jueves, 16 de agosto de 2018

¿QUIÉNES SON CAÍN Y ABEL?


                                                          Francesc Ramis Darder
                                                          bibliayoriente.blogspot.com



A lo largo de los apartados anteriores, hemos apreciado el desarrollo de la cultura mesopotámica hasta los albores de la civilización sumeria. Ahora apuntaremos como la Escritura también esboza la evolución de la sociedad, y recoge aspectos culturales anclados en la tradición mesopotámica; centrados en la “Historia de los Orígenes (Gn 1-11), analizaremos el relato de “Caín y Abel” (Gn 4,1-26). Aunque la narración recoja tradiciones antiguas, adquirió el aspecto final en Jerusalén en una etapa tardía (ca. siglos V-IV a.C.). El relato de “Caín y Abel” no constituye la interpretación bíblica de la evolución cultural que desembocó en la civilización sumeria; pues quienes vivían en Jerusalén cuando nació el relato desconocían el proceso histórico establecido por los arqueólogos durante los siglos XIX y XX. No obstante, desde la perspectiva del sentido común y la apreciación histórica de la antigüedad señala, entre otros temas, el proceso evolutivo de la sociedad humana. Comienza con la mención de agricultores (Caín) y ganaderos (Abel), después señala el origen de las ciudades (Enoc) y la presencia de los pastores que merodeaban en su entorno (Yabel), a continuación sugiere el desarrollo cultural de las urbes (Yubal), para terminar refiriendo el evolución técnica que culmina en la forja del bronce y el hierro (Tubalcaín). El episodio de “Caín y Abel” ha sido objeto de innumerables estudios; por eso solo indicaremos el aspecto de la evolución social que percibe la Escritura, y el papel que juega Dios, según la perspectiva bíblica, en el devenir humano.

    Como atestigua la Escritura, una vez fuera del Edén y establecido al oriente del jardín (Gn 2,24), Adán se unió a su  mujer, Eva, que le dio un hijo, Caín (Gn 4,1). Los estudiosos han conferido al apelativo “Caín” distintos sentidos. Su relación con la figura de Tubalcaín, forjador de herramientas de bronce y de hierro (Gn 4,22), parece indicar que significa “forjador”. Con más certeza, puede relacionarse con la raíz hebrea “adquirir”; así, indicaría al “que adquiere”, afinado la cuestión “el que adquiere el suelo”, es decir, el agricultor, pues “Caín era agricultor” (Gn 4,2). Apelando a su conducta moral, asesino de Abel (Gn 4,8), la tradición entendió el nombre como “el envidioso”; es decir, el envidioso de Abel, su hermano. El Tárgum de Jonatan, obra insigne de la tradición judía, ahonda en la perversidad de Caín. La Escritura sentencia: “Adán se unió a su mujer, Eva; ella concibió y dio a luz a Caín” (Gn 4,1); pero el Tárgum entiende: “Cuando Adán conoció a su mujer, Eva, llevaba ya en su seno un hijo de Sammael”. Al decir de la tradición, Sammael era el ángel venenoso, capaz de transmutarte en serpiente; desde esta óptica, sugiere el Tárgum, Caín, el hijo que porta Eva en el seno, es hijo del ángel camuflado tras la serpiente del paraíso; como hijo de Sammael, la vileza de Caín no puede ser mayor. Entre las etimologías propuestas, la más obvia es la que apunta “al que adquiere el suelo”, o sea, el agricultor. Establecida la identidad de Caín, el relato apunta hacia Abel: “después Eva tuvo a Abel, hermano de Caín. Abel se hizo pastor” (Gn 4,2). El apelativo “Abel” significa literalmente “soplo”, y con más carga poética, “aquel que es menos que nada”; nombre, como veremos, de gran hondura teológica.

    Desde la perspectiva sociológica, el relato ha expuesto bajo la metáfora de Caín y Abel el origen de agricultores y ganaderos. Acto seguido, la narración amparada en el asesinato de Abel por mano de Caín dibuja el pertinaz conflicto entre agricultores, “poseedores de tierras de cultivo”, y los pastores, dedicados a la trashumancia, que tantas veces ensangrentó la historia mesopotámica. Tras matar a su hermano, Caín huye al país de Nod, un país de carácter simbólico, situado al este del Edén (Gn 4,16). Apurando la metáfora, el apelativo “Nod” significa: “el país donde habita quien deambula errante por el mundo”. Afinando la cuestión, la ubicación en el “este”, el horizonte donde emerge la primera luz del día, permitiría interpretarlo, desde la óptica poética, como “el país de la esperanza” o “el país donde esperan un nuevo comienzo quienes van errantes por el mundo”. Como hemos descrito en anteriores apartados, varios pueblos incógnitos, tras deambular por las fronteras orientales, penetraron en Mesopotamia, la tierra de la esperanza, feraz por sus ríos, donde forjaron con esfuerzo culturas propias. Cuando Caín alcanzó el país de Nod, prosigue el relato, se unió a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc (Gn 4,17).

