Francesc Ramis Darder
Como certifica la historia de la cultura, el número
siete simboliza la totalidad y la perfección tanto de la persona como de los acontecimientos.
Perfección y totalidad que no son estáticos, se proyectan hacia el infinito.
Atento al entorno cultural del mundo oriental, el Antiguo Testamento recoge la
riqueza metafórica del número siete. Habla del candelabro de los siete brazos o
de los siete días de la creación. El día séptimo, el sábado, se consagra al Señor;
mientras el séptimo año, el año sabático, se convierte en el tiempo
especialmente dedicado a contemplar la bondad de Dios, a cultivar la amistad y
a desarrollar en el mundo el trabajo por la justicia.
El Nuevo Testamento, heredero del valor metafórico
del Antiguo Testamento, sigue sumergiéndose en el valor simbólico del número siete.
Tal vez sean los escritos de san Juan donde el siete alcanza su mayor
profundidad. El Apocalipsis habla de siete estrellas, siete sellos o de los siete
espíritus de Dios, entre otros temas. Valiéndose de siete imágenes, el evangelio
de san Juan expresa la intimidad más preciada de Cristo. Así dijo Jesús a sus discípulos:
Yo soy el pan de vida; la luz del mundo; la puerta; el buen pastor; la
resurrección y la vida; el camino y la verdad y la vida; la vid verdadera.
Desde la mística del número siete, los escritos de san Juan contemplan la
plenitud de Cristo, la presencia entre nosotros del Dios hecho hombre, el
Salvador del Mundo (Jn 1,1.14).
Anclada en el cañamazo de la Biblia, la
tradición cristiana ha recogido el valor espiritual del número siete para alabar
al Señor y meditar el Evangelio. De esta tradición nace el sermón de las “Siete
Palabras”, dedicado, como sabemos, a contemplar la Pasión durante la Semana
Santa. El comentario de las Siete Palabras ayuda a los cristianos, y a toda
persona de buena voluntad, a sembrar en el mundo el amor entrañable de Dios
hacia la humanidad entera.
En la cruz, Jesús rogó: “Padre, perdónales,
que no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Los soldados se repartieron sus vestidos
y los presentes le escarnecían; pero Jesús perdona, sin condiciones. Así se hace
cierta una frase que más adelante dirá san Pablo: “No te dejes vencer por el
mal; al contrario, vence al mal con el bien” (Rm 12,21).
Al lado del Señor, crucificaron a dos ladrones.
Cuando uno de ellos imploró ayuda, Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy
estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Mientras la multitud maldecía al
ladrón, Jesús derramó en su corazón la misericordia revestida de esperanza. Ser
misericordioso radica en darse a sí mismo para aminorar la pobreza del prójimo.
Lo enseña Jesús: “No amontonéis tesoros aquí en la tierra [...], reunid tesoros
en el cielo” (Mt 6,19-21).
Junto a la cruz, estaban María, la madre de
Jesús, y Juan, el discípulo amado. Jesús dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a
tu hijo”. Después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). María,
madre de Jesús, también es metáfora de la Iglesia, el ámbito privilegiado de la
presencia de Jesús resucitado; la comunidad cristiana es un refugio donde late
la presencia del Señor. Desde el corazón, Jesús oró: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?” (Mc 15,34). A primera vista, parece una frase
desesperada; conviene notar, sin embargo, que es el título del Salmo 22. Cuando
los escritores antiguos indicaban que alguien rezaba un salmo entero, se limitaban
a reseñar su título; de ahí hay que concluir que Jesús no se limitó a la
primera frase, sino que, como hacían los hebreos a la hora de la muerte, rezó
entero el Salmo 22, una plegaria en que el orante pone su confianza en Dios en
los últimos instantes de su vida.
Jesús exclamó: “Tengo sed” (Jo 19,28). Al punto
un soldado le dio una esponja empapada en vinagre. La sed expresa la angustia;
pero, desde el ángulo bíblico, denota la “sed de Dios” que envolvía la vida de los
profetas (Is 41). Jesús es el profeta “más grande” anunciado por Moisés, durante
el camino del Éxodo (Dt 18). Probado el vinagre, Jesús dijo: “Todo se ha cumplido”
(Jn 19,30); bajo la palabra “todo” late la entrega de Jesús por la humanidad para
enseñar que el único camino que lleva a la victoria es la ruta del amor y la
ternura. Acabando su vida, Jesús gritó con todas sus fuerzas: “Padre, a tus
manos confío mi espíritu” (Lc 23,46). La frase forma parte del Salmo 31; el
salmo recuerda que Dios ampara siempre a los que se refugian en Él,
especialmente a los débiles y oprimidos. Cristo, que ha enseñado el amor, muere
en las buenas manos del Padre.
Las palabras de Jesús en la pasión sintetizan
su mensaje. La confianza en Dios Padre y la certeza de que solo el amor es capaz
de dar sentido a la vida. Dios no es algo abstracto o lejano, es el buen padre
que nos acompaña y acaricia con sus manos. El amor cristiano no es un sentimiento
pasajero, es el compromiso con la vida para que en el mundo broten la hermandad
y la justicia. Quien lucha por la justicia sufre persecución, pero es en el luto
de la cruz donde nace la luz resucitada del domingo de Pascua.
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