Francesc Ramis Darder
Una porción del pueblo hebreo emigró a Egipto estableciéndose en la ciudad de Alejandría. La metrópoli disponía en la embocadura de su puerto de un faro considerado una de las maravillas del mundo; y también contaba con una biblioteca que era, a su modo, otro faro que irradiaba en Oriente la sabiduría de la antigüedad clásica. Los hebreos vivían en un ambiente cosmopolita donde se hablaba el griego, y a través del puerto y de la biblioteca abrieron su corazón a la cultura universal.
Los judíos se reunían cada sábado para meditar la Sagrada Escritura redactada en hebreo. Pero muy pronto se percataron de un detalle: si querían anunciar su fe a los ciudadanos de Alejandría y deseaban, a la vez, que el AT fuera patrimonio cultural de la humanidad, no les quedaba más alternativa que traducir la Palabra escrita en hebreo al idioma griego; pues el hebreo solo lo comprendía la pequeña comunidad israelita.
Notemos como los motivos que impulsaron al pueblo elegido a traducir el AT fueron dos: el deseo de compartir su cultura con el resto del Mundo, y, sobre todo, y eso es lo crucial, la pasión por anunciar la fe contenida en el AT. Esta traducción del AT del hebreo al griego, realizada en la ciudad de Alejandría durante los siglos III-I aC, se denomina “Traducción de los Setenta” o “Septuaginta” (LXX).
Cuando nació la Iglesia cristiana surgió una pregunta: ¿Qué Antiguo Testamento debemos tomar, el original escrito en hebreo, o la traducción griega de los Setenta? Y la comunidad cristiana eligió, sobre todo, la traducción griega.
La motivación de cualquier tarea de la Iglesia debe sustentarse siempre en el deseo de anunciar a Cristo resucitado, iluminando con la luz del evangelio en las estructuras del Mundo y el corazón de la Humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario