Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Cuando hojeamos la historia del mundo oriental antiguo, observamos que el hombre
percibía a Dios como un ser lejano y ajeno a los problemas de la existencia
humana. Cuando el hombre necesitaba el auxilio divino, ofrecía sacrificios
complicados, a veces muy cruentos, para implorare la atención divina. El ser
humano creía que debía ganarse con la espectacularidad de los sacrificios, a
veces el sacrifico de un hijo propio, el beneplácito del Dios distante. En el
mundo antiguo, el hombre parecía huérfano del auxilio divino; parecía andar a
tiendas entre la adversidad de la vida, sin encontrar la luz de un Dios bueno
que guiara su camino.
Sin embargo, entre las páginas
del Antiguo Testamento apreciamos como la relación entre Dios y el hombre
comenzó a cambiar. Como sabemos, el pueblo hebreo sufría la esclavitud en
Egipto; pero, y eso es decisivo, antes de que el pueblo ofreciera sacrificios
para implorar la ayuda divina, el Señor se adelantó a liberarles de la
esclavitud. Antes de que la comunidad implorara ayuda, el Señor envió a Moisés
que, atento al mandato divino, liberó al pueblo y lo condujo a la Tierra
Prometida. Ya no era el hombre quien con el esfuerzo de los sacrificios obtenía
la ayuda de Dios; sino que era Dios quien, atento al penar del pueblo, liberaba
a la comunidad esclavizada.
Cuando el pueblo hubo salido de
Egipto, quiso saber el motivo por el que Dios les había salvado; en su
interior, preguntaron al Señor: “¿por qué razón nos sacaste de Egipto con brazo
fuerte y mano extendida?”. Tras escuchar la pregunta, Dios entonó la respuesta:
“Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más
numerosos que los demás pueblos, pues sois el pueblo más pequeño, sino que, por
puro amor a vosotros os eligió” (Dt 7,7-8). Dios no eligió a su pueblo porque
fuera una asamblea poderosa, o porque quedara prendado de los sacrificios que
le ofrecía; Dios eligió a su pueblo por amor, porque el amor es la forma de ser
de Dios; dice san Juan: “Dios es amor” (1Jn 4,8).
Ahora bien, el amor de Dios no se
reduce a un buen sentimiento, toma la forma de la misericordia. Como hemos
reiterado durante el Adviento, es misericordioso quien entrega alguna de sus
cosas, o aún mejor, se entrega a sí mismo para calmar la pobreza del corazón de
su hermano. Dolido de la pobreza de Israel, el Señor envió un libertador,
Moisés, que sacó al pueblo del País del Nilo. A lo largo del Antiguo
Testamento, Dios, por amor, auxilió a su pueblo enviándole reyes, profetas y
consejeros.
Aún así, Dios no se conformó con
enviar mensajeros que actuaran en su nombre; sino que, por amor, quiso llevar a
plenitud su misericordia hacia Israel y la humanidad entera; por eso se entregó
a sí mismo: “se hizo carne y habitó entre nosotros”. Durante la Navidad,
contemplamos en el rostro de Jesús de Nazaret, nacido en el pesebre de Belén,
la presencia de Dios hecho hombre, contemplamos el rostro del amor divino hecho
persona en medio de sociedad humana.
Como decíamos al comenzar la
reflexión, el hombre de la antigüedad ofrecía a Dios enormes sacrificios para
obtener el beneplácito divino. A modo de contraluz, en Navidad celebramos que
Dios se hace hombre, con todo lo que conlleva de debilidad y limitación, para
que podamos contemplar en la mirada de Jesús la manifestación de la gloria de
Dios. El hombre antiguo ofrecía sacrificios para implorar la ayuda divina, pero
en Navidad Dios se hace hombre por amor, o como podríamos decir “se hace
sacrificio” por amor, para que el ser humano reciba la salvación de Dios antes
de tener que implorarla con rituales complejos.
La hondura de las palabras de san
Juan resplandecen durante la Navidad: “En esto consiste el amor de Dios: no en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y nos envió a
su Hijo” (1Jn 4,10). La presencia de Jesús de Nazaret, presencia encarnada de
Dios entre nosotros, es la luz que colma de sentido nuestra vida y el faro que
orienta nuestra existencia hacia el Reino de Dios.
Navidad es el tiempo más genuino
para la acción de gracias. Un tiempo precioso para dar gracias al Dios de la
misericordia que, conocedor de nuestra debilidad, se ha hecho hombre para
salvarnos. El tiempo idóneo para agradecer a tantas personas que a lo largo de
nuestra vida han plantado en nuestra alma la semilla del amor de Dios;
recordamos con gratitud el testimonio de nuestros padres, amigos, maestros […]
que nos hablaron de Jesús. La Navidad es tiempo del testimonio cristiano;
ocasión privilegiada para ofrecer al prójimo la misericordia de Dios mediante
la práctica de la justicia y la vivencia de la solidaridad con todos. Demos
gracias a Dios por el amor con que nos bendice, y pidámosle que nos convierta
en testigos de la misericordia divina en medio de la sociedad humana.
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