Habitualmente tenemos una idea errónea del profeta y pensamos que se dedica a adivinar el futuro. Un profeta no es eso. Los que intentan predecir el futuro son los adivinos, severamente censurados por la Biblia. La palabra castellana “profeta” se origina en el término griego “prophetes” que significa “hablar en nombre de otro”. La voz griega “prophetes” traduce, en muchas ocasiones, la palabra hebrea del Antiguo Testamento “nabí”, que, en líneas generales, quiere decir “el que ha sido llamado por Dios”.
Aunando el sentido griego con el hebreo obtenemos el significado del término ‘profeta’. El Profeta es aquel que habiendo sido “llamado por Dios” habla a al pueblo “en nombre de Dios”, para hacerle conocer el designo del Señor sobre los acontecimientos que acontecen en el ámbito de la sociedad.
Un profeta no se dedica a adivinar el futuro, sino a interpretar el presente desde los ojos de Dios. Profeta es aquel que con lo que piensa, dice y hace, muestra a sus contemporáneos el empeño de Dios a favor de los oprimidos. La Biblia distingue entre los verdaderos y los falsos profetas. Veamos un ejemplo.
Durante el siglo VIII a.C. el reino de Judá atravesaba una etapa calamitosa. El profeta Miqueas subió a Jerusalén para afirmar que la miseria del país no era fruto de la casualidad, sino resultado de la injusticia de los poderosos que provocaban la guerra y esparcían la injusticia. Miqueas no se dedica a entonar adivinanzas, como hacen los falsos profetas. Anuncia un principio moral que sienta muy mal a los opresores, pero que es la voz de Dios: “Hombre, ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el derecho y ames la justicia, y que seas humilde ante tu Dios” (Miq 6, 8).
Francesc Ramis Darder
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