Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que recorremos la senda de la
conversión para poder celebrar con hondura la resurrección del Señor, la
Pascua. Por eso la celebración eucarística recoge los dos aspectos de la
liturgia cuaresmal; por una parte, insiste en la importancia de la conversión,
y, por otra, dirige nuestra mirada hacia la gloria del domingo de Pascua. El
domingo pasado leíamos el evangelio de la transfiguración del Señor que
orientaba nuestros ojos hacia la gloria de la resurrección; a modo de
contraluz, el evangelio de hoy, la ‘parábola de la higuera estéril’, devuelve
nuestra atención hacia el compromiso de la conversión; hacia el compromiso de
la vivencia de la misericordia.
Cuando Jesús predicaba, algunos le contaron la crueldad de Pilato contra los
galileos. Al decir de la historia, Poncio Pilato fue un gobernador romano muy
cruel. Cuando los habitantes de Galilea, situada al norte de Israel,
protestaron contra la arbitrariedad romana, Pilato los reprimió con dureza.
Como insinúa el Evangelio, Pilato se presentó en Galilea mientras los judíos
estaban ofreciendo sacrificios; entonces detuvo a varios, los hizo ejecutar, y
mezcló su sangre con la de los sacrificios que estaban ofreciendo.
Quienes relataron el suceso a Jesús, pensaban
que la muerte de los galileos constituía, en último término, el castigo divino
contra la maldad de aquellos hombres; interiormente pensarían que si aquellos
galileos se hubieran convertido, no les habría alcanzado el castigo divino que
los arrojó a la muerte. Quienes dialogan con Jesús suponen que la propuesta de
conversión no va con ellos, que quizá se consideran buenos, va para los otros,
los galileos, que deberían ser malvados, por eso murieron. Conviene precisar
que los judíos ortodoxos despreciaban a los judíos galileos, pues, según
decían, practicaban la religión con cierta ligereza. Indignado de la actitud
soberbia, Jesús dice a sus interlocutores: “si no os convertís, todos
pereceréis igual”; es decir, Jesús declara que propuesta de conversión se
dirige a todos por igual.
Ahondando en la cuestión, Jesús
expone el luctuoso suceso de la torre de Siloé; cuando su derrumbe acabó con dieciocho
personas. Al decir de Jesús, la muerte no procede del castigo divino contra la
supuesta maldad de aquellos hombres; como si los difuntos hubieren purgado sus
pecados con la muerte, mientras los supervivientes debieran la vida a su buena
conducta. Valiéndose del ejemplo, Jesús reitera que la propuesta de conversión
se dirige a todos sin distinción; sentencia: “Si no os convertís, todos
pereceréis de la misma manera”.
La palabra “conversión” significa
literalmente “girar la dirección de nuestra mirada”; es decir, señala la
decisión de abandonar la seducción del pecado para recorrer la senda de los
mandamientos. Ahora bien, la conversión no es solo un ejercicio psicológico, ni
las fuerzas humanas bastan para alcanzarla; pues la conversión, el empeño por
vivir según el Evangelio, solo se consigue con la fuerza que Dios mismo nos
ofrece. La conversión consiste en permitir que la misericordia de Dios empape
nuestra vida hasta trasformarnos en testigos veraces del Evangelio; ahí entra
en juego el significado de la parábola que hemos leído, ‘la higuera estéril’.
La higuera sin fruto constituye
una metáfora de nuestra vida; a menudo cargada de hojas, alegoría de falsas
apariencias, pero carente de frutos, símbolo de la práctica de la misericordia.
Así como la higuera sin frutos destruye el terreno, como señala el Evangelio,
la aparente vida cristiana sin frutos, metáfora de una vida sin misericordia,
constituye un escándalo para la sociedad humana. La imagen del viñador simboliza
la identidad de Jesús; mientras la disposición del viñador para entrecavar y
abonar la higuera refleja la actitud misericordiosa de Jesús hacia nosotros,
representados por la higuera sin frutos. Aún sabiendo que somos un árbol sin
frutos, Jesús vierte sobre nosotros su misericordia, oculta tras la decisión de
cavar y abonar la higuera, con la confianza en que lleguemos a dar frutos de
misericordia.
Surge ahora una pregunta: ¿cómo
podemos abrir el corazón al Señor para que vierta su misericordia en nuestra
vida y nos abra la puerta de la conversión? El Evangelio de Lucas, llamado
‘Evangelio de la misericordia de Dios’, propone dos actitudes que deben darse
conjuntamente. La primera es la oración confiada. Como decía Teresa de Jesús,
“orar es hablar de amor con quien sabemos que nos ama”; parafraseando la frase,
podríamos decir: “orar es implorar la misericordia de manos del Dios de la
misericordia”. La segunda es la opción por los pobres. No en vano, el Evangelio
de Lucas sitúa el Padrenuestro (Lc 11,1-4), la oración por excelencia, después
de subrayar la actitud servicial de María, la hermana de Lázaro (Lc 10,38-42);
pues la actitud servicial hacia el prójimo, eco de la vivencia de la
misericordia, confiere autenticidad a nuestra plegaria.
La conversión no se reduce a un
ejercicio ascético; consiste en dejar que la misericordia de Jesús empape
nuestra vida hasta trasformarnos en testigos de la misericordia de Dios en la
sociedad humana. Seguramente, los fariseos que hablaban con Jesús hacían un
esfuerzo notable para alcanzar la perfección, pero les faltaba lo esencia:
dejarse abrazar por la misericordia de Dios. En esta Eucaristía pidamos al
Señor que nos convierta en testigos de su misericordia para que el mundo
descubra, a través de nuestra conducta, el rostro misericordioso de Dios.
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