Francesc Ramis Darder
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La nave central desemboca en el ábside mayor, la Capilla
Real, también llamada Mayor, elevada cuatro peldaños sobre el piso del templo
del que la separa una baranda barroca, obra de Gaudí. La reforma arquitectónica
emprendida por el obispo Pere J. Campins, pilotada por Antoni Gaudí, devolvió
la Capilla Real al marco más pleno de la celebración eucarística, ápice de la
liturgia (1903-1915). Como acontece con tantas catedrales, la presencia del
coro en el centro de la nave principal dificultaba la participación de los
fieles en la celebración. Gaudí, atento al designio de Campins, desmontó la
sillería del coro, culminada en los albores del Renacimiento por el cincel de Joan
de Salas (1526-1529), y la depositó en los espacios laterales de la Capilla
Real. Igualmente trasladó los dos púlpitos renacentistas que guarnecían el coro,
también obra de Joan de Salas, y los colocó a ambos lados de la Capilla Real.
Durante la Edad
media, el altar mayor estaba situado bajo la última bóveda de la Capilla. Con
intención de acercarlo al pueblo, Gaudí la trasladó bajo la primera y lo
emplazó entre cuatro columnas tetralobuladas, de jaspe, coronadas por cuatro
ángeles músicos. La metáfora de los ángeles expresa el gozo del cielo, cuando
la presencia divina, mediada por el pan y el vino, se hace presente entre los
fieles sobre el altar. Dedicado a la Virgen Madre de Dios, el altar constituye
una pieza de alabastro sostenido por ocho columnas talladas de estilo
cisterciense (siglo XIII), y una columna, seguramente, de origen bizantino
(siglo VI). La presencia de la columna bizantina rememora la antigüedad del
cristianismo en Mallorca, a la vez que establece, desde la perspectiva
simbólica, el vínculo entre los antiguos cristianos y los del tiempo presente;
vínculo trenzado sobre el telar de la Eucaristía, celebrada en el altar. De ese
modo, la centralidad del altar, consagrado al menos cuatro veces (1269; 1346;
1746; 1905), atestigua la centralidad de la Eucaristía en la liturgia cristiana
y en la celebración catedralicia.
Sobre el altar,
pende el baldaquín, obra de Gaudí (1912). Aunque la función del baldaquín
sirviera para facilitar la iluminación del altar, su esencia resalta el aspecto
más sagrado de la liturgia. Como dice la Escritura, cuando el pueblo hebreo,
liberado de la esclavitud de Egipto, atravesaba el desierto, “Moisés levantó la
tienda […] y la llamó Tienda del Encuentro” (Ex 33,7-9); y, como reitera la
Escritura, el Arca del Señor estaba custodiada en una tienda (2Sm 7,2). Como es
obvio, un baldaquín no es una tienda, pero emula su sentido. Así como bajo una
tienda el Señor hablaba con Moisés, y el pueblo hebreo guardaba el Arca, el más
preciado de sus tesoros; bajo una tienda, eco del baldaquín, el Señor se hace
presente entre nosotros a través del pan y del vino, y bajo la misma tienda,
alegoría del baldaquín, los cristianos compartimos el hondón de nuestra fe, la
muerte y resurrección del Señor, celebrada en la Eucaristía.
El primer
cuerpo del baldaquín, la cobertura, está formado por un repostero de brocado
antiguo, de tema eucarístico; así el brocado refleja, por arriba y a modo de
espejo, la hondura de la celebración que acontece abajo en el altar. Sin duda,
la liturgia del altar es la metáfora de la liturgia del cielo, pues el Señor se
manifiesta ante los cristianos sobre el altar, velado bajo el pan y el vino,
con la misma entereza que se desvela en toda su gloria en el cielo acompañado
de los santos, hermanos nuestros.
El segundo
cuerpo está conformado por la corona, que recuerda, en cierta medida, la corona
de la catedral de Hildesheim. La corona constituye un heptámero. Como sabemos,
la Escritura confiere al número siete el sentido metafórico de totalidad y
plenitud; a modo de ejemplo, los siete días de la Creación (Gn 1,1-2,4ª), o la
institución de los siete diáconos (Hch 6,1-7). Los siete lados de la corona
aluden a los siete dones del Espíritu Santo (Is 11,1-2); y, desde esta
vertiente, constituyen la metáfora de las dádivas con que la Eucaristía esculpe
con el cincel del Espíritu la vida del cristiano. No en vano, la corona está
adornada con una profusión de espigas, pámpanos y racimos, alegoría del pan y
del vino de la Eucaristía. La corona está rematada por un Calvario. Al pie del
Crucificado, clavado sobre una cruz abizantinada, destaca la presencia de María
y del apóstol Juan, en el momento supremo en que Jesús les dijo: “Mujer, ahí
tienes a tu hijo […] (y al discípulo) ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). La
presencia del Calvario remite a un aspecto teológico de la Eucaristía,
especialmente considerado en la época de Gaudí. La Eucaristía entendida como la
reiteración sobre el altar del sacrificio de Cristo sobre la cruz en el
Calvario; sacrificio que, como presagia la profecía de Isaías, derrama el
perdón de los pecados sobre la humanidad entera (Is 53,5).
El tercer
cuerpo del baldaquín está constituido por el lampadario. Del heptámero de la
corona penden treinta y cinco lámparas que la tradición popular acota en treinta
y tres, alegoría de los años de vida mortal de Jesús.
Aunando el sentido metafórico de los tres
cuerpos, apreciamos el calado teológico del baldaquín. El lampadario evoca la
luz con que la Eucaristía ilumina la vida cristiana; pero, aludiendo al número
de lámparas (35, eco de 33), certifica que la vida solo es cristiana cuando
intenta amoldarse al estilo de vida de Jesús. Atento al simbolismo modernista,
quizá Gaudí dispuso treinta y cinco lámparas y no treinta y tres para señalar
que la vida cristiana constituye un intento imperfecto de asemejarse a Jesús,
eco de las treinta y cinco, que solo alcanzará su plenitud en el cielo, las
treinta y tres, alegoría de la vida del Señor. La corona certifica la
centralidad de la Eucaristía, a la vez que invita al cristiano a recorrer el
camino de Jesús que desemboca en el
Calvario; sin embargo, como señala el brocado, la meta del cristiano no
es el Calvario, sino el cielo, representado por el tapiz, eco de la Eucaristía
celestial, la gloria del los santos.
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