“Confía en el Señor y persevera en tu tarea”.
(Eclo 11,21).
La epopeya de Atra-Hasis, nacida en el crisol de la cultura mesopotámica (XVI a.C.), desvela el triste horizonte desde el que los habitantes de la tierra del Eúfrates entendían el trabajo humano: la sima lúgubre y sombría donde los dioses habían arrojado al hombre para siempre. Según narra el mito, las deidades, cansadas de sus arduos trabajos, decidieron crear al ser humano para que, como esclavo resabiado, llevara a término las penosas tareas que ellos, vencidos por el tedio, desdeñaban emprender.
En algunas páginas de la Escritura, todavía reverbera el eco de la mentalidad mesopotámica. Recordemos, en ése sentido, la dureza con que Yahvé-Dios fustiga el pecado de Adán: “Con fatigas comerás los frutos de la tierra […] hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado” (Gn 3,17-19); no son menos crueles las palabras despiadadas con que Job entierra el sinsentido de la vida: “El hombre […] corto de días y harto de dolores, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin parase” (Jb 14,1-2).
El relato del Génesis constituye la expresión simbólica del origen del hombre y la mención metafórica de los primeros pasos de su peregrinar sobre el polvo de la tierra; mientras el grito que atruena en los labios de Job es el verso quebrado que declama, en el seno de un drama teatral, el aspecto luctuoso de la existencia humana. La cita del Génesis y los versos de Job son el tejido hilvanado en el telar de un poeta que contempla la vida con ojos cansinos, quizá bajo el candil de la lumbre amustiada que resplandece entre las aguas del Tigris.
Ahora bien, el libro del Génesis es una narración simbólica y el poema de Job se entreteje en el seno de una obra teatral, densa y profunda. No cabe duda de su grandeza literaria ni de su calado teológico, pero tanto el apunte del Génesis como el quejido de Job parecen contemplar la existencia humana y el trabajo del hombre al trasluz de la mentalidad mesopotámica, como carentes de sentido e inútiles para el crecimiento personal. Si el pensamiento israelita se hubiera dejado ensordecer por el griterío de la voz mesopotámica, habría contemplado la vida y el trabajo humano como cuestiones humillantes y hueras para el crecimiento personal.
Surge ahora una pregunta, ¿qué sucedió para que los hebreos desdeñaran la idea inherente a la futilidad del trabajo y su irrelevancia para el desarrollo personal y social del ser humano?
Antes responder a la cuestión, debemos precisar la doble percepción de la historia que latía en las diversas culturas de la región del Eúfrates. Los babilonios entendían que la historia humana había comenzado “en el cielo”, es decir en “el marco simbólico” de los dioses; como veíamos al mencionar la epopeya de Atra-Hasis, el devenir humano comenzó cuando las deidades, aburridas tras las cortinas del firmamento, decidieron modelar al ser humano. A modo de contrapartida, los asirios aducían que la historia de la humanidad principiaba “en la tierra”, en “el marco real” de las relaciones humanas; así lo atestiguan la Lista real asiria cuando sitúa el comienzo de las dinastías en la figura de un monarca carnal y no en un mito celeste.
Israel se decantó por la perspectiva asiria. Cuando optó por contemplar la existencia humana como algo que había comenzado “en la tierra”, comenzó a entender el trabajo como una “responsabilidad personal” capaz de alentar el crecimiento personal y social del ser humano.
La mitología babilónica sitúa el origen de las ciudades en la decisión de los dioses, mientras la percepción israelita, análoga en cierta medida a la óptica asiria, lo ubica en la tierra. En las postrimerías del siglo V a.C., Jerusalén era una villa pequeña, carente de defensas y expuesta al envite de cualquier enemigo. Los judíos, alentados por Nehemías, emprendieron la reconstrucción de la ciudad. El relato bíblico describe la situación ruinosa de la villa, especifica las grietas de las murallas, menciona cada una de las puertas por su nombre, especifica con el mayor detalle la identidad de los trabajadores y el rango de los capataces (Neh 3,1-4,17). La reedificación de los muros de Sión no nace de la decisión de un dios incógnito, oculto en el cielo, sino del compromiso judío por defender la integridad de la Ciudad Santa.
