miércoles, 28 de marzo de 2012

ORAR CON LA BIBLIA: SALMO 119, 129-136: “DICHOSO QUIEN SIGUE LA LEY DEL SEÑOR”


                                                                         Francesc Ramis Darder



    Localizamos el Salmo 119, 129-136 en la Biblia. Guardamos unos momentos de silencio para serenar nuestro espíritu. Pedimos al Señor que el Salmo nos ayude a vivir con intensidad la vida cristiana. Después iniciamos los tres pasos de la plegaria.


1º. ¿Qué dice el Salmo 119, 129-136?

    Leemos el texto con calma. El Salmo 119 es muy largo, leemos sólo ocho versículos (129-136) pero intentando saborear y entender cada palabra. Si no entendemos algún término, podemos consultar las notas de la Biblia que constan a pie de página.


2º. ¿Qué me dice el Salmo 119, 129-136?

    Leemos otra vez el Salmo despacio; podemos leerlo varias veces, pero tranquilamente. Nos fijamos en alguna palabra o frase que nos llame la atención. Por ejemplo, podríamos elegir una de estas: “Vuélvete y ten piedad de mí”, “Asegura mis pasos”, “Rescátame de la opresión”, “Ilumina tu rostro sobre mí”. Vamos repitiendo la frase en nuestro interior con la certeza de que Dios está a nuestro lado y nos acompaña.


3º. ¿Qué le respondo a vida?

    La frase elegida que repetimos no es fruto de la casualidad. Seguro que hay en nuestra vida situaciones que provocan la elección de la frase. Pensemos en la situación donde necesitamos la ayuda de Dios; tal vez un momento de angustia, de miedo, de tristeza, etc. Apliquemos a nuestra vida las palabras del Salmo. Recemos en nuestro interior: “Señor asegura mis pasos”, “ayúdame a vencer la opresión”, “ilumina mi camino”, “vuelve hacia mí tu misericordia”. La oración nos concede la gracia de sentir a Dios a nuestro lado, en los momentos de gozo y cuando el camino se hace difícil.

    Por último, leemos otra vez el Salmo; y con la fuerza del Señor nos lanzamos a la tarea cotidiana. Esta oración puede durar quince minutos. Si la hacemos cada mañana, iluminará nuestra jornada y nos ayudará a detectar la presencia misericordiosa de Dios en el rostro de los hermanos y en el fondo de nuestra alma.

domingo, 25 de marzo de 2012

MIQUEAS, VOCERO DEL REINO DE DIOS

Dar testimonio de Jesús y tener espíritu profético
                                                                                                  es una misma cosa” (Ap 19,10).

    Con frecuencia pensamos que los profetas dedicaron su vida a predecir el fututo por arte de magia. Sin embargo, al decir de la Escritura, el compromiso de los voceros de Dios recorrió una senda muy distinta. Los profetas no empeñan su vida en adivinar el mañana; la comprometen para dibujar ante los hombres de su tiempo el verdadero rostro de Dios: el Señor rico en misericordia, solidario con los débiles y valedor de la justicia.

    A mediados del siglo VIII a.C., el Reino de Judá atravesaba una situación difícil. El rey Ajaz, encerrado entre los muros de Jerusalén, temía el ataque de Siria e Israel; mientras la gran potencia del momento, Asiria, amenazaba los países del Próximo Oriente, entre ellos Judá. Sin duda, el miedo carcomía el corazón de los habitantes de Judá, tanto del rey como del pueblo, amenazados por la brutalidad de una guerra que parecía inminente.

    Como señala la Escritura, el miedo constituye el contraluz de la fe. Quien tiene miedo desconfía del auxilio de Dios, cuando el verdadero creyente deposita su confianza en el Señor, por duras que sean las adversidades de la vida. No obstante, los moradores de Judá se dejaron atrapar por el miedo y desdeñaron, con el mayor desdén, el auxilio de Yahvé, su Dios.

    Atenazados por el miedo, los vecinos de Jerusalén intentaban sobrevivir entre las circunstancias adversas de su tiempo; cada uno buscaba su propio provecho, descuidaba las necesidades del prójimo y olvidaba el interés comunitario. El dramatismo de la situación engendró el egoísmo y la envidia que sembraron en Judá el germen de la injusticia y la idolatría. Casi todos parecían rechazar la bondad de Dios para dejarse caer en las manos de los falsos dioses: la mentira o la soberbia. No era sólo la amenaza de Asiria o la codicia de otros países lo que deshacía el Reino de Judá; el país se destejía, sobre todo, por la malandanza de sus habitantes, tan proclives al rencor y tan distantes de la solidaridad. 

    Sin embargo y como recalca la Escritura, lo más importante no es el pecado de Judá sino la misericordia de Dios. El Señor que había liberado al pueblo esclavizado en Egipto devolvería a la comunidad angustiada el gozo de vivir; los profetas, portavoces de la voluntad divina, injertarían al pueblo mendaz en el cauce de la justicia. Amós, Oseas, Isaías y Miqueas son los profetas más relevantes que contemplaron la historia del siglo VIII a.C.

    El profeta Miqueas nació en la aldea de Moréset, al oeste de Hebrón, en territorio de Judá; de origen campesino, marchó a Jerusalén para amonestar al rey y al pueblo contra la injusticia y la idolatría que habían agostado el alma de la comunidad hebrea. El profeta sabía que el miedo y el olvido de Dios habían precipitado al pueblo en la desgracia; por eso, Miqueas comenzó su tarea recordando la grandeza de Dios, el único que devuelve la confianza al corazón humano y que abre las manos del hombre al abrazo de la solidaridad.

    La voz del profeta rememoró la ternura con que Dios había socorrido a su pueblo en momentos difíciles. Como recordó Miqueas, el Señor liberó a la nación cautiva en Egipto, la cuidó durante la travesía del desierto, la defendió de las insidias del rey de Moab, y le envió el consuelo del profeta Balaán (Miq 6,1-5). Sin duda, la palabra de Miqueas sembró en el alma del pueblo el deseo de encontrarse de nuevo con Yahvé, el Dios que tantas veces le había favorecido.

    Lla comunidad se preguntó cómo podía presentarse de nuevo ante Dios. Dijeron a Miqueas: “¿Me presentaré con holocaustos, con terneros añojos?”. El holocausto de terneros añojos constituye un sacrificio complejo; consiste en sacrificar los animales para después quemar sus cuerpos sobre el altar. La ofrenda es cara y complicada; pero y eso es lo importe, se reduce a un rito externo que no trasforma el corazón de quien lo celebra. Miqueas calló ante la propuesta y dejó que la comunidad le formulara una segunda cuestión.

    Inquirió el pueblo: “¿Complacerán al Señor miles de carneros, e innumerables ríos de aceite?”. La decisión de sacrificar sobre el ara miles de carneros y quemar ríos de aceite en las lámparas del santuario supone una oblación magnificente, pero, como sucediera en el caso anterior, es incapaz de reformar el alma del ser humano. De nuevo, el profeta guardó silencio y esperó otra proposición.

    El pueblo, desconfiando ya del perdón divino, desafió al profeta con una oferta desconcertante: “¿Ofreceré a Dios mi primogénito en pago de mi delito?”. Las religiones antiguas trenzaban rituales desconcertantes para implorar el favor divino; el más cruel consistía en sacrificar al hijo primogénito sobre el altar del templo. Los habitantes de Jerusalén, imitando los cultos arcaicos, provocaban al profeta con el peor de los envites: la muerte del inocente.

   Miqueas, harto de preguntas tan grandiosas como banales, contesta la demanda popular con la mas sagaz de las sentencias: “Se te ha hecho saber, hombre, lo que es bueno, lo que el Señor pide de ti: tan sólo respetar el derecho, amar la fidelidad y obedecer humildemente a tu Dios” (Miq 6,8).

