Francesc Ramis Darder
La
capacidad de pensar no supone la posesión de muchos títulos académicos, sino
que implica actuar como un profeta y vivir como un sabio. El pensamiento
israelita estaba marcado por la cultura mesopotámica y egipcia, pero estableció
diferencias capitales que le confirieron
identidad propia.
Mesopotamia
era la región de las leyes. No en vano, el monumento más recordado es el
“Código de Hamurabi” (1728-1686
aC.): cuerpo legal, grabado en piedra, que regula los
ámbitos de la existencia humana. Tres cosas llaman especialmente la atención en
las leyes mesopotámicas: la crueldad, los excesos en la pena de muerte y los
castigos vicarios; es decir, la posibilidad de que un inocente cumpla, por
orden del juez, la pena del culpable. Catequéticamente la ley mesopotámica da
la impresión de dureza y parece tender a eliminar la vida, aparece poco la
posibilidad del perdón.
El pueblo
hebreo se inspiró en la ley mesopotámica pero cambió su raíz: disminuyó la pena
de muerte, castigo normal en la cultura antigua; dulcificó la crueldad de las
penas; impidió que el inocente cumpliera la condena del culpable; y, sobre
todo, prohibió los sacrificios humanos. La ley israelita regulaba la existencia
favoreciendo la vida. Los profetas exigían al pueblo y a los gobernantes que la
ley acrecentara la vida del pueblo y de cada persona: Amós advierte que la
plenitud humana pasa por la justicia, Oseas rememora la misericordia, e Isaías
destaca la fe como baluarte del crecimiento humano.
Egipto era
el país de los sabios. La ilusión de todo egipcio era poseer elocuencia para
hablar con Dios. La obra central de la cultura egipcia es el “Libro de los
Muertos”. Redactado durante siglos educa en muchas cosas; pero, desde una
óptica catequética, habilita al hombre para conversar con Dios a fin de que le
deje entrar en el cielo después del juicio.
La
sabiduría egipcia es muy profunda y muy valiosa, pero los antiguos intentando
emularla sin conseguirlo, le conferían un matiz burlesco. Refiramos una
anécdota. Un ladrón muere y, al llegar a la puerta del cielo, es juzgado por
Dios que le recrimina sus robos. Pero el ladrón, con la elocuencia adquirida en
Egipto, convence a Dios de que sus hurtos fueron apropiaciones temporales de
bienes que pensaba devolver en el futuro. Dios, admirado por la habilidad del
bandido, le abre las puertas celestes. Desde la visión caricaturizada de un
hebreo, la sabiduría egipcia no implica la responsabilidad ante la vida, sino
que resalta “la habilidad para responder” a Dios en el día final y a cualquiera
en todo acontecimiento de la vida saliendo siempre airoso.
Israel
asimiló la sabiduría egipcia aplicándole una mutación decisiva: la sabiduría no
debe fomentar la “habilidad para responder” sino la “responsabilidad” ante la
vida; es decir, el esfuerzo por desarrollar nuestras virtudes y atemperar las
limitaciones. La sabiduría israelita deviene el arte de vivir en plenitud entre
los condicionantes impuestos por la existencia.
Pensar no
es sólo razonar sino adquirir el estilo de vida del sabio y del profeta.
Siguiendo a los sabios no se trata de ser “hábiles para responder” sino
“responsables” ante la vida desarrollando nuestras virtudes y moderando
nuestros límites. Imitando a los profetas, pensar implica dedicar la existencia
a sembrar la vida promoviendo la justicia, la confianza, la fe y la
misericordia.
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