza. Como hemos señalado, “el miedo” (Is 7,4) no se reduce a una cuestión psicológica, atestigua la falta de fe; a modo de correlato, el sentido de “la calma” tampoco se agota en la perspectiva psicológica de la seguridad personal, constituye la expresión externa de vivencia de la fe.
El contraluz de Ajaz, el rey miedoso, lo constituye su hijo, Ezequías, el soberano que, depositando la confianza en Dios, venció el miedo y obtuvo la salvación de Jerusalén. Después de la muerte de Ajaz, otro emperador asirio, Senaquerib, emprendió una campaña para subyugar a los pequeños estados del Levante y confutar la amenaza de Egipto, la potencia intrigante que pretendía desbancar el señorío asirio en Oriente (ca 701 a.C.). Senaquerib penetró en Judá; según narra la Escritura, tomó cuarenta y seis ciudades y asedió Jerusalén para rendirla por hambre (Is 36-38). Ezequías, aterido de miedo, pensó entregar la ciudad a las huestes asirias; pero el Señor, por boca de Isaías, le dijo: “Yo haré de escudo a esta ciudad para salvarla, por mi honor y el de David, mi siervo” (Is 37,35). Ezequías confió en la palabra del Señor, expresada por boca de Isaías; el rey no se rindió y Jerusalén se vio liberada de la amenaza asiria. La profecía relata la liberación con el lenguaje propio del AT: “Aquella misma noche, el ángel del Señor avanzó y golpeó en el campamento asirio […] Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campamento y regresó a Nínive” (Is 37,36-37).
La Escritura describe la actitud de ambos reyes para confrontar el miedo de Ajaz, símbolo de la falta de fe, con la confianza de Ezequías, alegoría del soberano creyente. El monarca miedoso, Ajaz, falto de fe, constató la penuria de Jerusalén; mientras Ezequías depositó la confianza en Dios, alegoría de la fe fuerte, y salvó Jerusalén. No es el miedo sino la fe la actitud que orienta la historia humana hacia la eclosión del Reino de Dios.
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