El Adviento es el tiempo litúrgico en que preparamos nuestra vida para
recibir al Señor, primero en Navidad, y después al final de los tiempos, cuando
el Reino de Dios irrumpa en la historia humana. La Escritura denomina
“conversión” al tesón que ponemos en cambiar nuestra vida para poder recibir al
Señor, pues solo la presencia de Dios en nuestro corazón abre las puertas de la
felicidad. La palabra “conversión” es muy profunda. Literalmente, significa el
empeño por cambiar la dirección de nuestra mirada; dicho de otro modo, “convertirse”
significa “girar la mirada”, o sea, “dejar de mirar en dirección al pecado”
para “volver la mirada en la voluntad de Dios”.
Como señala la Escritura, las
fuerzas humanas no bastan para recorrer la senda de la conversión; pues la
conversión no es solo un ejercicio de disciplina, es, sobre todo, la decisión
personal de permitir que la voluntad de Dios, expresada en los mandamientos, guíe
el curso de nuestra vida. Por eso decía el profeta Jeremías en su plegaria:
“Hazme volver y volveré, pues tú eres mi Dios, Señor” (Jer 31,18); cambiando un
poco la frase, podríamos traducir: “Señor, conviérteme y quedaré convertido,
pues tú eres mi Dios”. Convertirse implica la decisión de permitir al Señor que
entre en nuestra vida para que la fuerza de su Palabra vaya transformándonos
hasta hacernos testigos de la bondad divina en la sociedad humana.
Cuando pedimos al Señor que
aliente nuestra conversión, descubrimos que se manifiesta en nuestra vida con
el rostro de la misericordia. Como dijimos el domingo pasado, el término
castellano “misericordia” procede de la adición de dos palabras latinas: “miser”
que significa “pobre”, y “corda” que significa “corazón”. Aunando ambos términos,
apreciamos el significado del término “misericordia”; es misericordioso quien
entrega alguna de sus cosas, o aún mejor, se entrega a sí mismo, para calmar la
pobreza del corazón de su hermano. Jesús es la manifestación de la misericordia
divina, pues entregó su vida para descubrirnos la intimidad de Dios, “Dios es
amor” (1Jn 4,8), y para enseñarnos que la plenitud de la vida radica en
“caminar según los mandamientos” (2Jn 6).
En los albores del siglo I, la
comunidad hebrea, como toda nación, estaba necesitada de conversión; pues la
idolatría, disfraz de la injusticia, carcomía el corazón del pueblo. No
obstante, Dios, rico en bondad, no abandonó a su comunidad, sino que le
manifestó su misericordia a través del ministerio de Juan el Bautista. Hijo de
Zacarías, Juan se estableció en el desierto; desde allí, recorría la comarca
del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.
Imaginemos la escena. Juan se
colocaba de pie en el cauce del Jordán, río de escasa profundidad y de cauce
tranquilo en sus últimos tramos; desde allí arengaba a los hebreos exigiéndoles
el abandono de la idolatría y el apego a los mandamientos. Como señala el
Evangelio, el discurso de Juan reproducía las palabras del profeta Isaías. Juan
decía: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”; es decir, requería
de los hebreos que empaparan su vida con la exigencia de los mandamientos de
Dios.
Luego añadía; cuando dejéis que la ley de Dios
os guíe “los valles serán rellenados, los montes y colinas rebajados, lo
torcido enderezado, y lo escabroso se convertirá en llano”. La frase de Juan
constituye una metáfora. La palabra “valle” simboliza la violencia; los “montes
y las colinas” representan la idolatría; lo “torcido” constituye un eco de la
mentira; y lo “escabroso” una referencia a la injusticia. Cuando la Palabra de
Dios es la brújula de nuestra vida, comenzamos a recorrer la senda de la
conversión, pues la maldad deja paso a la existencia que testimonia la
misericordia de Dios. Desués de escuchar a Juan, quien deseaba convertirse penetraba
en el río. Juan lo sumergía en el agua; después, cuando lo sacaba, le ofrecía una
reflexión. Escuchando la tradición, le diría: “el agua ha lavado tu pecado,
ahora pon la mirada en la voluntad de Dios para cumplir los mandamientos y
convertirte en ejemplo de persona justa y honesta”.
La época de Juan Bautista era un tiempo
difícil para “comenzar a convertirse”; quizá, podrían pensar los hebreos que
sería mejor esperar una situación más tranquila para iniciar la senda de la conversión.
¡Cuidado! Esta es la tentación que bloquea la conversión; solemos pensar que un
“tiempo más tranquilo” podríamos pensar en convertirnos. No, la situación
siempre será difícil; solo “ahora es el tiempo de la conversión, el tiempo de
la misericordia”.
En esta Eucaristía, pidamos la
gracia de la conversión para que podamos vivir una Navidad auténticamente
cristiana, y podamos encontrarnos con el Señor de la misericordia al final de
los tiempos, en el Reino de Dios.
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