A medida que levantan el lienzo de los muros, los judíos, hasta entonces dispersos y hastiados, van adquiriendo el aspecto de en una comunidad solidaria: “el Resto fiel”. A partir de entonces, el “Resto fiel” se convertirá en la asamblea, casi siempre reducida y pocas veces numerosa, que mantendrá la identidad cultural y el espíritu religioso de la comunidad hebrea.
Acabamos de insinuar la forma en que el trabajo del pueblo judío, a la zaga del talante asirio, se convierte en la fuerza humanizadora que alienta el crecimiento personal y comunitario de la asamblea de Sión: el análisis de las causas que han precipitado Jerusalén a la ruina; la percepción de las funestas consecuencias que se derivan del estado maltrecho de la villa; el diagnóstico claro del origen del desgobierno: el hastío y la dispersión de los judíos; la decisión de emprender una tarea concreta y eficaz: la reconstrucción de las murallas; y, como no podía ser de otro modo, la serena certeza de que el tesón acrece la asamblea desabrida hasta convertirla en la comunidad compacta, capaz de aguardar con esperanza los avatares del futuro.
Ahora bien, si los israelitas se hubieran acomodado al planteamiento asirio, se hubieran convertido en un pueblo anodino y sin rastro en la historia, como acontece con tantos pueblos del Oriente Antiguo. Los hebreos se decantaron del aspecto más siniestro de la mentalidad asiria: la crueldad vesánica. Acometieron la reparación de los muros y las puertas de Sión sin valerse del trabajo esclavo, tan común en Asiria; cabe decir, a tenor del contenido de la Escritura, que la esclavitud de los israelitas es algo extraño a la mentalidad bíblica.
Aunque la supresión del trabajo esclavo humanizara el esfuerzo, la humanización del trabajo y su influjo en el crecimiento personal alcanzó cotas inusitadas hasta entonces entre los clanes semitas. El relato de Nehemías menciona por su “nombre personal” a cada una de las familias e individuos que participaron en las obras (Janún, los habitantes de Zanoaj, etc.), cita la “especificidad” de la tarea de cada cuadrilla de obreros (Puerta de los Peces, muralla del Ofel, etc.), “valora” con cariño el trabajo realizado con esfuerzo y en condiciones adversas (el pueblo se había entregado con gran empeño), ensalza la “solidaridad” (luchad por vuestros hermanos) y aprecia el “tesón” comunitario (trabajábamos desde que despuntaba el alba hasta que salían las estrellas) (Neh 3,1-4,17).
No cabe duda de que el ímpetu judío humanizó el esfuerzo humano. Aún así, si la comunidad hebrea se hubiera detenido en la humanización superficial del trabajo quizá habría asimilado su tarea a la de los ciudadanos romanos: serenos en el estadio ante la muerte de los gladiadores; o a la de los sesudos griegos: hábiles pensadores, pero ciegos ante el sufrimiento de la plebe. La comunidad del “Resto fiel”, la asamblea que mantuvo encendida la llama de la fe, continuó ahondando en el sentido profundo del trabajo como fuerza humanizadora, pues “para quien confía en Dios, nada humano le es ajeno”.
De nuevo, brota una cuestión importante: ¿cuál fue el detonante principal que posibilitó que el “Resto fiel” percibiera la naturaleza del trabajo desde la perspectiva creyente? Sin duda, la espoleta más significativa procede de la nueva interpretación con que “la comunidad leal” contempló el pensamiento babilónico. Como decíamos antes, los babilonios suponían que los dioses habitaban “en el cielo” y que, indolentes y tediosos, habían condenado al ser humano al trabajo carente de sentido e inútil para el crecimiento personal y social; en definitiva, los dioses babilónicos eran deidades “desencarnadas” que condenaban al ser humano a la deshumanización sin sentido.
No obstante, como también hemos podido constatar, la experiencia del pueblo judío, en contraposición a la perspectiva babilónica, palpaba en el hondón del trabajo la fuerza humanizadora que engendraba el crecimiento de cada persona y del pueblo entero. Efectivamente, habían dejado de pensar que el trabajo fuera una maldición de los dioses, “cautivos en el cielo”, para entenderlo como una responsabilidad personal de los hombres que viven “en la tierra”. Habían desterrado las formas crueles que empapaban de llanto esclavo el trabajo del hombre hasta convertir el tesón humano en el principio básico de humanización y cohesión social. Desde éstas premisas, el “Resto fiel” comenzó a intuir que la divinidad no podía ser alguien caprichoso y remoto, sino imbricado, de alguna manera, en las entretelas de la historia humana.