    La respuesta del profeta no apela a grandes cuestiones teológicas, sino al sentido común. ¿Qué otras cosas, sino la justicia, la fidelidad y la humildad, pueden cambiar el corazón del hombre y conducir la humanidad por la senda solidaria? La vivencia de la justicia bíblica no se agota en la decisión de entregar a cada uno lo que le corresponde; abarca, sobre todo, la opción por los pobres para que toda la sociedad pueda gozar de la vida. La fidelidad implica la responsabilidad de mantenerse constantes a las grandes opciones que cada uno toma en su vida; y la humildad supone el empeño para hacer fructificar las cualidades humanas que todos hemos recibido de Dios en bien de nuestro prójimo.

    El aceite que arde en el candil del santuario o el holocausto que se consume sobre el altar no cambian por si mismos el corazón humano. Sin embargo, la obediencia al Señor, expresada por el veredicto de Miqueas, transforma la sociedad anónima en el comunidad humana que recorre la senda de la bondad para plantar en el corazón del mundo la semilla del Reino de Dios, la única que tiene futuro.

                                                                       Francesc Ramis Darder

¿QUIÉNES ERAN LOS ANTEPASADOS DE JESÚS? ¿CUÁL ES EL SENTIDO DEL RELATO DE LA GENEALOGÍA DE JESÚS (Mt 1,1-17)?

    Al leer el primer capítulo del Evangelio de san Mateo hallamos la genealogía de Jesús, y tendemos a pensar que constituye sólo la enumeración de los antepasados de Cristo. Ahora bien, la genealogía implica mucho más, pues, valiéndose del lenguaje antigua, desvela la identidad más intima del Señor. Veámoslo.

Cuando los hebreos redactaban en el siglo I las listas genealógicas familiares, no sólo pretendían indagar los nombres de los ancestros, sino que procuraban, sobre todo, destacar alguna cualidad esencial del personaje central. Así Mateo, en su genealogía, afirma una cualidad esencial de Jesús: “Jesús es el Mesías, Hijo de David, Hijo de Abrahán” (Mt 1,1). Mateo certifica que Jesús es hebreo, Hijo de Abrahán; afirma también que es el Mesías prometido en el Antiguo Testamento; a la vez que sentencia su pertenencia al linaje de David. Como sabemos, los judíos del siglo I anhelaban la llegada del Mesías, descendiente de David.

    La manera de escribir propia del siglo I difería de la nuestra. Para persuadir a sus lectores de que Jesús es descendiente de David, Mateo afirma lo siguiente: “Así pues, son catorce las generaciones desde Abrahán hasta David, catorce desde David hasta la cautividad de Babilonia, y catorce desde la cautividad de Babilonia hasta la llegada del Mesías” (Mt 1,17). Notemos como aparecen 3 bloques generacionales, con 14 generaciones cada uno. ¿Por qué emplea Mateo este procedimiento? Indaguémoslo.

    La lengua hebrea se escribe sin letras vocales, por tanto la palabra “DAVID” se escribe “DVD”. Además, cada letra del alfabeto hebreo adquiere un valor numérico; así la grafía “DVD” adquiere el valor numérico de 14. Notemos el detalle, la palabra “DVD” dispone de 3 letras y la suma de las tres D+V+D da como resultado 14. Por eso y para dejar claro que Jesús es descendiente de David, Mateo redacta su genealogía en 3 bloques de 14 generaciones cada uno. De ese modo los cristianos confesaban que Jesús era descendiente de David, no sólo por lo que el Mateo “decía” en el Evangelio, sino también por la forma “en que lo decía”, las tres referencias al número 14, símbolo de la personalidad de David. ¡Cuantos secretos guarda la Biblia!: Leámosla y los descubriremos.


                                                                                 Francesc Ramis Darder

jueves, 22 de marzo de 2012

EXHORTACIÓN Verbum Domini, la Palabra del Señor



                                                                                  Francesc Ramis Darder



    Durante el mes de Octubre de 2008 tuvo lugar en Roma la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos; la temática fue muy sugerente: La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. El Papa Benedicto XVI recogió las aportaciones de los padres sinodales y publicó, en el año 2010, la Exhortación Apostólica: Verbum Domini; la Palabra del Señor. El documento insiste en la obligación de familiarizarse con la Sagrada Escritura que compete a todos los católicos. El interés por conocer la Biblia, la constancia en meditarla y el empeño por poner en práctica sus enseñanzas determinarán que la Iglesia adquiera un rostro más evangélico. El objetivo de estas líneas estriba en recoger los aspectos esenciales de la Exhortación.      

    La familiaridad con la Sagrada Escritura constituye el quicio de la espiritualidad cristiana. Como sentencia S. Jerónimo, quien desconoce la Biblia desconoce a Jesucristo. La decisión de ahondar en el contenido de la Palabra de Dios implica varias cuestiones complementarias.

    Requiere la decisión de adquirir una Biblia, una traducción actual, con introducciones generales a cada libro y con notas a pie de página que permitan la comprensión de los textos. Ahora bien, el hecho de contar con una Biblia no basta, es necesario leerla; sobre todo el Nuevo Testamento, quizá un capítulo cada día. La lectura provocará que comencemos a meditar el Evangelio, a leerlo despacio para entrever como actuaban Jesús y los Apóstoles. La meditación de la Escritura enraizará nuestra plegaria en la vida de los profetas o de los sabios de Israel, entre otros personajes.

    Los cristianos no sólo leemos y meditamos la Palabra de Dios, la celebramos en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. De ahí la importancia de proclamar las lecturas despacio para que los oyentes puedan entender con facilidad los textos. Siempre que sea posible, convine conocer las lecturas antes de que se proclamen en la Eucaristía. Un buen sistema consiste en leer las lecturas antes del inicio de la celebración; por ejemplo, podemos abrir la Biblia en nuestra y leer los textos antes del comienzo de la Misa para que cuando se proclamen podamos entenderlos con mayor facilidad.

    Más que cualquier otra cosa, el conocimiento y la celebración de la Palabra en el seno  de la Eucaristía alientan el compromiso cristiano en el Mundo y en la misma Iglesia. Tal vez más que nunca, la sociedad actual necesita que los cristianos hablemos de Jesús y del Evangelio; ahora bien, hablemos de la figura de Jesús que aparece en el Evangelio, la única que transforma la vida y renueva el mundo ¿cómo hablaremos de Jesús, si  desconocemos la Escritura y la vivimos a medias?

    La Iglesia también atraviesa, especialmente en Europa un momento difícil: el laicismo o el eclipse de la religión ensombrecen el futuro del cristianismo. No obstante, también afloran ante la Iglesia posibilidades inusitadas; la eclosión de ONG’s, la socialización de la cultura o la pasión por la ecología, abren nuevas puertas al anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede afrontar las adversidades ni favorecer las posibilidades que se presentan si no está enraizada en la persona de Jesús que brota de los cuatro Evangelios y que los santos han sabido interpretar a lo largo de la Historia.

    El miedo ante las adversidades o la cerrazón ante las posibilidades del Mundo convertirían el cristianismo en una religión extraña, ajena a la realidad del Hombre; pero, como sabemos, nada que sea verdaderamente humano es ajeno al sentir de la Iglesia. El Papa recuerda la centralidad de la Sagrada Escritura. Invita a los católicos a familiarizarse más con la Biblia para que la Iglesia sea ‘sal de la tierra y luz del mundo’ en el momento histórico, difícil y apasionante, que atraviesa la sociedad y agita el alma del ser humano.  

domingo, 18 de marzo de 2012

LA PROFECÍA DE DANIEL

                                                                                        Francesc Ramis Darder


    El libro de Daniel, tal como figura en el canon de la Iglesia Católica, muestra dos peculiaridades principales. En primer lugar, está escrito en tres lenguas: hebreo (Dn 1,1-2,4ª; 8,1-12,13), arameo (Dn 2,4b-7,28) y griego (Dn 13,1-14,42). En segundo término muestra tres bloques literarios que reflejan tres matices teológicos: narraciones (Dn 1,1-6,29), visiones (Dn 7,1-12,13), y relatos piadosos y sarcásticos contra la falsedad de los ídolos (Dn 13,1-14,42).

    A lo largo de este pliego introduciremos al lector en el libro de Daniel desde la perspectiva teológica. Comenzaremos describiendo los avatares históricos que propiciaron y condicionaron la redacción del libro. Después expondremos el contenido de la profecía e indicaremos las pistas necesarias para su compresión. Seguidamente señalaremos la importancia de la profecía de Daniel en el Nuevo Testamento. Finalmente ofreceremos una breve bibliografía para que el lector pueda ahondar en el conocimiento de la profecía de Daniel.  



