Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot,com
La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que disponemos nuestra vida para
celebrar la Pascua, la presencia resucitada del Señor entre nosotros, por eso
asume dos aspectos complementarios. Por una parte, la Cuaresma adquiere el tono
de la conversión; el empeño por trasformar nuestra vida, con la ayuda de Dios,
en testimonio veraz del Evangelio. Por otra, la Cuaresma acrece en nosotros el
anhelo por contemplar a Cristo resucitado, el día de Pascua. La liturgia
cuaresmal aúna ambos aspectos. El domingo pasado, leyendo las tentaciones de
Jesús, ahondamos en el aspecto de la conversión; y este domingo, proclamando la
transfiguración del Señor, intuimos, bajo el aspecto resplandeciente del Señor,
el rostro del Resucitado el día de Pascua.
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, los amigos más allegados, y subió a lo
alto de un monte. Al decir de la Escritura, la amistad no se reduce a la mera
relación circunstancial, es una de las formas más valiosas de la vivencia de la
misericordia. Como hemos reiterado, la misericordia estriba en entregar algo
nuestro, o aún mejor, entregarnos a nosotros mismos para enriquecer la vida de
nuestro prójimo. Sin duda, la amistad es una forma privilegiada de la
misericordia, pues siembra en nuestra vida la semilla de las mejores actitudes
y nos alienta a cuidar al amigo para que construya su vida con los sillares de
los grandes valores: la justicia, la bondad, la madurez, etc. No en vano, dice
Jesús a los apóstoles: “A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído
a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15); la amistad de Jesús con sus
discípulos es la manifestación de su misericordia, pues les ofrece lo mejor que
tiene, su propia vida y el don del Evangelio.
Acompañado de tres discípulos,
Jesús subió a lo alto del monte para orar. La tradición ha identificado este
monte con el monte Tabor, al sudeste del lago de Galilea, un lugar donde los maestros
judíos acudían para tener un día de reflexión con sus discípulos. Los antiguos
opinaban que la cima de un monte era el lugar más idóneo para encontrarse con
Dios. En primer lugar, la cima se encuentra simbólicamente más cerca del cielo,
la casa de Dios; y, en segundo término, es un ámbito silencioso, el medio
idóneo para dialogar con Dios en la plegaria. Por eso Jesús sube al monte con
tres discípulos para orar.
Mientras Jesús oraba, le sucedió
algo importante: “el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de
resplandor”. ¿Qué significa? Entre otros matices, la oración constituye el
tiempo que ofrecemos a Dios para que penetre en nuestra vida y la transforme. Desde
esta perspectiva, el Evangelio describe la irrupción de la presencia de Dios en
la vida de Jesús mediante la metáfora del rostro y los vestidos que refulgen.
Como dice la Escritura, Dios es rico en misericordia (Ef 2,4), es decir, Dios
quiere entregarse por amor para colmar de sentido la vida del hombre; así pues,
cuando oramos abrimos la puerta del alma para que Dios vierta su misericordia
sobre nosotros y nos transforme en testigos veraces del Evangelio.
Mientras Jesús oraba, Moisés y
Elías comienzan a conversar con él: hablaban del éxodo que Jesús iba a consumar
en Jerusalén. Bajo la mención del “éxodo que Jesús iba a consumar en Jerusalén”
palpita la alusión a la muerte y resurrección de Jesús. Ahora bien, ¿por qué
habla Jesús con Moisés y Elías? Como expone la Escritura, Dios eligió a Moisés
para liberar al pueblo esclavizado en Egipto (Ex 1-12), y anunció el envío del
profeta Elías para propiciar la concordia entre la humanidad entera (Mal 3,24).
En tiempos de Jesús, los judíos pensaban que Moisés y Elías habían sido los
mediadores más importantes que Dios había elegido para salvar a su pueblo;
pues, como hemos dicho, Moisés lo había liberado de Egipto y Elías le había
anunciado la concordia. Sin embargo, la muerte y la resurrección de Jesús
superan la tarea de Moisés y Elías, pues bajo el rostro de Jesús papita la
entrega del mismo Dios en bien de la humanidad entera. Jesús, rostro de la
misericordia de Dios, entregará su vida por amor para enseñarnos que la
práctica de la misericordia llena de sentido la existencia humana.
El ámbito de la plegaria colma de
dicha el corazón humano, por eso exclama Pedro: “¡Que bien se está aquí!”. No
obstante, la oración no puede ser la excusa que nos aleje de la vivencia de la
misericordia en la vida cotidiana; por eso, señala el Evangelio: “llegó una nube
que los cubrió con su sombra”. Como subraya la Escritura, la nube evoca la
presencia exigente de Dios, mientras la sombra simboliza la protección que Dios
dispensa a sus fieles. Entonces, la voz de Dios que exige fidelidad y augura
protección, dice a los apóstoles: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadle”.
Dicho de otro modo, la voz divina señala que el camino cristiano radica en el
seguimiento de Jesús, presencia de la misericordia de Dios entre nosotros.
En esta Eucaristía, pidamos al
Señor que nos concede una vida de plegaria que desemboque en la vivencia de la
misericordia entre nuestros hermanos.
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