Francesc Ramis Darder
La finalidad del amor de Dios reside en que
participemos eternamente de su misma vida. Para los israelitas antiguos no era
posible que el hombre viviera con Dios. Según creían, el Señor era bueno, pero la distancia
que mediaba entre la pequeñez humana y la magnitud divina era tan gran grande,
que hacía imposible que pudieran encontrarse algún día cara a cara. Dios dijo a
Moisés: “Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré mi nombre
‘Yahvé’... pero no podrás verme la cara ... podrás ver mi espalda, pero mi cara
nadie puede verla” (Ex 33, 18-23). Moisés vio la espalda del Señor, pero el
rostro que indica la identidad e intimidad de Dios, quedó oculto.
Por una
parte los israelitas no se atrevían a imaginar que después de la muerte el
hombre pudiera vivir con Dios. Por otra parte experimentaban la certeza de que
Yahvé modela la existencia humana con amor apasionado, y por tanto, el hombre
no es un ser cualquiera en la creación, sino alguien privilegiado (Sal 8, 6).
Para
resolver el dilema, los israelitas imaginaron que bajo la superficie terrestre
había un gran receptáculo al que llamaron “Sheol”. Cuando alguien moría lo
enterraban y el cuerpo se descomponía, pero “lo mejor” de la persona humana
quedaba depositado en el “Sheol”. La muerte no aniquilaba del todo a la
persona, pero tampoco iba a la morada de Dios, pues “lo mejor” de ella quedaba
en el Sheol.
Los sabios
de Israel se rebelaron contra esa solución. Dios no modela al ser humano con
amor apasionado, a su imagen y semejanza, para esconderlo en el Sheol; como
tampoco tornea el artesano la vasija para dejarla después en el olvido. Los
sabios afirmaron: “La vida de los justos está en manos de Dios. La gente
insensata pensaba que moría ... consideraba su partida de entre nosotros como
una destrucción, pero ellos están en paz ... ellos esperaban de lleno la
inmortalidad” (Sab 3, 1-5).
El justo, que a pesar de su pecado se deja modelar
por el Señor, permanece para siempre en sus manos. Dios nos ama para hacernos
hijos suyos para siempre; Dios no nos ama a causa de que semos buenos, sino a fin de que podemos ser buenos. Creer en el Dios de la vida significa comprometer la
existencia en la lucha por la justicia y la solidaridad humana: hacer del amor
la herramienta con que plantar la semilla del Reino de Dios.
Quien opta por el amor,
trabaja por la justicia y engendra la paz, padece la persecución de los
poderosos, pero tiene la certeza de que vivirá para siempre en las manos del
Señor, el Alfarero de la Vida: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón no
descansará hasta que repose en ti” (Agustín).
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