1. El marco histórico de la profecía de Daniel.


    Nabucodonodor II conquistó el reino de Judá y su capital Jerusalén (597.587.582 aC.), y deportó a la población más cualificada a Babilonia, la capital de su imperio. Más tarde, Ciro II el Grande, rey de medos y persas (549-529 aC.), conquistó Babilonia (539 aC.) e instauró el Imperio Persa. Según cuenta la Escritura, el rey publicó un edicto en el que autorizaba el regreso a Jerusalén de los judíos deportados (cf. Esd 1,2-4). A lo largo de diversas oleadas, un contingente de exiliados volvió a Jerusalén donde, tras muchas dificultades, consiguieron consagrar de nuevo el templo (515 aC.). El Imperio persa incluyó al extinto reino de Judá en la satrapía de Transeufratina, y la región que antaño constituía, en líneas generales, el territorio judaíta, pasó a constituirse en la provincia de Yehud.

     Las sucesivas misiones de Esdras y Nehemías (450-400 aC.), propiciaron que la región fuera administrada por los sacerdotes bajo supervisón de los gobernantes persas. Concluida la tarea de Nehemías y Esdras, la región entró en un período lánguido. Según atestigua la arqueología la zona estaba poco poblada y empobrecida.

    Alejandro Magno emprendió la conquista de Próximo Oriente (336-323 aC.). La conquista fue fulgurante pero el rey murió joven (323 aC.). A la muerte del monarca, el Imperio quedó dividido entre cuatro generales, los diadocos: Ptolomeo (Egipto), Filipo (Macedonia), Seléuco (Siria), Antígono (Asia Menor). La región de Yehud quedó en poder de Ptolomeo. Sin embargo pronto estalló la guerra entre los descendientes de Ptolomeo y de Seléuco; y el territorio de Yehud, región intermedia entre Egipto y Siria, sufrió de forma lacerante la crueldad de conflicto. Con el paso del tiempo los ptolomeos perdieron la zona Palestina en favor de los seléucidas (198 aC.), pero no por eso llegó la paz a la región.

    El Imperio seléucida sufrió el acoso de las nuevas potencias emergentes. Los romanos, al mando de Lucio Escipión, les derrotaron en Magnesia (190 aC.). Antíoco III (223-187 aC.), rey de los seléucidas, murió a manos de los elamitas. Su sucesor, Seléuco IV (187-175 aC.), con la intención de sanear la economía del imperio decidió saquear el templo de Jerusalén, pero fracasó en la empresa (cf. 2Mac 3).

    Antíoco IV Epifanes (175-164 aC.) usurpó el trono seléucida, desalojando a su sobrino Demetrio, el heredero legítimo. El nuevo rey hizo asesinar al sumo sacerdote de Jerusalén, Onías III. Antíoco IV combatió contra Egipto, y en Jerusalén se difundió, falsamente, la noticia de su muerte. Entonces Jasón, el sumo sacerdote, se erigió en autoridad suprema de Jerusalén. Antíoco volvió de Egipto para castigar a los dirigentes de Jerusalén. El sumo sacerdote Jasón, temeroso de la represión, huyó antes de la llegada del ejército seléucida y se refugió en Egipto. Cuando Antíoco quiso arremeter de nuevo contra Egipto, los romanos, comandados por Popilio Laenas, forzaron su retirada. El rey, enfurecido, arremetió contra Jerusalén. Mató a cuarenta mil personas, vendió como esclavos a otras tantas. Seguidamente comenzó una persecución religiosa: prohibió la práctica de la circuncisión y la dieta judía, suprimió la observancia del sábado y la lectura de los textos sagrados. En Jerusalén arraigaron costumbres griegas opuestas a la moral judía: los gimnasios, la desnudez en la práctica deportiva, los nombres griegos, etc.

    Entre los judíos se produjeron algunas disensiones, pues algunos de tendencia helenista colaboraron con la política de Antíoco; pero la oposición judía fue notable y dio lugar al nacimiento de los hassidim (los futuros fariseos), que combatieron el poder despótico de Antíoco. Probablemente, quien redactó y quien recopiló el contenido del libo de Daniel perteneciera al círculo de los hassidim, o al menos formaría parte de algún grupo piadoso de los mencionados en la epopeya de los Macabeos. Antíoco no cesó de oprimir al pueblo: el templo de Jerusalén cambió el nombre por el de Templo de Zeus Olímpico, y el altar fue nivelado para poder ofrecer sacrificios de animales impuros, incluso cerdos, a divinidades extranjeras; en la obra de Daniel ése hecho constituye la instauración “abominación devastadora” (Dan 9,27; 12,11; cf. 1Mac 1,54.59).

    La oposición del pueblo judío contra la opresión de Antíoco culminó en la revuelta macabea. Antíoco IV murió en Persia (164 aC.). La revolución macabea logró, con el paso del tiempo, la independencia del país (1-2 Mac), independencia que perduró hasta el advenimiento del dominio romano en Palestina (63 aC.). El núcleo de la profecía de Daniel nace durante la persecución que los seléucidas, y especialmente Antíoco IV, ejercieron contra los judíos.

 El libro infunde esperanza en el alma de los judíos perseguidos por Antíoco y en los que viven en la diáspora: anuncia a los oprimidos la derrota del mal y el triunfo del proyecto salvador de Dios a favor de su pueblo.



2. Primera sección: las narraciones (Dn 1-6).

    Las narraciones, repletas de simbología, traslucen un doble mensaje. Por una parte infunden esperanza en el corazón de los judíos perseguidos por Antíoco. Anuncian que la persecución aunque sea dura fracasará, y al final triunfará el proyecto liberador de Dios a favor de su pueblo. Por otra parte las narraciones recuerdan a los judíos de la diáspora la necesidad de mantenerse fieles a la fe judía, como modo de prosperar y de conseguir que los paganos reconozcan la exclusiva divinidad del Dios de Israel. 



2.1. Daniel y sus compañeros en la corte de Babilonia (Dn 1,1-21).

    El rey Nabucodonosor ordena al intendente Aspenaz que elija entre los deportados nobles algunos israelitas como sirvientes de palacio. Entre los elegidos se halla Daniel y sus compañeros, Ananías, Misael y Azarías, a quienes Aspenaz cambia el nombre denominándoles Baltasar, Sidrac, Misac y Abdénago. Los cuatro jóvenes, deseosos de mantener la integridad de su fe, convencen al intendente para que les permita seguir una dieta acorde con sus costumbres religiosas. El inspector les proporciona sólo legumbres, y el aspecto de los jóvenes y la solidez de su preparación descuella sobre el resto de los elegidos. El Señor premió la conducta de los jóvenes: les concedió un conocimiento profundo y les capacitó para interpretar visiones. La narración sitúa los acontecimientos en Babilonia con la intención de infundir ánimo entre los israelitas que viven en la diáspora, simbolizada tras la metáfora del exilio, para que sepan vivir según los preceptos de la fe judía. El relato también infunde coraje en el corazón de los judíos que moran en Jerusalén en los albores del período helenista, para que puedan subsistir ante los envites de la cultura pagana que mina el ánimo de los judíos.


2.2. Primer sueño de Nabucodonosor: la estatua (Dn 2,1-49).

    El texto manifiesta un cambio brusco, pues a partir de Dn 2,4ª deja de estar escrito en hebreo y comienza la redacción en arameo. Nabucodonosor tiene un sueño y recurre a los magos para que adivinen el contenido e interpreten el significado. Los adivinos se muestran incapaces, pero Daniel acude ante Nabucodonosor para relatar e interpretar el sueño.

