La lectura
rápida del AT da la impresión de que amar consiste sólo en cumplir los
mandamientos (Ex 20, 1-17; Dt 5, 6-21); que, en general, indican el mal a
evitar: “No te harás ídolos ... no matarás ... no robarás ...” (Dt 5,
6-21). La lectura más atenta revela que amar no se reduce a evitar el mal sino
que impele a practicar el bien tal como Dios lo hace. Oigamos la voz de Moisés:
“Di a la comunidad de los israelitas: Sed santos, porque yo, el Señor
vuestro Dios, soy santo” (Lv 19, 2). Ser santo como Dios es santo significa
actuar en la Historia en la forma en que el Señor lo hace. Dios, como veremos
en el próximo capítulo, libera, acompaña, crea, perdona y otorga la vida para
siempre.
El AT no se
limita a ofrecer máximas sobre el amor sino que aporta modelos vivenciales de
la realidad del amor. Las formas más radicales del amor son la lucha por la
justicia y el ejercicio del perdón.
Durante el
siglo VIII aC. la ciudad de Samaría padecía una injusticia social desorbitada.
Mientras los ricos vivían en palacios adornados con marfil, los pobres morían
hacinados en barracas. El rey aprovechaba la iniquidad, mientras el santuario
la mantenía con su liturgia. Dios eligió al profeta Amós y le envió a Samaría
para denunciar la injusticia y exigir el cumplimiento de los preceptos del
Señor.
Más
adelante el pueblo hebreo ideó el “Año Sabático”. Cada siete años los judíos se
proponían liberar a los esclavos, perdonar las deudas y repartir de nuevo las
tierras para que cada familia viviera con dignidad. Para radicalizar los
preceptos del “Año Sabático”, el pueblo concibió el “Año Jubilar” que se
celebraba cada cincuenta profundizando los propósitos del “Año Sabático” (Lv
25).
Las normas
de mejora social propuestas por ambos jubileos no se cumplieron plenamente,
pero recordaron a Israel que la radicalización del amor consiste en luchar para
que brote la justicia para todos. La justicia no se limita a dar a cada uno lo
que corresponde, implica crear las condiciones para que el pueblo entero pueda
desarrollarse en paz y plenitud.
El perdón
entrañaba la radicalidad del amor personal, del que el profeta Oseas es el
mejor modelo. El Señor mandó a Oseas casarse con Gomer, una prostituta; con la
que tuvo dos hijos y una hija. Gomer en lugar de estar agradecida a Oseas por
liberarla de la prostitución, se cansó de su marido y regresó a su antigua
profesión. Siendo mayor, Gomer decide volver con Oseas; no por amor sino porque
no tiene donde caerse muerta: “Voy a volver a mi primer marido, pues
entonces me iba mejor que ahora” (Os 2, 9).
Oseas,
según la ley hebrea, podía rechazar a su esposa, en cambio la perdona, y con
inmensa ternura reemprenden la vida familiar. Las mujeres israelitas llamaban a
su marido “amo mío”, pero cuando Oseas recibe a Gomer le dice: “Me llamarás
mi marido mío y no me llamarás mi amo” (Os 2, 18). Oseas no castiga a su
esposa ni le impone condiciones para residir en el domicilio conyugal, sino que
la perdona en profundidad. La historia de Oseas y Gomer es la metáfora del
perdón que Dios ofrece a la Humanidad.
Los hombres
cuando perdonamos ponemos condiciones al perdón: “Te perdono pero no vuelvas
a hacerlo”. Dios no pone cláusulas
al perdón. Cuando Dios perdona renuncia a querer saber lo que haremos con el
perdón que nos ha concedido; pues, si volvemos a caer otra vez Él nos rescatará con su misericordia.
El AT
radicaliza el amor con la exigencia en el cumplimiento de los mandamientos, la propuesta de la
santidad de vida, la lucha por la justicia y el perdón de las
ofensas. ¡Solo el amor hace las cosas nuevas!
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