El profeta Jeremías nació en Anatot (Jr 1,1), una pequeña villa situada al noreste de Jerusalén hacia el año 650 aC, y murió después del 582 aC, seguramente en Egipto. La vida de Jeremías transcurrió en el marco de una situación internacional agitada. Asiria inicaba su declive, mientras Babilonia iniciaba su ascenso. Egipto era todavía un imperio importante pero estancado y aferrado a las glorias del pasado.
Jeremías comenzó a recibir la palabra de Dios en el año decimotercero del reinado de Josías (Jr 1,2). Como vocero de Dios exigió la conversión de todo el pueblo, e insinuó la amenaza babilónica que se cernía sin tregua sobre Jerusalén (Jr 1,13-16).
Atemorizados por la muerte del rey Josías, los habitantes de Jerusalén desconfiaban de la bondad de Yahvé y se refugiaban en la falsedad de los ídolos (Jr 30-32), y en la fingida piedad del Templo (Jr 7,1-15). El rey Joaquín, sucesor de Josías, cayó en el despotismo y el lujo desmedido (Jr 22,13-19). Jeremías denunció el pecado del rey (Jr 22,1-19) y arremetió contra la hipocresía del Templo (Jr 25,1-4). El profeta percibió la ascensión de Babilonia y conminó a Joaquín para que no entablara combate con la gran potencia; pues, sólo evitando la confrontación bélica podría subsistir Judá.
La desolación de Judá no era fruto de la casualidad sino consecuencia de su pecado, por eso Jeremías exigía la conversión al pueblo, al templo y al rey. ¿Qué significaba convertirse en el contexto social de Jeremías? Convertirse implicaba abandonar el sendero espinoso del orgullo; concretamente, dejar de creer que una pequeña nación podía derrotar militarmente a la primera potencia mundial. Convertirse implicaba dejar de creer que la fe en Dios supliría la irresponsabilidad humana.
Sobre la cima de Jerusalén se erguían el Templo de Dios y el Palacio Real. Los ciudadanos creían que la presencia divina en el Templo y la residencia del rey en Palacio, hacían de Jerusalén una ciudad inexpugnable. Sin embargo la fe nunca suple la responsabilidad humana. El orgullo de la Ciudad Santa enturbió su entendimiento y le hizo pensar que, por voluntad de Dios, su pequeño ejército derrotaría a Babilonia. Recordémoslo de nuevo: la fe no suple nunca la falta de responsabilidad humana.
A menudo convertirse equivale a utilizar el sentido común. Por eso Jeremías advertía a sus conciudadanos que el ejército judaíta era demasiado endeble contra el poderío babilónico; alentaba al pueblo a vivir su fe en medio de la prueba, e insistía en evitar cualquier guerra que acabarían pagando, como siempre, los débiles. Pero el orgullo del rey pudo más que la sensatez del profeta. Jeremías fue encarcelado (Jr 19,1-20), y el rey Joaquín se enfrentó a Nabucodonosor. El monarca babilónico conquistó la ciudad (597 aC) y deportó parte de la población a la capital del imperio.
Consumada la deportación, Nabucodonosor entronizó en Jerusalén a Sedecías. El pueblo entrevió que Jeremías tenía razón: todos admitían que el orgullo era la raíz de sus males, pero surgió un dificultad curiosa. Los deportados pensaban que los orgullosos eran quienes habían permanecido en Jerusalén, mientras los que permanecieron en la Ciudad Santa opinaban que los orgullosos eran los deportados.
La conversión no se detiene en el reconocimiento del pecado, sino que implica establecer las mediaciones para atajarlo. Por una parte, Jeremías escribe una carta a los deportados donde les recomienda la integración en la sociedad babilónica, les anima a vivir su fe en tierra extranjera, y les advierte contra los falsos profetas que les incitan a rebelarse (Jr 29). Por otra parte, exhorta a Sedecías y los habitantes de Jerusalén a no enfrentarse con Nabucodonosos, y a vivir la fe en medio de la prueba (Jr 21,1-7).
Nadie hizo caso a las palabras de Jeremías. El rey Sedecías desafió a Nabucodonosor, el cual conquistó Jerusalén (598 aC), destruyó el Templo, y deportó otro contingente de población. Nabucodonosor impuso como gobernador a Godolías.
Jeremías optó por quedarse en Judá y compartir su vida con los campesinos del lugar, a quienes animaba a depositar la confianza en la bondad de Dios (Jr 40,1-6). Pero ni siquiera la exigua población de Judá escuchó la voz del profeta. Un cabecilla de la región, Ismael, se rebeló contra Babilonia y asesinó a Godolías. La comunidad judía, temiendo la represalia babilónica, se refugió en Belén. Jeremías suplicó al pueblo que permaneciera en su tierra; pero, la comunidad asustada huyó a Egipto llevándose consigo al profeta. Jeremías, seguramente, acabó sus días en Egipto exigiendo a sus compatriotas la coherencia con su fe, y advirtiéndoles del peligro de la idolatría (Jr 40,7 - 44,30).
Jeremías tuvo una misión difícil, fue la voz cálida y exigente de Dios que acompañó a Israel durante el invierno de su historia. ¿De dónde obtuvo Jeremías la fuerza para llevar a término una tarea tan ardua? El relato de su vocación y misión (Jr 1,4-12) ofrece la respuesta. La seguridad de que el Señor estaba a su lado mantuvo la esperanza del profeta, y le permitió acompañar a su pueblo en el dolor del fracaso. Pero ¿cómo permanecía Dios junto a Jeremías?
Francesc Ramis Darder
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