     El rey vio una estatua enorme cuya cabeza era de oro; el pecho y los brazos de plata; el vientre y los lomos de bronce; las piernas de hierro; y los pies, parte de hierro y parte de arcilla. Una piedra chocó contra los pies, y la estatua se vino abajo; pero la piedra de choque se convirtió en una montaña que llenaba toda la tierra. Una vez relatado el sueño, Daniel procede a interpretarlo. La cabeza de oro representa a Nabucodonosor. Después de Nabucodonosor aparecerá un reino inferior simbolizado por el pecho y los brazos de plata; seguidamente nacerá un tercer reino, mencionado tras la imagen del vientre y los lomos de bronce; finalmente irrumpirá en la historia un cuarto reino, aludido tras la metáfora de la piernas de hierro, que pulverizará a todos los demás; sin embargo ése último reino estará dividido, como señala la composición de los pies, parte de hiero y parte arcilla. El impacto demoledor de la piedra simboliza la decisión divina de acabar con el imperio del mal, y la montaña que nace de la piedra constituye la metáfora del Reino que Dios instaura en toda la tierra.

    La intención del relato estriba en devolver la confianza en el triunfo del plan de Dios a los judíos que sufren la persecución de Antíoco IV. Las cinco partes de la estatura simbolizan la secuencia histórica de las potencias que han oprimido Judá. Tras la mención de la cabeza de oro se oculta el esplendor de Babilonia; el pecho y los brazos de plata aluden a la pujanza de Media; el vientre y los lomos esconden la fiereza de Persia; las piernas de hierro simbolizan la grandeza del Imperio de Alejandro. Muerto Alejandro (323 aC.), el imperio se dividió entre sus generales, los diadocos, de ahí la mención de los pies de la estatua, parte de hierro y parte de arcilla. Los descendientes de Ptoloneo recibieron Palestina que, más tarde (198 aC.), pasó a los seléucidas, descendientes del general Seléuco. Un seleúcida, Antíoco IV Epifanes (175-164 aC.), oprimió cruelmente al pueblo judío (cf. 1Mac 1,10-15).

     La descripción de la sucesión de las grandes potencias, evoca las imágenes propias de la literatura antigua cuando señalan, poéticamente, la sucesión de las edades de la humanidad (cf. Hesíodo, los Trabajos y los Días). Sin embargo la presentación de la Escritura no se agota en el análisis histórico sino que, desde la perspectiva teológica, enfatiza el triunfo del plan de Dios en favor de la humanidad. La iniciativa divina para acabar con el mal aparece tras la metáfora de la piedra que derruye la estatua, y la decisión divina de instaurar un nuevo orden social aparece tras la mención de la montaña en que se convierte la piedra.

    Nabucodonosor, admirado ante la sabiduría de Daniel, se postra ante el profeta y reconoce que el Dios de los judíos es el Dios de los dioses. Desde ésta perspectiva, el relato constituye también una catequesis dirigida a los judíos de la diáspora. Quienes habitan en la diáspora deben mantener la firmeza de su fe, pero también deben manifestar un estilo de vida, semejante al de Daniel, que provoque en los paganos el reconocimiento de la exclusiva divinidad del Dios de Israel.


2.3. La estatua de oro (Dn 3,1-100).

    Nabucodonosor construyó una estatua de oro y mandó que todos la adoraran; pero Sidrac, Misac y Abdénago se negaron a postrarse ante la imagen. La confesión de los jóvenes constituye un testimonio preclaro de la fe judía en tiempos adversos: “nuestro Dios, a quien servimos puede librarnos {...} pero aunque no lo hiciera, has de saber, oh rey, que no serviremos a tu dios” (Dn 3,17-18). El rey, encolerizado, ordenó a sus criados que arrojaran a los jóvenes en el horno; las llamas devoraron a los sirvientes pero no dañaron a los jóvenes. Cuando la narración ha expuesto la caída de los jóvenes ente las llamas, se interrumpe el relato arameo (Dn 3,1-23) y comienza la exposición en griego (Dn 3,24-90). El texto griego relata cómo los jóvenes caminan ente las llamas bendiciendo al Señor (Dn 3,24). Seguidamente leemos una plegaria entonada por Azarías (3,25-90), nombre hebreo de Abdénago. Azarías, en su oración, reconoce la justicia de Dios cuando ha castigado al pueblo pecador a lo largo de la historia, pero, sobre todo, implora del Señor que no abandone a su comunidad ni quiebre la alianza. El joven suplica la intervención de Dios a favor de su pueblo para que todas las naciones reconozcan la exclusiva divinidad del Dios de Israel.

    Concluida la oración de Azarías, el texto señala la presencia de un ángel que deambula en el hormo con los jóvenes. El mensajero divino deshace el poder de las llamas y provoca que un viento refrescante recorra el horno, de ese modo los jóvenes quedan indemnes ante el acoso del fuego (Dn 3,46-50). Los tres jóvenes entonan una plegaria que enfatiza la actuación divina en el cosmos; con la plegaria agradecen al Señor que les haya liberado del poder de la muerte (Dn 3,51-90).

     De pronto se interrumpe el texto griego y la narración prosigue en arameo (Dn 3,91-100). Nabucodonodor, estupefacto, contempla cómo los jóvenes caminan en medio del fuego, y percibe como camina entre ellos un cuarto personaje cuya imagen refleja el aspecto de un dios. El rey reconoce la lealtad de los jóvenes que prefirieron arriesgar su vida antes que adorar a la estatua. El rey bendice al Dios de los jóvenes y les colma de bienes.

    La narración pretende inserir en el corazón de los israelitas oprimidos por Antíoco IV el coraje para que se mantengan leales durante el asedio de la persecución, a la vez que infunde ánimo en el espíritu de los judíos que moran en la diáspora para que den testimonio del Dios vivo ante la tentación idolátrica.

     La magnificencia de la estatua simboliza el aspecto monolítico del poderío de Antíoco. La crueldad de Antíoco contra los judíos aparece oculta tras la decisión de Nabucodonosor de arrojar a los jóvenes en el horno (c f. 1Mac 1,10-15). La piedad de los judíos aflora en la plegaria de Azarías y en el canto de los jóvenes en el horno. La intervención divina en favor de su pueblo y contra los adversarios aparece en la mención del ocaso de los malvados, simbolizados tras la situación de los criados devorados por las llamas (Dn 3,22.48), y en la liberación de los jóvenes arrojados en el horno (Dn 3,50), metáfora del pueblo fiel. La salvación de los tres jóvenes figura tras la mención de la presencia del cuarto personaje, con rostro divino (Dn 3,92), que propicia la irrupción de un viento refrescante que recorre el horno (Dn 3,50). El cuarto personaje constituye el símbolo de la resurrección que alcanza a los israelitas fieles; mientras el aire fresco que recorre el horno, alusión a la brisa suave del paraíso (cf. Gn 3,8), metáfora de la humanidad redimida, es la metáfora de la vida nueva de que gozan los mártires: la participación en el Reino de Dios.

    El relato también infunde ánimo en el corazón de los judíos de la diáspora para que sepan dar testimonio de su fe ante los paganos. En ese sentido, la fidelidad de los jóvenes provoca que Nabucodonosor, símbolo de las autoridades paganas, bendiga al Dios de Israel y colme de bienes a los tres compañeros, metáfora de los judíos leales que viven en la diáspora.


2.4. Segundo sueño de Nabucodonosor: el árbol (Dn 4,1-34).

    Nabucodonosor soñó que en medio de la tierra había un árbol cuya copa tocaba el cielo. Un vigilante, un santo, bajó del cielo y ordenó que el árbol fuera abatido; pero mandó que dejaran el tocón con las raíces sujeto con cadenas. De pronto el sueño, en lugar de referirse directamente al árbol, alude oblicuamente a Nabucodonosor: “que su mente humana se trastorne y que adquiera instintos de bestia para vivir así durante siete años” (Dn 4,13). Daniel interpreta el sueño. El árbol simboliza al rey. El vigilante que ordena abatir el árbol alude a la decisión del Altísimo contra el rey. El monarca castigado por Dios, aparece tras la metáfora del demente que mora con las bestias. La referencia a los siete años señala que el oprobio del monarca no es eterno, sino limitado en el tiempo. El tocón con sus raíces sujeto con cadenas significa que el rey recuperará el trono, cuando reconozca que el poder radica sólo en Dios. Daniel indica al rey que el remedio de sus males estriba en dar limosna y socorrer a los necesitados, a cambio de lo cual el Señor quizás le perdone (Dn 4,24; cf. Jon3,9).