 Notemos una cuestión relevante: además del Edén, la Escritura concibe la existencia de otros territorios habitados por el hombre. La constatación corrobora la teología expuesta en la “Descripción del Edén” (Gn 2,7-14). Como dijimos, la Descripción esboza el proyecto salvador de Dios para la humanidad entera; desde esta perspectiva, la población que vive fuera del Edén aparece ya insinuada por la mención de los cuatro ríos que portan el agua, alegoría de la ley, por todo en mundo entonces conocido.

    La decisión de fundar una familia certifica el asentamiento de Caín en tierra de Nod. El antropónimo “Enoc” significa “el que da comienzo”; puliendo la cuestión: “el que da comienzo a una cultura nueva”. Establecido en el país, Caín edificó una ciudad a la que dio el nombre de su hijo, Enoc. Como hemos señalado, las sucesivas culturas que fueron instalándose en Mesopotamia amalgamándose con la población autóctona, aludida por la esposa de Caín originaria del país de Nod, engendraron ciudades que dieron inicio a nuevas culturas. Desde este prisma, la Escritura asimila la evolución cultural del ser humano, pues muestra como el hombre, asociado en comunidades dispersas, va reuniéndose en ciudades. Una vez afincado en la ciudad, Enoc engendró descendencia: Irad, Meviael, Matusael, Lámec. El cuarto descendiente, Lámec tuvo dos mujeres: Adá y Selá. La unión entre Lámec y Adá engendró a Yabel, el antepasado de los pastores nómadas; su hermano Yubal, fue el ancestro de quienes tocan la cítara y la flauta. El matrimonio con Selá contempló el nacimiento de Tubalcaín, el forjador de herramientas de bronce y hierro, y de su hermana Noemá (Gn 4,17-22). Apreciamos así el calado social de las ciudades, caracterizadas por la presencia de artistas (Yubal), talleres metalúrgicos (Tubalcaín), y visitada por pastores nómadas (Yabel), a veces enfrentados con la urbe.

    Al observar la genealogía desde Adán hasta Lámec, detectamos la sucesión de siete personajes; el número “siete” constituye el símbolo de la plenitud, por eso la ciudad que alcanza el apogeo  durante la séptima generación (Lámec) conforma el vértice de la civilización humana. Algunos nombres de la genealogía destilan el aura de la teología babilónica: Maviael y Matusael aluden “al hombre de los infiernos”, eco de las deidades mesopotámicas que habitaban el mundo subterráneo; mientras Lámec rememora el término “lunga”, título de Ea, diosa babilónica tutelar del canto y la música.

    El nombre de los hijos de Lámec, Yabel y Yubal, tiene su origen en la raíz hebrea que significa “conducir, orientar”, en sentido poético “enseñar”. De ahí que Yabel aluda “al que enseñó el oficio a los pastores nómadas”, y Yubal sugiera “al que enseñó el arte de la música”. Al parecer, el apelativo “Tubal” procede de la misma raíz “conducir”, mientras el término “Caín”, como hemos comentado, apunta al “que adquiere”; anudando ambos sentidos con la explicación de la Escritura, aludiría “al que adquiere y enseña el arte de la foreja”. Lámec también tiene una hija, Noemá; nombre emparentado con “Noemí” (Rt 1,2), que denota, entre otras posibilidades, a “quien es capaz de dar seguridad”, o “a quien ofrece consuelo”.[1] La intelección poética de “Noemá” y su posición al final del texto que describe la evolución social podría indicar, quizá, la “seguridad” o el “consuelo” que las ciudades ofrecían a al ser humano, tan avezado a los conflictos tribales. No obstante, la seguridad que podría ofrecer la ciudad contrasta con el alma vengativa de Lámec: “Si a Caín se le venga siete veces, a Lámec, setenta y siete” (Gn 4,24).

    La contraposición del término Noemá con la actitud de Lámec apunta, desde el vértice simbólico, al aspecto que adquirió la ciudad; por una parte, hogar de la civilización (Noemá), y, por otra, crisol de conflictos políticos por el control de la urbe (Lámec). A tenor de lo expuesto, el autor bíblico consideró la tradición mesopotámica y aplicó el sentido histórico, propio de la antigüedad, para componer un relato que esbozara, entre otros temas, la evolución social que alcanza el cenit con las ciudades. Ahora bien, el autor no se limitó a dibujar la evolución social, sino que delineándola explicitó también la identidad profunda del Dios de Israel. Veámoslo.

    Como señala el relato, Caín, después de matar a su hermano, obtuvo descendencia y fundó una ciudad, Enoc. Desde la perspectiva social, Caín aparece como el triunfador, “el forjador”, el fundador de la urbe, mientras Abel encarna a la víctima, el que “es menos que nada” y muere sin descendencia. La mitología antigua encomiaba al vencedor. Así lo establece, por ejemplo, la historia de Rómulo y Remo; después del sacrifico de su hermano Remo, Rómulo, auspiciado por los dioses, fundó la ciudad de Roma. A modo de contrapunto, el relato bíblico no emplaza al Señor junto al triunfador a cualquier precio, Caín, sino que sitúa a Dios junto a la víctima, Abel.

