Francesc Ramis Darder
bibliayoriente@gmail.com
Como señala la Escritura, Sesbassar, príncipe de Judá
(Esd 1,8.11), encabezó el primer retorno. El nombre “Sesbassar” es de origen
babilónico y delata el grado de asimilación social que alcanzaron los
deportados; debieron ser pocos los que regresaron con Sesbassar, pues muchos
habían prosperado y se habían asentado en Babilonia. Sesbassar recibió el
título de gobernador (pehaj) (Esd 5,14). Las competencias del cargo son
inciertas; lo más probable es que recibiera el encargo de dirigir el regreso y remozar
el templo; pues, como sucedía con los templos antiguos, el santuario no sólo
detentaba un papel cultual, sino también financiero.
Ahora bien, los judaítas
que no habían marchado al exilio, el Pueblo de la tierra, se tenían por
auténticos propietarios de los campos (Ez 33,24); por esa razón debieron
mostrarse reticentes ante los recién llegados, quienes, con toda probabilidad,
pretenderían recobrar las propiedades que Nabuzardán había arrebatado a sus
antepasados para repartirlas entre los más pobres del país (2Re 25,8-12; Neh
5,1-13). Los resultados alcanzados por Sesbassar fueron escasos, según Esd 5,16
sólo pudo poner los cimientos del nuevo Templo; el silencio de la Escritura
sugiere su pronta desaparición.
Los avatares políticos posteriores a la muerte de
Cambises y a la ascensión de Darío I posibilitaron el regreso del otro contingente
de exiliados (522-520 a.C.), encabezados por Zorobabel y Josué (Esd 2-6). La
autoridad persa confirió a Zorobabel el título de gobernador de Judá (Ag
1,1.14; 2,2.21). Zorobabel aparece como hijo de Sealtiel (Esd 3,2; 5,2); según 1Cr
3,17 Sealtiel es el hijo mayor de Jeconías, el rey de Judá deportado a
Babilonia (2Re 24,15). Como señala la Escritura, la figura de Josué entronca
con el linaje sacerdotal de Sadoc (1 Cr 5,27-41); Josué, hijo de Josadac, es
hijo de Josadac, el sacerdote que marchó al exilio (1Cr 5,41). Así pues, cabe suponer
que en el ánimo de quienes volvían anidara el deseo de recuperar, bajo el cetro
de Zorobabel y la tiara de Josué, la identidad nacional perdida tras la
conquista babilónica.
La profecía de
Ageo y de Zacarías señala la esperanza en la restauración de la dinastía
davídica. La visión de Zacarías (Zac 4,1-6ª.10-14) presenta a Josué y Zorobabel
como personajes ungidos. Josué ejerce la función sacerdotal, mientras Zorobabel
es el príncipe. Los oráculos dirigidos a Zorobabel (Zac 4,6b-10ª), exponentes
de la ideología real, encomiendan al príncipe, como primera función, la
reedificación del Templo. La profecía de Ageo muestra cómo Yahvé se dirige a
Zorobabel bajo los apelativos de “mi servidor” y “mi elegido”. Zorobabel se
convierte en “el sello y el anillo de Yahvé”, el representante de Dios en medio
de su pueblo (Ag 2,20-23). La predicación de Ageo y la voz de Zacarías percibían
en la figura de Zorobabel al heredero legítimo de David, llamado a restaurar la
identidad nacional bajo la corona de los dávidas.
No obstante y como señala la Escritura, la
presencia de Zorobabel se extingue. La razón permanece oscura, pero podemos intuir
dos motivos. Por una parte, quizá los persas pudieran ver con malos ojos el
renacimiento de la dinastía davídica y prefirieran una región más armonizada
con la estructura del imperio, por esa razón podrían haber decidido
desembarazarse de Zorobabel. Por otra, pudiera haber ocurrido una confrontación
entre quienes habían permanecido en Judá durante el exilio, el Pueblo de la
tierra, y los que habían regresado del destierro. Al filo de la confrontación
quizá habría estallado un conflicto en el cual habría muerto Zorobabel, así se
habría extinguido por sí misma la esperanza de la restauración dinástica. Sea
lo que fuere, quienes volvieron del exilio tuvieron que renunciar a la
restauración dinástica y comenzaron a volcar sus esperanzas en la figura del
sacerdote Josué (Zac 4,8-10; 6,11-14). A pesar de que los persas reconocieran
la solvencia del sacerdocio, rigieron los destinos de la región mediante la
autoridad de los gobernadores, la prestancia de Josué y sus sucesores se
circunscribió al culto del templo, mientras el destino de la región reposaban
en la decisión de autoridad persa.
Quienes volvieron del exilio centraron su esperanza en
la consagración y reedificación del Santuario; tarea que culminó en el año 515
a.C., cuando el Templo fue dedicado con gran solemnidad (Esd 6,13-18). El trono
de David no fue restablecido; los gobernadores persas regían el destino de
Yehud, mientras el sacerdote Josué y sus sucesores orientaban la conducta
religiosa de la comunidad (cf. Neh 5,14). Las dificultades de quienes volvieron
del exilio aumentaban mientras se multiplicaban los conflictos con las regiones
vecinas. Los funcionarios de la administración de Samaría denunciaron ante la
autoridad persa la reedificación de las murallas de Jerusalén, pues la
fortificación de la Ciudad Santa y la centralidad del Templo mermaban la
prestancia de Samaría. La revuelta del sátrapa de Transeufratina, Megabyzus, a
mediados del siglo V a.C., mermó la seguridad del Imperio persa en la zona
occidental; seguramente por eso y por la protesta de los samaritanos, los
persas ordenaron detener la reconstrucción de las murallas de Sión. Como
veremos en el capítulo VII, la situación incierta de Yehud induce a pensar que
la autoridad aqueménida decidiera enviar a Esdras y Nehemías para inspeccionar
la región (ca. 458-398 a.C.).
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El escaso éxito de Sesbassar, la
turbulencia política entre la muerte de Cambises y la ascensión de Darío I, la
animadversión de quienes no fueron al exilio contra los recién llegados y la
desaparición de Zorobabel, dificultaron la instalación de quienes volvían del
destierro; con el tiempo, el asentamiento se configuró entorno al Templo,
regido por Josué y encomiado por la predicación de Ageo y Zacarías.
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