Francesc Ramis Darder
Israel es
la vasija modelada por las manos de Dios en el torno de la Historia. ¿Qué
forma desea conferir Dios a su pueblo?
Dios plasma
con la mayor intensidad su gloria; es decir, su forma de ser, en la persona
humana. El salmista percibe en su vida la obra de Dios: “Tú has creado mis
entrañas, me has tejido en el seno materno” (Sal 139, 13). Dios crea al
hombre “a su imagen y semejanza” (Gen 1, 26) y se acerca a hablar con él a la
hora de la brisa (3, 9).
Israel es
un pueblo concebido para ser semblanza de Dios. Isaías describe como Dios forma
a su pueblo (Is 43, 1-7), y explica la
razón última por la que lo ha creado: “para mi gloria, lo he creado, formado
y hecho” (43, 7). Cuando Yahvé, como un alfarero, modela a Israel, pretende
elaborar la mejor cerámica: la que refleje ante todos la imagen de Dios. La
misión de Israel radica en ser testigo de la bondad de Dios que teje nuestra
vida con amor apasionado.
Las manos
con que Yahvé modela a Israel no son corporales, sino la misericordia y la
clemencia, la bondad y la fidelidad. Oigamos el libro del Exodo: “Yahvé pasó
ante Moisés diciendo: Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la
cólera y rico en bondad y fidelidad, que conserva su bondad hasta la milésima
generación; perdona culpas, delitos y pecados, pero no los deja impunes, castiga
la culpa de los padres en los hijos ... hasta la tercera y cuarta generación”
(Ex 34, 6-7).
La palabra
“misericordia” indica en hebreo “el seno materno”. En sentido metafórico señala
el sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a dos personas por lazos de
sangre, como a la madre y al padre con su hijo (Sal 103, 13), o a un hermano
con otro (Gen 43, 30).
El término
“clemencia” es sinónimo, pero matiza que la misericordia no es un concepto,
sino la realidad tangible que Dios manifiesta a Israel. Cuando Yahvé modela a
su pueblo, lo hace con la misma ternura que el seno de la madre conforma al
hijo, o con el amor entrañable con que el padre le educa y hace crecer. Yahvé
siente por el pueblo que teje entre sus manos, el mismo amor que un padre o una
madre por su hijo.
Yahvé es
rico en bondad y fidelidad. Conviene precisar la diferencia entre la bondad y
la misericordia. La misericordia es el sentimiento de amor espontaneo que brota
de la madre y el padre hacia su hijo. La bondad no surge espontáneamente, sino
de una deliberación consciente, como consecuencia de la relación de derechos y
deberes entre dos personas. Pongamos un ejemplo: un maestro es bueno, no por un
impulso del corazón, sino porque cumple su obligación de formar a los estudiantes.
Un alumno es bueno, no porque sí, sino porque se esfuerza en aprender y
formarse.
Dios es
bueno porque a pesar del pecado e iniquidad de su pueblo, persiste en la tarea
de hacerlo feliz, de moldearlo a su propia imagen y semejanza. La bondad de
Dios es distinta de la bondad humana: Yahvé conserva su bondad hasta la
milésima generación, y sólo recuerda la culpa hasta la cuarta. Entre las
religiones orientales Yahvé es un Dios muy original: se excede en la bondad y
la misericordia, y se queda corto para rememorar la iniquidad humana.
Misericordia y clemencia, bondad y fidelidad son las manos con que Yahvé
modela a su pueblo para convertirlo en el reflejo de su amor.
El alfarero
y Yahvé sufrían el mismo problema: cuando el fango no está húmedo se endurece y
no se deja tornear, fácilmente se desgarra y se rompe. Israel, demasiadas
veces, estaba falto de agua, era un fango reseco que se desgarraba. ¿Qué
significa la sequedad del fango?
En el AT,
la sed y la sequedad suelen ilustrar las consecuencias de la idolatría. Isaías
acusa al pueblo de abandonar a Yahvé e ir tras los falsos dioses, y le anuncia:
“seréis como una encina con las hojas secas, un jardín sin agua” (Is 1,
28-30). La idolatría, abandonar a Yahvé por otros dioses, deja al hombre
agostado.
¿Cuáles son
los falsos dioses por los que Israel abandona a Yahvé? Escuchemos al
Deuteronomio: “Cuando el Señor, tu
Dios, te introduzca en la tierra buena ... guárdate de olvidar al Señor ... no
sea que cuando comas hasta hartarte, cuando te edifiques casas hermosas y las
habites, cuando críen tus reses y ovejas, aumenten tu plata y tu oro y abundes
en todo... te olvides del Señor, ... no digas ‘por la fuerza y el poder de mi
brazo me he creado estas riquezas’, sino acuérdate del Señor, porque es él quién te da la fuerza y
mantiene la promesa que hizo a tus padres” (Dt 8, 7-18). Los falsos dioses
son tres: el poder “por la fuerza y el poder de mi brazo”, el tener “cuando
comas hasta hartarte”, y el aparentar “no digas”.
Israel se
dejó ganar el corazón por el afán de poder, el ansia de tener, y la vana
ilusión de aparentar. Seguir a los ídolos le salió muy caro: el destierro, la
miseria, la opresión, la vergüenza ante las demás naciones, etc. La idolatría
consiste en huir de las manos de Dios para entregar la vida al poder, tener y
aparentar. ¡Cuántas veces en la vida sabe a poco tener a Dios por padre y saber
que ama con pasión, y gastamos la existencia en perseguir otros premios: el
consumo, el poder, la vanidad!.
La bondad y
la misericordia de Yahvé modelan a Israel para que testimonie el amor de Dios.
Muchas veces la vasija que Yahvé tornea lleva marcados los desgarrones de la
idolatría. Al contemplar a Israel, sinónimo de nuestra vida, nos percatamos de
la obra de Dios, pero también discernimos las distorsionadas huellas del
pecado.
Lo más
importante es que las cicatrices del pecado y la impronta de las manos de Dios,
no pesan igual en el aspecto final de la vasija: lo crucial es el reflejo del
amor de Dios. Cuando el fango reseco se rompía, el alfarero no lo desechaba;
sino que volvía a reelaborar la vasija (Jr 18, 1- 7). Cuando Israel huía de
Yahvé entregándose a los ídolos quedaba seco y sin agua. Yahvé no lo
abandonaba; le entregaba su perdón y seguía modelando a su pueblo.
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