    La narración no se detiene en relatar el sueño y mostrar su significado, también revela su cumplimiento. Al cabo de doce meses, cuando Nabucodonosor paseaba por la terraza del palacio, una voz del cielo le anunció que había perdido el reino. Sólo el Altísimo detenta el poder y lo da a quien desea. Nabucodonosor fue expulsado de entre los hombres. Pero al cabo del tiempo fijado, el rey bendijo al Altísimo, con lo cual recuperó la razón y acreció el poder sobre el reino antaño perdido. Finalmente, el texto señala cómo Nabucodosor se convierte, pues ensalza y glorifica al Rey de lo cielos.

    El árbol que contempla Nabucodosor elude el árbol cósmico que señala, en el lenguaje religioso, el puente entre Dios y el hombre (cf. Ez 3); pero, sobre todo, rememora el contenido de la narración de la estatua de oro (Dn 3,1). La grandeza del árbol esconde la magnificencia de Nabucodonosor (cf. Gn 11,1-9); pero tras la pujanza del emperador late la dureza ejercida por Antíoco contra los judíos. La intención del texto enfatiza dos aspectos. Por una parte señala el exclusivo señorío de Dios sobre la historia. El poder de los soberanos se halla sujeto a la decisión de Dios que otorga el poder a quien desea; en ese sentido, la narración acota la tiranía de Antíoco. Por otra parte, la narración muestra cómo Daniel sugiere a Nabucodonosor la práctica de la penitencia por sus pecados para que pueda prolongarse la prosperidad del rey; desde esa óptica el texto manifiesta la necesaria conversión de los reyes paganos para que puedan mantenerse en al poder que sólo Dios concede.

    La narración del árbol sintetiza, seguramente, diversos relatos. El texto afianza la fe de los judíos de la diáspora, pues insinúa que los paganos, representados por el rey, acabarán convirtiéndose al Señor; pero también señala el fin de la persecución de Antíoco, al mostrar la naturaleza efímera del poder de quines viven alejados del Señor.


2.5. La cena de Baltasar (Dn 5,1-6,1).

    El rey Baltasar celebró un banquete. Mandó traer las copas que su padre Nabucodonosor se había llevado del templo de Jerusalén. El rey profanó las copas bebiendo en honor de los dioses paganos. Entonces aparecieron unos dedos que escribían sobre el evoque de la pared. Los magos fueron incapaces de leer e interpretar las palabras. Daniel, por sugerencia de la reina, fue llevado a palacio. El profeta, tras denunciar la soberbia del monarca, leyó y descifró el mensaje. El escrito decía: Mene, Mene, Tequel y Parsim. (Algunos intérpretes consideran que la duplicidad del término mene es una repetición, y suprimen la segunda recurrencia de la palabra). El término mene significa “contado” simboliza que el Señor ha puesto límite al reinado de Baltasar. La voz tequel, pesado, indica que Dios ha pesado la dignidad del rey, y le ha encontrado falto de peso. La palabra parsim, dividido, manifiesta que el reino ha sido dividido y entregado a medos y persas. Baltasar, impresionado, ordenó que vistieran de púrpura a Daniel; pero el sueño se cumplió: Baltasar fue asesinado aquella misma noche, y Darío el medo se apoderó del reino.

    El relato presenta impresiones históricas; señala que fue Darío quien se apoderó del reino de Baltasar, cuando el Imperio babilónico fue conquistado por Ciro. Los anacronismos certifican que el objetivo de la narración no estiba en la crónica sino en el planteamiento teológico de la historia. Las cuatro palabras incógnitas simbolizan la sucesión de los cuatro imperios que oprimieron Israel. La voz mene simboliza a Babilonia; la segunda recurrencia de la palabra mene alude a Media; el término teqel constituye la metáfora de Persia; y el vocablo parsim refiere el Imperio de Alejando, dividido después entre sus generales. Los cuatro términos evocan también el valor decreciente de ciertas medidas de peso, con lo cual enfatizan la tiranía de las diversas potencias: el término mene evoca el valor de la mina equivalente a 571 g.; la voz teqel alude al siclo consistente 11,4 g.; la palabra pasim sugiere el valor de media mina.

    El mensaje teológico es obvio; la historia ha contemplado la sucesión de grandes imperios que han oprimido a Israel, pero todas las potencias se han precipitado en la ruina; por eso, también Antíoco IV, el opresor de los judíos que oculta el libro de Daniel, palpará su trágico final.

     El relato infunde esperanza en los judíos que soportan la persecución de Antíoco, pero los últimos versos contiene también un mensaje de aliento para los judíos de la diáspora. Daniel, símbolo de los judíos fieles de la diáspora, se hace acreedor del respeto de la reina, metáfora de los dirigentes paganos, hasta el punto de ser honrado por el mismo rey. Del mimo modo que Daniel en el exilo fue portador de la inspiración divina (Dn 5,11), también los judíos de la diáspora deben buscar la ocasión para dar testimonio del Altísimo.


2.6. Daniel en el foso de los leones (Dn 6,2-29).

    Daniel sobresalía en todos los aspectos y el rey Darío pensó en ponerlo al frente de todo el reino. Los sátrapas, carcomidos de envidia, propiciaron que el rey publicara un decreto en el que condenaba a muerte a quien dirigiera su plegaria a cualquier dios u hombre que no fuera el mismo rey. Los sátrapas descubrieron a Daniel rezando y le denunciaron. El rey, a disgusto, ordenó que Daniel fuera arrojado al foso de los leones; pero el monarca dijo al reo: “¡Que tu Dios, a quien sirves tan fielmente, te salve” (Dn 6,17). Al día siguiente, el rey fue al foso y encontró vivo a Daniel. El profeta contó al monarca que el Señor, conocedor de su inocencia, le había salvado. El rey se alegró y ordenó que el nombre de Daniel fuera honrado en todo el imperio; y, como contrapartida, ordenó que los sátrapas perversos fueran arrojados al foso. Daniel prosperó durante los reinados de Darío y Ciro.

    El orden en que aparece la mención de Darío y Ciro constituye un anacronismo histórico que transluce la intención teológica del relato. La narración es una catequesis dirigida a fortalecer la fe de los judíos que habitan en la diáspora. Daniel aparece como un funcionario muy competente, de ese modo el texto invita a los judíos de la diáspora  a servir con eficacia al gobierno del país donde moran. Sin embargo, la servicialidad nunca ha de menoscabar la identidad creyente; por eso Daniel, aunque el rey haya publicado un decreto adverso, continúa rezando al Señor sin desviarse tras los ídolos. En la diáspora, la entereza de los judíos suscitará la envidia de los perversos, representados por los sátrapas, y la admiración de los justos, simbolizados por el rey, que valorarán su entrega. Los judíos de la diáspora sufrirán la persecución de los malvados, como la sufrió Daniel cuando fue arrojado al foso; pero más fuerte que la persecución será el favor divino que les librará del mal, como salvó a Daniel de las garras de los leones.

    La narración constituye también una exhortación dirigida a los judíos que padecen la persecución de Antíoco, represión aludida tas la denuncia de los sátrapas y la decisión del rey de arrojar a Daniel al foso. Aunque resulte dura, la persecución no acabará con los judíos pues el Señor salvará a su pueblo. Finalmente, la narración alude simbólicamente a la resurrección. El foso de los leones representa la muerte; en ese sentido el término “león” es una metáfora del “caos” (cf. Sal 91,13). Daniel anuncia al rey que Dios “ha enviado a su ángel” (Dn 6,22); y la presencia del ángel, como sucedía con el cuarto personaje de episodio del horno (cf. Dn 4,92), constituye una metáfora de la resurrección.



3.      Segunda sección: las visiones (Dn 7-12).

La apocalíptica emerge tras el contenido teológico de las visiones. La apocalíptica es la corriente espiritual, heredera de la profecía, que anuncia la intervención de Dios en la historia al final de los tiempos. La actuación divina propiciará el ocaso de los malvados y el triunfo del proyecto de Dios en favor de sus fieles. El objetivo de las visiones estriba en inserir en el corazón de los judíos perseguidos por Antíoco la certeza de la intervención salvadora de Dios, a la vez que enfatiza la destrucción que aguarda a los impíos. De ese modo el texto alienta la resistencia de los judíos perseguidos, pero también refuerza la fidelidad al Señor de todo creyente que sufre el desgarro de la opresión.


