Francesc Ramis Darder
Mesopotamia está atravesada por dos ríos caudalosos cuyo cauce se desborda con frecuencia: Eúfrates y Tigris. La arqueología ha demostrado que algunas ciudades de la Mesopotamia Antigua fueron inundadas por la crecida de los ríos. Las inundaciones alcanzaron tal magnitud que algunas ciudades tuvieron que ser edificadas de nuevo: Ur, Kis, Lagas, Uruk. Los hombres antiguos se preguntaban el por qué de estas catástrofes e imploraban con insistencia la ayuda de Dios.
Con el paso del tiempo, en Mesopotamia se hizo frecuente contar “historias de diluvios”; en las cuales, además de describir el drama humano se narraba el auxilio divino en favor del pueblo aterrorizado. La narración más antigua que conocemos nos ha llegado a través de la “tablilla de Nippur”, recogida posteriormente en dos epopeyas famosas: “Gilgamesh” y “Atrahasis” (1600 a.C.).
El pueblo israelita conoció estas “narraciones de diluvios” extendidas por el Próximo Oriente. Como sabemos, la Biblia presenta el mensaje de la fe envuelto en el lenguaje cultural del tiempo en que se escribieron los libros bíblicos. Israel recogió las narraciones del diluvio y modificándolas las introdujo en la Biblia; pero no solo para ofrecernos otra narración de diluvio, como tantas había en Mesopotamia, sino para explicarnos a través del relato del diluvio un mensaje de fe: ¿Cuál?
Como señala la historia, el pueblo israelita padeció un duro exilio en Babilonia (597-587-538 a.C.); el destierro no nació del capricho divino, fue el fruto amargo de la soberbia y el pecado humano. En la dureza del exilio, Israel aprendió lo más importante de su historia: la certeza de que Dios es bueno, que escucha y que salva. Pidió al Señor ayuda y Dios le escuchó. Pudieron volver a Jerusalén (539.522 a.C), donde reconstruyeron el Templo en el año 515 a.C.
Con la intención de explicar la dureza del exilio y el gozo del retorno a Jerusalén, los redactores bíblicos se valieron de los “relatos de diluvio”, tan populares en Babilonia. Es decir, revistieron la experiencia del destierro y la alegría del regreso bajo el “ropaje” literario de un diluvio.
El tiempo de angustia y desolación que provocó la deportación a Babilonia viene simbolizado mediante la descripción de las aguas torrenciales que devastaron la tierra. Los profetas que consolaron a Israel durante el exilio, Ezequiel y Segundo Isaías (Is 40-55), junto a los dignatarios que dirigieron el retorno, Zorobabel y Sesbasar, aparecen representados bajo la figura literaria de Noé, el constructor del Arca que salvó al pueblo amenazado por las aguas. De modo parejo, la figura del Arca evoca simbólicamente la magnificencia del Templo de Jerusalén, el ámbito donde la comunidad hebrea salvaguardó la vida de los ataques de la idolatría.
La narración del Diluvio aporta una enseñanza central en el ámbito de la fe: El amor de Dios está por encima del pecado humano, pues no hay pecado que pueda hacer sombra a la misericordia del Señor.
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