EL MITO DEL PALACIO DE BA’LU.
2.1.Síntesis.
Ba’lu celebra un banquete en las cumbres de Sapanu, la montaña divina, mientras tanto Anatu, la diosa Virgen hija de Ilu, se ha alzado victoriosa en un combate. Entonces Ba’lu envía mensajeros a Anatu para que venga al Sapanu donde le comunicará su intención de elaborar las insignias básicas de la realeza, el rayo y el trueno. Cuando oteó la embajada enviada por Ba’lu, presidida por los dioses Gapnu y Ugaro, la diosa Anatu exclamó con angustia: “¿Qué enemigo le ha salido a Ba’lu?”. Cuando los mensajeros divinos consiguen tranquilizar a Anatu, diciéndole que Ba’lu no tiene ningún adversario, la diosa emprende la ruta hacia la montaña divina, el Sapanu. Tras ser agasajada, la diosa descubrió que Ba’lu no tenía palacio, institución decisiva para poder afirmarse como rey.
La edificación de un palacio requiere del consentimiento de Ilu, por eso la diosa decide recabar el consentimiento del dios supremo; sentencia: “Me atenderá el Toro, Ilu, mi padre; pues le puedo arrastrar como un cordero por tierra”. Anatu se presentó en la gruta de Ilu y sollozando presentó la súplica. Anatu comienza recordando a Ilu la realeza de Ba’lu: “Nuestro rey es Ba’lu, el Victorioso, nuestro juez, al que no hay quien supere”; pues Ba’lu era rey porque había derrotado a Yammu en combate singular. Conocedores de la situación, Atiratu, esposa del dios Ilu, y sus hijos dijeron al dios supremo: “Pero, claro, no tiene palacio Ba’lu como tienen los dioses”; la disposición de un palacio, al sentir de los dioses, era imprescindible para ejercer la realeza. Con intención de remediar la adversidad, los mensajeros divinos se dirigen al encuentro de Kôtaru, el artesano de los dioses, para que se ponga a disposición de Ba’lu y construya el palacio.
Emprender la edificación del palacio es una tarea difícil; pues los mensajeros deben obtener la aquiescencia de Atiratu, la esposa del dios supremo, que convencerá a Ilu para que autorice la construcción del palacio donde Ba’lu establezca su realeza. El artesano divino, Kôtaru, elabora preciosos obsequios para poder conquistar la benevolencia de Atiratu. Más tarde, Anatu y Ba’lu recogen los presentes para ir al encuentro de Atiratu. Al encontrarse, Atiratu muestra displacer: “¿Cómo es que llega Ba’lu […] y Atiratu? Son los destructores del clan de mis parientes”. No obstante, seducida por el brillo de la plata y el oro que reflejan los obsequios, acalla la displicencia de su hijo, Yammu, y muestra las más cálida acogida hacia Ba’lu y Anatu. Segura de su influencia, Atiratu decide acompañar a Ba’lu y Anatu hasta la morada de Ilu para lisonjearlo y obtener el don del palacio.
Cuando Atiratu, acompañada de Ba’lu y Anatu, se encuentra con Ilu, le expone la situación: “Nuestro rey es Ba’lu, el Victorioso […] pero, claro, no tiene palacio Ba’lu como los dioses”. Conmovido, responde Ilu: “Constrúyase un palacio a Ba’lu como el de los dioses”. Entonces la Gran Dama , Atiratu del Mar, agradece la magnanimidad divina: “Grande eres, Ilu, en verdad eres sabio, la canicie de tu barba de veras te instruye”. A la orden de Atiratu, Anatu transmite a Ba’lu la decisión de Ilu; sin perder un instante, Ba’lu encarga a Kôtaru, el artesano de los dioses, la edificación del palacio con la mayor rapidez.
Discutiendo sobre la construcción, dijo Kôtaru: “Voy a poner una claraboya en el palacio”; pero respondió Ba’lu con furor: “¡No pongas claraboyas en el palacio!”, y dio la razón: “no sea que se alce el amado de Ilu, Yammu, y se apreste a resistirme y escupirme”; en definitiva, Ba’lu rechaza la claraboya para evitar que otros dioses puedan introducirse por la apertura y alteren con sus intrigas la forma de gobierno. Sin embargo, Kôtaru aplaza la discusión para más adelante, diciéndole: “Ya atenderás Ba’lu a mis palabras”.