3.1. Las cuatro fieras (Dn 7,1-28).

    Daniel puso por escrito el sueño que había tenido el año primero de Baltasar. Los cuatro vientos agitaban el mar del que salían cuatro bestias. La primera era como un león con alas de águila; le arrancaron las alas y se irguió como un hombre, pues se la dotó de mente humana. La segunda era semejante a un oso al que una voz le decía que devorara cuanta carne pudiera. La tercera parecía un leopardo con cuatro alas y cuatro cabezas dotado de poder. La cuarta bestia era espantosa y fuerte; tenía diez cuernos, pero fueron arrancados tres para que pudiera brotar entre ellos un pequeño cuerno. En ese momento alguien coloca unos tronos y un anciano se sienta, miles de millares lo servían y estaban de pie ante él. El cuerno que había brotado de la bestia profería insolencias, pero mataron a la bestia y la arrojaron a las llamas. De pronto, Daniel contempló alguien semejante a un hijo de hombre que fue conducido hacia el anciano; recibió el poder, y todos los reinos le servían.

     Uno de los presentes ofrece a Daniel la interpretación de la visión: las cuatro bestias representan a los reyes que dominarán el mundo, pero, al final de los tiempos, serán los fieles del Altísimo quienes poseerán el mundo eternamente. El intérprete recalca la identidad de la cuarta bestia: es el cuarto reino que asolará la tierra; los diez cuernos son diez reyes que surgirán de ese reino, el cuerno que despunta es la metáfora de un monarca que desbancará a otros tres reyes para poder sentarse en el trono. Oprimirá a los fieles del Altísimo, pero será destituido y la realeza será entregada a los fieles del Señor.

    El mar encrespado constituye el símbolo de la idolatría de la que brotan las cuatro potencias que fustigaron Israel. La primera bestia simboliza Babilonia. La segunda es Media, el oso, conocido por su crueldad (cf. Is 13,17-18). La tercera es Persia; las cuatro alas y las cuatro cabezas pueden aludir a los cuatro reyes persas citados por la Escritura (Ciro, Artajerjes, Jerjes y Darío III). La cuarta bestia evoca el Imperio de Alejandro. A partir del 198 aC., Palestina fue dominada por los seleúcidas; los diez cuernos aluden, seguramente, a la sucesión de reyes que desembocó en el dominio de Antíoco IV. Ése rey figura bajo la mención del cuerno pequeño, pues el monarca despótico tuvo que eliminar a tres pretendientes para poder reinar. La opresión ejercida por Antíoco no será eterna, pues el anciano, metáfora del Señor, entregará el poder, al final de los tiempos, a la comunidad fiel, simbolizada tras la metáfora del hijo del hombre.

    El mensaje de la visión constituye una exhortación dirigida a los judíos oprimidos por Antíoco para que puedan resistir el envite de la persecución. El texto enfatiza dos aspectos. Por una parte señala la derrota del rey perverso, pues la bestia y el cuerno, metáfora del imperio y del monarca, serán destruidos. Por otra parte, preludia el triunfo de la comunidad fiel simbolizada por el hijo del hombre a la que el anciano, símbolo del Señor, le hace justicia para que tome posesión del reino.


3.2.El carnero y el macho cabrío (Dn 8,1-27).

    La narración en arameo se interrumpe y recomienza el relato en hebreo. Daniel ve un carnero junto al río; el animal tenía dos cuernos, uno más alto que otro, el más alto había salido del más corto. El carnero embiste por todas partes sin que ninguna bestia pueda hacerle frente. De pronto, Daniel vio un macho cabrío que venía del oeste, entre los ojos tenía un gran cuerno. Embistió contra el carnero y le rompió los dos cuernos. El macho cabrío creció y, cuando más fuerte parecía, el cuerno que tenía se partió; en su lugar salieron otros cuatro cuernos, de uno de ellos salió un cuerno pequeño que creció y alcanzó la tierra santa, suprimió el sacrificio perpetuo para instaurar la iniquidad y también profanó el santuario.

    Entran en escena dos personajes cuyo diálogo señala el final de la persecución de Antígono, simbolizada bajo la referencia a la supresión del sacrificio perpetuo: “cuando pasen dos mil trescientas tardes y mañanas el santuario será restablecido” (Dn 8,14). Gabriel explica a Daniel el significado de la visión, concerniente al final de los tiempos. El carnero con dos cuernos representa a los reyes de Media y Persia. El macho cabrío representa al rey de Grecia, y el cuerno que tiene es la metáfora del primer rey. De esa nación saldrán cuatro reinos, simbolizados por los cuatro cuernos que brotan del cuerno partido. Al final surgirá un rey insolente, oculto tras el cuerno pequeño, que oprimirá al pueblo de Dios. Sin embargo, el rey perverso será aniquilado sin intervención humana.

    La visión constituye una lectura simbólica de la historia universal para destacar el triunfo del proyecto de Dios sobre las insidias del maligno. De ese modo el autor infunde ánimo en el corazón de los judíos perseguidos por Antíoco, anunciándoles el fin de la opresión y la destrucción del rey perverso.

    El carnero con dos cuernos representa a Media y Persia; un cuerno es más grande que el otro porque la milicia persa prevaleció sobre la fuerza de los medos. El macho cabrío que le embiste simboliza el Imperio griego, y la fuerza del cuerno denota la pujanza de Alejando. El macho cabrío abate al carnero, pues Alejando aniquiló al Imperio persa. La prestancia del cuerno del macho cabrío simboliza pujanza de Alejando; pero el rey murió joven (323 aC.) y su muerte aparece tras la imagen del cuerno partido. Cuando murió Alejandro, el imperio fue dividido entre sus generales: Ptolomeo (Egipto), Filipo (Macedonia), Seléuco (Siria), Antígono (Asia Menor).

    Los cuatro reinos que surgen del Imperio de Alejandro aparecen tras la mención de los cuatro cuernos que brotan en lugar del cuerno partido. De uno de esos cuernos, el reino de Seleúco, brota un cuerno pequeño, metáfora de Antíoco IV, que profana el santuario, en referencia a los ultrajes de Antíoco contra la religión judía y contra el templo de Jerusalén. Sin embargo, el texto enfatiza que la represión contra el pueblo de Dios tiene un límite: “dos mil trescientas tardes y mañanas” (Dn 8,14). El contenido de la visión infunde ánimo a los judíos perseguidos por Antíoco; al final fracasará el monarca perverso y triunfarán los fieles del Señor.


3.3.Las setenta semanas (Dn 9,1-27).

    Daniel reflexionaba sobre los setenta años que, según la profecía de Jeremías (cf. Jr 25,11-14), debía durar la ruina de Jerusalén. El profeta denuncia el pecado del pueblo y reconoce que tras las calamidades del país late el castigo divino contra la perversidad de la nación. Pero, Daniel, conocedor de la misericordia divina, implora el favor de Dios en favor del pueblo perverso. El Señor, por medio de Gabriel, explica a Daniel el sentido de los acontecimientos entre los que discurre la vida del profeta. Setenta semanas han sido fijadas para que en la Ciudad Santa cese el delito y sea consagrado el lugar santísimo. Desde que se dio la orden de reconstruir Jerusalén hasta la llegada de un príncipe ungido pasarán siete semanas; después, durante setenta y dos semanas, serán reconstruidos fosos y calles. Concluidas las setenta y dos semanas será eliminado el príncipe ungido, inocente. Vendrá un rey que arrasará la ciudad y el santuario. Durante una semana establecerá un pacto con muchos, y a mitad de la semana pondrá fin al sacrificio y la ofrenda, y levantará sobre el altar el ídolo abominable; todo permanecerá así hasta que la ruina decretada abata al devastador.

