Cuando se apaciguó el tumulto de los orfebres de Éfeso contra
los cristianos, Pablo se despidió de los discípulos y emprendió un viaje que le
llevó a Tróade; ciudad situada en la costa del mar Egeo.
Se reunió con la comunidad de Tróade para la fracción del pan,
es decir para celebrar la Eucaristía. El apóstol dirigió la palabra a la
asamblea y prolongó su discurso hasta la media noche. Un joven llamado Eutiquio
estaba sentado en el alfeizar de una ventana; le venció el sueño y cayó del
tercer piso, cuando se acercaron a recogerlo estaba muerto. Sin embargo, Pablo
bajó, tomó al joven en brazos y dijo a la comunidad: “No os alarméis, porque está
vivo” (Hch 20,10). El apóstol volvió a subir, partió el pan y, una vez que hubo
comido, continuó conversando con la asamblea. Después se marchó; pero, por lo
que concierne al muchacho, la comunidad lo recuperó con vida.
La Iglesia Antigua utilizaba la simbología de la narración a
modo de catequesis. Eutiquio representaba a los miembros de la comunidad que
descuidaban la vivencia del Evangelio. El abandono de la vida cristiana les
precipitaba en el olvido del mensaje de Jesús, extravío representado por la
imagen de la muerte del muchacho. Ahora bien, aunque un cristiano se
desentendiera de la Buena Nueva, la Iglesia procuraba por todos los medio
recuperarlo para el rebaño de Cristo. Esta intención aparece reflejada en la
persona de Pablo que acude a recoger al joven. El apóstol vuelve a subir al
tercer piso donde continúa oficiando la Eucarístia. Concluida la celebración,
la comunidad constata con gran alegría que el joven está vivo.
La conclusión que entresacaban los antiguos cristianos era obvia:
lo que mantiene “despierto” a un cristiano es la escucha atenta de la Palabra
de Dios, y lo que le mantiene “vivo” en el seno de la comunidad es la
celebración de la Eucaristía.
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