 El Dios de Israel está siempre al lado de la víctima, del pequeño, del pobre; esta metáfora tapiza la Escritura. Abrahán tuvo un hijo con Agar, Ismael, el mayor, y otro con Sara, Isaac, el menor; pero la alianza prosiguió con Isaac: “Dice el Señor: En cuanto a Ismael […] lo bendigo […] pero mi alianza la estableceré con Isaac” (Gn 1720-21). Isaac tuvo dos hijos, el mayor Esaú, y el menor Jacob; aun así, el pacto divino recayó sobre el menor: “La tierra que yo di a Abrahán y a Isaac, te la doy a ti (Jacob)” (Gn 35,12). Contra la costumbre antigua que privilegia al mayor, la Escritura enfoca la preferencia divina hacia el menor. Algo idéntico ocurre con la elección de David, el monarca emblemático. Cuando Samuel, enviado por Dios, se presentó en casa de Jesé para ungir al rey de Judá, creyó que había encontrado al candidato en la persona de Eliab, el hijo mayor de Jesé; entonces le dijo el Señor: “Yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la del hombre: el hombre ve las apariencias, pero el Señor escruta el corazón” (1Sm 16,7). Aconsejado por Dios, Samuel preguntó a Jesé por el hijo más pequeño, David; entonces Dios le dijo: “Levántate y úngelo (a David), porque es este (el rey)" (1Sm 16,12). Quizá lo más sorprendente, sea el discurso que Moisés, en nombre de Dios, dirige a los israelitas: “El Señor se fijó en vosotros y os eligió, no porque fuerais más numerosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino por el amor que os tiene” (Dt 7,7-8).

    Como apreciamos, pues, el Dios de la Escritura está con las víctimas, Abel, con el menor, Isaac y Jacob, con el pequeño, David, y con la comunidad más sencilla, Israel.

   El Dios de Israel no se conforma con estar junto a la víctima, siente el ultraje contra ellas como violencia ejercida contra él mismo. Cuando Caín hubo matado a Abel, Dios le dijo: “La sangre de tu hermano me grita a mí desde la tierra” (Gn 4,10).  La locución “me grita a mí”, traducida literalmente, señala el sufrimiento de Dios por el penar de la víctima. La espiritualidad bíblica constata el dolor de Dios ante el sufrimiento de los oprimidos, “Tú (Señor) ves la pena y la aflicción y la tomas en tus manos” (Sl 10,14), y la vez que advierte contra la injusticia: “No despojes al pobre […] ni oprimas al desvalido” (Pr 22,22).

   El Señor está con la víctima, Abel, pero no abandona al asesino, Caín, pues “Dios no desea la muerte del pecador, sino que se   convierta y viva” (Ez 18,32). Asustado por las consecuencias del crimen, Caín suplicó el auxilio divino. Entonces el Señor “puso una marca en Caín, para que no lo matara quien lo encontrase” (Gn 4,15); después, como hemos dicho, Caín se fue al país de Nod, para comenzar una nueva vida. La marca indica la entereza con que Dios protegerá a Caín en la vida nueva que inicia. La protección es tan cierta que la tradición hebrea, anclada en el Tárgum, alcanza el hondón de la interpretación: “El Señor plasmó en el rostro de Caín una letra del nombre divino”. Como sabemos, el nombre divino será revelada a Moisés, durante el prodigio de la zarza: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: Yo soy me envía a vosotros” (Ex 3,14).

     Según la tradición bíblica, la protección divina sobre Caín se perpetuó sobre su descendencia. La Escritura certifica que Caleb, el quenita, alegoría del cainita descendiente de Caín, era “adorador del Señor” (Nm 32,12); igualmente, Otoniel, su hermano (Jc 1,5), experimentó como “el espíritu del Señor” se posaba en él (Jc 3,10); ambos hermanos participaron en la conquista de la tierra prometida (Jc 1,12-13; 3,7-11). Cuando el texto establece que Caleb y Otoniel, de estirpe quenita, eran servidores del Señor, atestigua, desde el prisma simbólico, que la protección divina sobre Caín, ancestro simbólico de los quenitas, se perpetuó sobre su descendencia. Tampoco abandonó el Señor a Adán y Eva que, tras la muerte de Abel y la partida de Caín, habían quedado solos; permitió que engendraran un hijo, Set. El cariz poético invita a interpretar el nombre como “aquel con quien de nuevo comienza la historia”, pues de Set nacerá Enós, ancestro de Abrán.

    En síntesis, el autor bíblico ha plasmado, desde el sentido común y la perspectiva antigua, la evolución de la sociedad; pero, plasmándola, ha subrayado como el Dios de Israel está siempre del lado de las víctimas y protege siempre al ser humano.
                


[1] . F. Ramis Darder, Rut, ed. Cetem 1992, p. 64-65.

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