Aún así, le faltaba al “Resto fiel” engarzar el penúltimo eslabón de la cadena: la valentía de “encarnar” entre los avatares humanos la identidad “bondadosa” de Dios que los babilonios, teniéndola por aviesa y tortuosa, habían enclaustrado en lo más recóndito del cielo. En éste sentido, Nehemías pronuncia un discurso solemne ante los obreros que reparan las almenas de Sión: recita la historia israelita percibiendo en cada recodo la actuación salvadora de Dios (Neh 9,5b-37). La divinidad ha perdido el ceño colérico para convertirse en el Dios de la ternura que ayuda al ser humano (Neh 6,7), le auxilia en cualquier adversidad (Neh 4,8.15), y corona su esfuerzo (Neh 2,20).
Cuando contempla el progresivo grosor de los muros, metáfora de crecimiento personal y social de la comunidad, Nehemías entona la oración más sincera: “¡Dios mío, acuérdate para mí bien de todo lo que he hecho por este pueblo!” (Neh 5,19; 13,31).
La palabra hebrea que traducimos con el verbo “acordarse” no alude sólo a la intención de traer a la memoria acontecimientos del pasado. Apurando la reflexión filológica, podríamos perfilar el sentido semita del verbo “acordarse (zkr)”, denota el empeño por recordar un acontecimiento importante con la intención de mantenerlo vivo y operante tanto en el presente como en el futuro. Veámoslo.
Valiéndose del vocablo “acordarse”, Nehemías subraya que la edificación de las murallas, empresa que él ha dirigido, ha sido decisiva para su crecimiento personal: tiene la certeza de que ha servido “para su bien”, y enfatiza también que ha sido esencial para la humanización de la comunidad hebrea: “por este pueblo”. Sin embargo, utiliza el verbo en imperativo para suplicar la intervención de Dios: “¡Dios mío, acuérdate!”. El escriba ha reconocido la presencia callada con que Dios se ha enhebrado con la comunidad constructora, pero ahora implora del Señor que aliente a la asamblea para que no cese de avivar el proceso de humanización y crecimiento social, iniciado con la reconstrucción de los baluartes de Jerusalén.
En definitiva, Nehemías impetra del Señor que la valoración del trabajo que humaniza y cohesiona perviva como la fuerza trasformadora de las generaciones futuras que morarán al abrigo de los torreones de Sión. La oración de Nehemías alcanza el último peldaño por lo que concierne a la reflexión creyente. La reedificación de las murallas fue la experiencia que humanizó y cohesionó a la comunidad hebrea del siglo V a.C.; pero, tal como apunta Nehemías, la referencia permanente a dicha experiencia será siempre el detonante que encauzará a la asamblea de Sión por la senda que conduce al crecimiento personal y comunitario, hasta el momento en que, como susurra el Evangelio, irrumpa el Reino de Dios entre los hombres (cf. Mt 13,1-52).
A lo largo de estas líneas, hemos surcado las aguas por las que Israel atracó en el puerto seguro donde encontró el sentido veraz del trabajo humano. La comunidad hebrea, a diferencia de los babilonios, entendió el trabajo bajo el epígrafe de la “responsabilidad personal”; decantándose de la perspectiva de los asirios, lo revistió de “humanidad”; ahondando en la reflexión teológica, detectó el “pálpito de Dios” en el hondón del esfuerzo; y, levantando “la vista al cielo”, comprendió que cualquier tarea que humaniza y acrece al ser humano es la fragua donde se forja la sociedad como esbozo del Reino de Dios.
El camino zigzagueante del pueblo hebreo constituye la metáfora de la senda que debe recorrer el militante cristiano, hasta que, como sucediera con el “Resto fiel”, se convierta en embajador y testigo de la presencia liberadora de Dios en la historia humana.
Francesc Ramis Darder
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