Francesc Ramis Darder
Jesús se
define a sí mismo, en el evangelio de Juan, con la expresión peculiar “Yo Soy”.
Tras el encuentro con la samaritana dice Jesús a la mujer: “Yo soy, el que está
hablando contigo” (Ju 4,26). Las palabras de Jesús están calcadas de las
locuciones de Yahvé que entretejen el Antiguo Testamento. Citemos un ejemplo;
mediante la voz cálida y apasionada de Isaías el Señor comunica a su pueblo la
pronta liberación del destierro de Babilonia, y tras anunciarle esta certeza,
afirma: “Yo; yo soy el Señor” (Is 43,11).
Jesús en el
Nuevo Testamento, igual que Yahvé en la Antigua Alianza, cuando se define a sí
mismo no se contenta con describir lo que tiene, ni apela a aquello que
representa; si no que habla desde lo que “es”, desde su Yo más íntimo: “Yo
soy”.
A. Schopenhauer
(1788-1860), parafraseando la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles, sostenía que
podemos contemplar nuestra vida desde una triple perspectiva: desde lo que
“somos”, a partir de lo que “tenemos” y desde aquello que “representamos” en el
escalafón social. Ciertamente lo más importante radica en aquello que “somos”,
pues lo que “tenemos” suele ceñirse a bienes efímeros y fugaces, y lo que
“representamos” depende del incesante vaivén de la opinión social.
Para los
cristianos aquello que “somos” radica en la convicción de ser Hijos de Dios.
¡Ese es nuestro tesoro! Pero necesitamos cuidar nuestra vida interior para no
olvidar nunca nuestra certeza más íntima. Tanto la plegaria como la vivencia de la misericordia constituyen las mediaciones privilegiadas para penetrar hasta el fondo de nuestra alma y gozar de la dicha
de sentirnos Hijos de Dios Padre.
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