    La visión está henchida del contenido simbólico marcado por la sucesión de tres períodos de tiempo. La profecía de Jeremías anunciaba que el Señor sometería Judá durante setenta años a la tiranía del rey de Babilonia; pero, cumplidos los años, acabaría el suplicio del pueblo y Dios abatiría al monarca perverso. De manera análoga, la profecía de Daniel establece el espacio de setenta semanas para que acabe el oprobio del pueblo y sea consagrado el lugar santísimo. El primer período figura tras la mención de las primeras siete semanas: simboliza el plazo trascurrido desde el comienzo de la reconstrucción de Jerusalén (cf. Esd 1,2-4) hasta la llegada del primer ungido, el sumo sacerdote Josué (Zac 3,1-10) (ca 515 aC.). El segundo período, las siguientes sesenta y dos semanas, abarcan el tiempo transcurrido hasta el asesinato del segundo ungido, el sumo sacerdote Onías III (171 aC.), hasta el estallido de la persecución de Antíoco. El tercer período constituye la última semana que se caracteriza la opresión de Antíoco contra el pueblo, pero durante ésa semana se anuncia ya la inminente ruina del devastador.

     La visión constituye, de nuevo, una exhortación para alentar la esperanza de los judíos que sufren la persecución de Antíoco; el texto recalca dos aspectos. En primer lugar señala que el dolor de la nación es la consecuencia de su pecado (cf. Dt 27-28); pero enfatiza, en segundo término, que el oprobio no es el destino final del pueblo, pues el Señor ha puesto coto al sufrimiento y ha decretado la ruina del devastador.


3.4.La visión final (Dn 10,1-12,13).

    La visión final constituye un entramado en el que se distinguen tres secciones. La primera, a modo de introducción, prepara el ánimo del lector para la comprensión teológica de la visión (Dn 10,1-11,1). La segunda describe la desdicha que soportó Israel y señala, al final, la destrucción de los malvados (Dn 11,2-45). La tercera recalca el triunfo de los justos a los que augura la resurrección (Dn 12,1-13).

    Daniel, en el seno de una revelación, vio a un hombre vestido con túnica de lino y ceñido con un cinturón de oro. El hombre reveló a Daniel lo que sucedería en los últimos días, y que está consignado en el libro de la verdad (Dn 10,1-21). El contenido de la revelación refiere, mediante un vocabulario metafórico, la desdicha que asoló Israel entre los siglos IV-II (Dn 11,1-20), y que culminó con la represión desatada por Antíoco IV contra el pueblo judío (Dn 11,21-45). A pesar de la crueldad de Antíoco, el texto recalca cómo el pueblo de los que conocen a su Dios se mantendrá firme. Los doctores continuarán instruyendo a la comunidad, aunque su empeño les cueste la vida. El monarca perverso ejercerá la opresión hasta que se colme la ira de Dios; cuando llegue el momento final montará su campamento entre el mar y la santa y gloriosa montaña; entonces le llegará el fin y nadie vendrá a socorrerlo.

    Asentado el ocaso de los malvados, el texto refiere la victoria de los justos (Dn 12,1-13). En el tiempo de angustia, surgirá Miguel. Cuando llegue ese momento, todos los hijos del pueblo que estén insitos en el libro se salvarán; muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno. Daniel escucha a dos hombres que refieren el momento en que acontecerá el contenido de la promesa: “dentro de tres años y medio, cuando haya acabado la persecución del pueblo santo, se cumplirán todas estas cosas”. Finalmente, el Señor conforta a Daniel para que se mantenga fiel en el tiempo de persecución, a la vez que le augura la resurrección en el día final.

    El mensaje de la visión desea, una vez más, henchir de esperanza el corazón del pueblo sometido a la crueldad de Antíoco; sin embargo la esperanza supera el horizonte humano para anunciar la resurrección. Las imágenes referentes a la resurrección habían formado parte de la mitología de Baal, por eso los israelitas se resistieron durante mucho tiempo a adoptar la doctrina concerniente a la vida después de la muerte. Sin embargo, la dureza de la persecución de Antíoco propició la exposición teológica de la certeza de la vida eterna, para quienes habían vivido según la justicia de Dios (cf. 2Mac 7,9); en ése sentido Dn 12 (cf. Is 26-27) anuncia la certeza de la resurrección para quines hayan vivido según los preceptos divinos.



4.      Tercera sección: los relatos griegos (Dn 13,1-14,42).

    La profecía de Daniel concluye ofreciendo tres relatos escritos en lengua griega. El primero concierne a la Historia de Susana (Dn 13,1-64). Dos ancianos perversos amenazan a Susana con acusarla de un falso delito sexual si no acepta mantener relaciones con ellos. La muchacha prefiere soportar el oprobio de una acusación mendaz antes que desobedecer los preceptos del Señor. Los ancianos la denuncian con embuste; pero, en eso aparece Daniel, quien, con gran habilidad desenmascara la malignidad de los ancianos, y devuelve a Susana la honra que la perfidia de los viejos quiso arrebatar. El segundo relato, Daniel y los sacerdotes de Bel (Dn 14,1-22), ridiculiza la naturaleza del culto idolátrico practicado por los paganos entre quienes viven los judíos de la diáspora. La tercera narración, Daniel y el dragón (Dn 14,23-42), ironiza hasta el extremo sobre la mendacidad de los ídolos; y destaca, tras la mención del profeta Habacuc (Dn 14,33.39), la intervención eficaz de Dios en favor de su pueblo.

   Las tres narraciones están dirigidas a  los judíos que moran entre paganos. El relato de Susana infunde coraje en quienes viven en la diáspora para que depositen la confianza en Dios, y se mantengan fieles a las normas del judaísmo. Las otras dos narraciones fustigan con sarcasmo la estupidez del culto idolátrico (cf. Is 44,9-20), con la intención de que los judíos huyan de los ídolos y vivan con intensidad su propia fe.



5.      La presencia del libro de Daniel en el Nuevo Testamento.

    El Nuevo Testamento trasluce la presencia de la profecía de Daniel en cuatro temas teológicos: la angelología, la resurrección, la venida del Hijo del hombre, y la referencia al final de los tiempos.

    Las alusiones a los ángeles que figuran en el NT hunden sus raíces en tradiciones teológicas diversas, pero la mención de Miguel (Dn 10,13.21; 12,1) y Gabriel (Dn 8,16; 9,21) aparece también en el NT. La carta de Judas recoge una tradición según la cual Miguel disputó al diablo el cuerpo de Moisés (Jud 9), y el Apocalipsis expone cómo Miguel y sus ángeles entablaron combate contra el dragón (Ap 12,7). Gabriel anuncia a María que concebirá un hijo por obra del Espíritu Santo (Lc 1,19.26).

    El pensamiento hebreo fue reacio a aceptar la ideas referentes a la resurrección, porque estaban contaminadas por la mitóloga cananea concerniente, sobre todo, al ciclo de Baal; sin embargo el motivo de la resurrección, lentamente, fue calando en el AT (cf. Is 26-27), hasta que llegó a formularse con claridad (2Mac 7,14; Sb 3,1). La profecía de Daniel expresa el mensaje de la resurrección y la retribución (Dn 12,2) con las categorías que reproducirá más tarde el NT (Mt 25,46; Jn 5,29; Hch 24,15).

    La mención del “Hijo del hombre” (Dn 7,13) constituye la metáfora de la comunidad de los fieles del Altísimo que guardan lealtad al Señor durante la persecución de Antíoco IV; dicha comunidad recibirá el Reino y lo poseerá eternamente. La concepción teológica del “Hijo del hombre” varió con el tiempo. Según atestigua el Apocalipsis de Henoc, en la época de Cristo, la figura del Hijo del hombre se concebía bajo la imagen de un individuo misterioso que aparecería al final de los tiempos, sobre un trono de gloria, como juez universal, salvador y vengador de los justos. Los autores del NT percibieron tras la mención del “Hijo del hombre” en la profecía de Daniel (Dn 7,13) la venida gloriosa de Jesús sobre las nubes del cielo (Mt 24,30; Mc 13,16; Lc 21,27). El texto de Mateo (Mt 26,64) y Marcos (Mc 14,62) fusionan el contenido de Dn 7,13 y Sal 110,1 para acuñar la declaración solemne de Jesús ante el Sanedrín, con la que se confiesa a sí mismo como el Hijo del hombre, sentado a la diestra del Todopoderoso y  que viene sobre las nubes del cielo.

