Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que recorremos la senda de la
conversión para poder celebrar con hondura la resurrección del Señor, la Pascua.
Por eso, la espiritualidad del tiempo cuaresmal transcurre entre dos líneas
imbricadas entre sí: a la vez que enfatiza el empeño por la conversión insinúa
la luz resucitada del día de Pascua. Desde esta perspectiva, el Evangelio del
domingo pasado, ‘la parábola de la higuera estéril’, insistía en el aspecto de
la conversión, mientras el Evangelio que proclamaremos hoy, ‘la parábola del
hijo pródigo’, insinúa, sobre todo, el gozo de la resurrección, manifestada en
la misericordia que el padre derrama sobre el hijo que vuelve al hogar. Entre
los domingos del tiempo de Cuaresma, el Cuarto domingo, el que hoy celebramos,
orienta la senda de la conversión hacia el gozo del domingo de Pascua; no en
vano, la antífona que abre la celebración dice: “Festejad a Jerusalén, todos
los que la amáis” (Is 66,10); sin duda, la luz pascual ilumina la senda de la
conversión.
La conversión cristiana no constituye un esfuerzo de ascesis personal para
alcanzar la perfección humana; perfección, por lo demás, tan a menudo
imposible. La conversión cristiana estriba en dejar que el Dios de la
misericordia penetre en nuestra vida hasta convertirnos, a pesar de nuestras
imperfecciones, en testigos de la bondad de Dios en la sociedad humana. Sin
duda, ‘la parábola del Hijo pródigo’ constituye uno de los relatos más bellos
para expresar como la misericordia divina trasforma el corazón humano.
Adoptando el tono insolente, el
hijo menor dijo a su padre: “¡Dame la parte que me toca de la fortuna!”. Sin
replicar, el padre repartió los bienes entre los dos hermanos. El hijo menor,
juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano donde derrochó la fortuna.
Cuando agotó el dinero, sintió hambre. Entonces, se vio en la necesidad de
contratarse con uno de los ciudadanos del país que le mandó a guardar cerdos.
El joven era judío; los judíos sienten animadversión por los cerdos, pues,
según decían, en el interior de los cerdos habitaban demonios (ver: Mc 5,13). Por
si fuera poco, el joven deseaba alimentarse con las algarrobas que comían los
cerdos, pero nadie se las daba. Notemos la postración del joven. El muchacho
que antaño se insolentó contra su padre, tiene que someterse a la autoridad de
un extranjero; el joven que recibió la mitad de la herencia, no puede siquiera
comer las algarrobas de los puercos; el joven que vivía al calor de una
familia, se encuentra abandonado en un país extranjero.
La miseria alentó en el joven una
reflexión: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras
yo aquí me muero de hambre”; la reflexión provoca la decisión: “Me levantaré,
me pondré en camino adonde está mi padre”. Observemos que el joven no decide volver
con su padre por amor, ni por deseo de rehacer la vida familiar; decide volver
porque se muere de hambre, no tiene donde caerse muerto. Comienza caminar
inventándose una mentira para suscitar la compasión paterna: “le diré […]
trátame como a uno de tus jornaleros”. Si el padre se atuviera a la leyes,
debería rechazar al hijo, antaño insolente y ahora fracasado. Sin embargo, el
padre no aplica la dureza de la ley, sino el bálsamo de la misericordia; el
único medio de regenerar al ser humano.
Mediante la hondura de la metáfora, la parábola
subraya tres aspectos en que la misericordia del padre convierte al porquerizo
en el hijo recuperado. Cuando el padre vio al hijo, dice el texto, “se le
conmovieron las entrañas”. Literalmente, la expresión “conmoverse las entrañas”
describe la situación de una madre cuando da a luz un hijo; como es obvio, la
expresión solo puede aplicarse a una mujer, no a un varón. Por eso, cuando la
parábola aplica la expresión al padre, le confiere un sentido metafórico. Quiere
decir que el padre acoge al hijo que regresa con el mismo amor de una madre; un
amor capaz de volver gestar al porquerizo hambriento hasta convertirlo de nuevo
en hijo amado. El padre vierte sobre su hijo la misericordia convertida en amor
maternal.
El beso era la manera en que dos
amigos se saludaban. Cuando la parábola explicita que el padre besó a su hijo,
certifica que derramó sobre el joven la misericordia convertida en el amor
amical, al amor del mejor amigo. Finalmente, el padre ordenó a los criados que
vistieran al hijo y le pusieran un anillo en la mano. El anillo portado por un
varón no constituía un adorno; era un sello que capacitaba al portador para
firmar documentos oficiales como administrador de una hacienda. Como hacán los
padres en la antigüedad, cuando el padre de la parábola pone un anillo en el
dedo del hijo que vuelve, le concede autoridad para administrar la finca; de
ese modo, vierte la misericordia convertida en amor paternal sobre el hijo que
regresa.
El padre sabe que su hijo no ha
vuelto por amor, ha vuelto por hambre; pero no se lo recrimina, solo le
interesa el regreso de su hijo. Una vez que ha vuelto, no le reprende, sino que
lo rehace con las manos de la misericordia; misericordia que adquiere la forma
de la ternura maternal, el amor del padre y la fidelidad del amigo. El hijo
mayor no acaba de entender la acogida del menor; pero el padre, manifestando de
nuevo su misericordia, le dice: “Hijo, tu estás siempre conmigo, y todo lo mío
es tuyo”.
Entre las líneas de la parábola,
la figura del padre representa la identidad de Dios, y bajo la figura de los
hijos se esconde la mirada de cada uno de nosotros. La Cuaresma es tiempo de
conversión; la ocasión de emprender el regreso hacia el Padre, como hizo el
hijo menor, o la ocasión de gozar de la presencia del Señor, como hizo el hijo
mayor, que vivía siempre en casa de su padre. Sin duda, el encuentro con la
misericordia divina transformará nuestra vida y nos abrirá las puertas el
domingo de Pascua.
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