Valiéndose de la solidez de los cedros del Líbano, se alza un palacio magnífico. La inauguración es solemne. Un ritual sacrifical reúne a todos los dioses. Admirado de la belleza del palacio, Ba’lu exclama: “Mi casa de plata he construido, mi palacio de oro”. Con intención de afirmar su realeza, certificada con la construcción del palacio, Ba’lu emprende una victoriosa campaña militar. Con la emoción del triunfo y al contraluz del anterior diálogo con Kôtaru, proclama Ba’lu: “Voy a hacer que Kôtaru hoy mismo […] abra una ventana en la casa, una claraboya en el palacio, que abra incluso una aspillera en las nubes”. A lo que le responde Kôtaru: “¿No te lo dije, oh Ba’lu, el Victorioso, que ya atenderías, Ba’lu, mi consejo?”. El objetivo de la apertura de la claraboya radica en el deseo de hacer oír a todos, dioses y hombres, la firmeza de su voz, representada por el trueno, metáfora de su autoridad, y la fiereza de su fuerza, simbolizada por el rayo, alegoría de sus armas.
Obediente, Kôtaru construyó la claraboya. Cuando la voz de Ba’lu salió por la claraboya, los montes se asustaron, metáfora de los habitantes de la tierra, y se conmovieron los mares, símbolos de los navegantes; de ese modo, quedó asentado el señorío de Ba’lu sobre sus posibles enemigos. Seguro de su realeza, envía a sus mensajeros, Gapnu y Ugaru, a la profundidad del abismo, para advertir a Môtu contra cualquier disidencia: “Yo soy el único que reinará sobre los dioses […] el que saciará a las multitudes de la tierra”; de ese modo y entronizado en palacio, Ba’lu asume el cetro sobre los dioses, siempre sujeto al dominio supremo de Ilu.
El poema concluye con firma del escriba: “El escriba fue Ilimilku, Inspector de Niqmaddu, Rey de Ugarit”.
2.2.Comentario.
Después de su victoria sobre las pretensiones de Yammu, Ba’alu queda entronizado con la aquiescencia de Ilu como rey de los dioses. El relato sobre la construcción del palacio de Ba’lu aparece como un mito de “afirmación”; certifica que sobre el Sapanu, la montaña sagrada, Ba’lu ejerce la realeza como señor del trueno, el rayo y la lluvia. La claraboya del palacio que aparece como un peligro, se conforma después como el altavoz por el que Ba’lu proclama su realeza en el Mundo. Analicemos tres aspectos del aura del mito en la Escritura.
Primero. El empeño por construir un templo/palacio a la divinidad también palpita en el AT. Entronizado en Jerusalén, David pensó edificar un templo al Señor; pero Dios dijo Dios a David por boca de Natán: “¿Pedí yo acaso a uno solo de los jueces de Israel […] que me edificara una casa de cedro?” (2Sm 7,7). El Señor subordina el templo a la instauración de la dinastía de David; así dice Natán: “El Señor te anuncia que te dará una dinastía […] El (Salomón) edificará una casa en mi honor y yo (Dios) mantendré para siempre su trono real” (2Sm 7,13). Pero la gloria de la dinastía no depende del esplendor del templo, sino de la buena conducta del monarca; así lo sugiere la oración de Salomón en el templo: “Señor […] mantén la promesa que hiciste a mi padre David, tu siervo […] No faltará nunca en mi presencia un descendiente que se siente en el trono de Israel a condición de que tus hijos se comporten rectamente en mi presencia (de Dios)” (1Re 8,25). Desde la perspectiva bíblica, lo esencial no es el culto del templo, sino la pureza ética de los fieles.
Segundo. El Señor no necesita un templo para “afirmar” su realeza, como aconteciera con Ba’lu, pues ha creado el Universo (Gn 1,1-2,4ª) y “tiene su trono sobre la bóveda celeste” (Is 40,22). Cuando Dios crea el mundo, dice al ser humano: “llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28); desde la perspectiva bíblica, Dios encomienda al hombre el cuidado del cosmos. Aguzando la hondura poética, el hombre asume el papel de “la claraboya del palacio” a través de la cual Dios sigue gobernando la historia hacia el horizonte “muy bueno” (Gn 1,31), metáfora del Reino de Dios, inscrito en el corazón de cada persona. La importancia de Israel no estriba en la magnificencia del templo, sino en el empeño de los fieles para dar testimonio de la misericordia de Dios (Is 43,10).
Tercero. Según el NT, el definitivo templo de Dios es Jesucristo (Jn 2,21), la presencia encarnada de Dios entre los hombres (Jn 1,1-18). Por eso los cristianos están llamados a ser “piedras vivas” de la Iglesia (1Re 2,4), la comunidad que conforma el Cuerpo de Cristo (Ef 1,22-23), el sacramento universal de la presencia de Dios en la historia humana.
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