    El discurso del NT recoge dos referencias del libro de Daniel en relación a los acontecimientos de los últimos tiempos. En primer lugar, la mención del “ídolo abominable” (Mt 24,15; Mc 13,14), metáfora del oprobio que sufrirán los creyentes al final de la historia, recoge la alusión de Daniel (Dn 9,27; 11,31; 12,11) referente a la persecución de Antíoco contra los judíos. La expresión contenida en el evangelio “angustia como no la ha habido igual hasta ahora desde que empezó este mundo” (Mt 24,21; Mc 13,19), recoge literalmente el contenido de Dn 12,1. El mensaje de Mt 13,43 (los justos brillarán como el sol) evoca la metáfora de Dn 12,3 (los sabios brillarán como el sol); y la idea expresada en 1Cor 6,2 (los santos juzgarán el mundo) alude, seguramente, al tarea del anciano que hace justicia a los fieles expuesta en Dn 7,22.



Bibliografía.

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L. Alonso – J.L. Sicre, Daniel, en Profetas vol II, Madrid 1980, 1221-1308.
A. LaCoque, Daniel, en Comentario Bíblico Internacional, Ed. Verbo Divino (Estella 1999) 990-1010.
J. H. Lüdy, Daniel, en La Casa de la Biblia Comentario al Antiguo Testamento vol II, Madrid 1997, 239-318.
J.L. Sicre, Profetismo en Israel, Estella 1992.
J.M. Ábrego, Los libros proféticos, Estella 1997.          


jueves, 15 de marzo de 2012

¿QUÉ SIGNIFICA LA PALABRA JEHOVÁ? ¿ CUÁL ES EL NOMBRE DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO?

El nombre de Dios es Yahvé.

    Sucede que el AT está redactado en lengua hebrea y ésta se escribía antiguamente sin letras vocales. Al copiar la palabra Yahvé, la escribían únicamente con consonantes con lo que resultaba: YHV. El lector cuando llegaba a estas letras YHV, ya sabía que tenía pronunciar “Yahvé”, y así lo hacía.

    En la religiosidad judía la trascendencia de Dios fue haciéndose cada vez más intensa. Llegó un momento en que la  realidad divina estaba tan alejada de la realidad humana, que se llegó a evitar pronunciar el nombre de Dios: Yahvé. Por tanto el lector judío al llegar a la palabra YHV, en lugar de pronunciar Yahvé, enunciaba el término “Adonay”, que significa “Señor”.

    A partir del siglo VI d.C. los judíos comenzaron a poner vocales al texto bíblico. Cuando llegaron a la palabra YHV evitaron ponerle las vocales correspondientes  ( a-e Yahvé), para evitar que algún lector, por inadvertencia, pronunciara la palabra Yahvé en lugar de la palabra Adonay que debía decirse. Por eso tomaron las consonantes YHV y las vocalizaron, no con las vocales que le correspondían (a-e; Yahvé); sino con las vocales de la palabra Adonay, aoa. Estas vocales, aoa, inseridas en las consonantes YHV dan lugar al término Yehová; por razones puramente fonéticas la primera “a” de “Adonay” cuando se insiere a la consonante Y de YHV se convierte en “e”, con lo que resulta “Yehova”.

    Los lectores antiguos de la Biblia cuando encontraban las letras YHV no pronuncian Yahvé sino Adonay (la “e” cambia en “a” por cuestiones de fonética); nunca Jehová. La voz “Jehová” en sí misma no significa nada, corresponde a un intento de evitar que los lectores, distraídamente, pronuncien Yahvé en lugar de Adonay.

           
                                                                                               Francisco Ramis Darder

lunes, 12 de marzo de 2012

JEREMÍAS (II): DIOS, EL ALMENDRO QUE PROTEJE NUESTRA VIDA

    La tarea de Jeremías comienza en los albores gloriosos del reinado de Josías, y fenece en la tristeza de su refugio en Egipto. Jeremías acompañará a Israel en el invierno de su historia y será la presencia de Dios junto al pueblo que se precipita hacia el abismo. El Señor nunca nos abandona; incluso cuando nuestra vida toma el rumbo del sinsentido, Dios permanece fiel junto a nosotros, esperando el momento en que volvamos a su regazo.

    Jeremías no fue un profeta triunfante. Nadie escuchó su mensaje. Al final de su vida, tuvo que abandonar Jerusalén para emigrar a Egipto. El Señor, antaño, había liberado a los israelitas de la esclavitud impuesta por el faraón (Ex 14-15); ahora, Israel inmerso en su fracaso regresa a la tierra de sus lamentos.

    ¿Cómo pudo Jeremías ser testigo de la fidelidad de Dios en tiempos de tiniebla? La primera visión del profeta ofrece la respuesta mediante una bella metáfora (Jr 1,11-12). El profeta realizó su tarea porque supo que en todo momento el Señor le protegía bajo la sombra de su ternura. Recreémonos en la visión.

    Jeremías ha escuchado la llamada de Dios, ha comprendido la dificultad de la misión y ha sentido el escalofrío del miedo. Se preguntaría en su corazón ¿cómo cumpliré la voluntad de Dios? Entonces, el Señor le ordena salir al campo. Supongamos que estamos en invierno, cuando todos los árboles están sin hojas ni frutos esperando la primavera. Entre aquellos árboles que duermen el sueño invernal, Jeremías observa un árbol florido cuyas flores blancas velan el sueño de los otros árboles.

    Los almendros florecen en invierno, y con sus flores abiertas parece que guardan a los demás árboles hasta que despierten en primavera. No en vano la lengua hebrea conoce al almendro como “el árbol que vela, el árbol que sabe escuchar”. El Señor revela a Jeremías: ‘Yo soy un almendro. A tí te ha correspondido ser mi profeta durante el invierno de la historia de mi pueblo. Yo te envío para que recuerdes a los israelitas que estoy siempre a su lado. Pocos te escucharán; pero, en el desánimo, recuerda que junto a ti está el Señor que como un almendro vela por tu vida y la de su pueblo, hasta que llegue la primavera en la que Israel florezca de nuevo”.

    La labor de Jeremías fue dura e incomprendida, pero a él nunca le faltó la certeza de que Dios le acompañaba, y que como un almendro velaba por su vida durante el invierno de la historia israelita.

    La existencia de Israel reposaba en la capacidad de escuchar la voz cálida y exigente de Dios que habla desde el hondón del alma. Recordemos el gran precepto dirigido por Dios a su pueblo: “Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,4-9).

    Israel había perdido durante la época de Jeremías la capacidad de escuchar, la pasión por amar y la actitud de guardar en el corazón las palabras de la vida. El pueblo elegido comenzaba a atravesar el largo invierno de su historia.

   En este momento, Israel levantó los ojos y contempló Palestina. Era invierno, los árboles no tenían flores e, igual que Israel, parecía que también habían perdido el deseo de vivir. Pero desplegando la vista hacia la magnitud del horizonte, Israel descubrió un árbol en flor. Un árbol que en el frío del invierno era capaz de hacer germinar una flor blanca. Un árbol sitiado por la ausencia de vida que aun tenía fuerzas para alumbrar una flor. Con esta flor abierta escuchaba a los otros árboles, sus hermanos, y les anunciaba que aquel crudo invierno no duraría para siempre. La flor blanca y abierta pregonaba la primavera por llegar y daba testimonio de que, al final, siempre triunfa la vida.

    Israel sumido en el invierno de su historia quedó impresionado por árbol que velaba a los otros, y con su flor abierta los sabía escuchar. Y puso nombre a aquel árbol, le llamó almendro, que en lengua hebrea significa “el árbol que vela” o “el árbol que sabe escuchar”.

    Mediante la metáfora del almendro, Israel redescubrió que “saber escuchar a Dios y al prójimo” requiere silencio y paciencia pero, sobre todo, exige amar apasionadamente la vida, amar profundamente el corazón de los otros, creer que la humanidad será capaz algún día de hacer brotar sus flores en primavera y dar los mejores frutos de su ternura.

  
                                                                                    Francesc Ramis Darder.