Francesc Ramis Darder
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Observando leyes
complejas, los fariseos imploraban la intervención divina que instaurara el
Reino de Dios; mientras los saduceos, recostados en la opulencia, suspiraban
por la riqueza terrenal. Jesús también anunciaba el advenimiento del Reino
Dios, pero de uno modo distinto. Como expuso en el Sermón de la Montaña , el Reino de Dios
brota cuando la comunidad humana, abierta al amor divino, vive hermanada en la
fraternidad (Mt 5,1-12). El Reino de Dios, plantado en la tierra por quienes
viven según las pautas de Jesús, alcanzará la plenitud al final de los tiempos,
cuando irrumpan “los cielos nuevos y la tierra nueva”, metáfora del triunfo del
proyecto divino en bien de la humanidad entera (Ap 21,1-8). Conviene precisar
que la expresión “Reino de Dios” corre pareja a “Reino de los cielos”, pues son
dos formas de expresar la misma realidad. El Reino de Dios proclamado por Jesús
presenta dos características esenciales.
En primer lugar, el Reino de Dios que
propone Jesús no es algo “que tenga que venir” por la escrupulosidad en la
observancia de ley, ni pueda adquirirse a cambio de riqueza; es algo que se
manifiesta con la misma presencia de Jesús en la sociedad humana. Oigamos la
voz el Evangelio. Cuando Jesús entró el sábado en la sinagoga de Cafarnaún, vio
un hombre con la mano atrofiada, le dijo: “Extiende la mano”, la extendió y
quedó curada (Mc 3,1-6). Cuando Jesús atravesaba con sus discípulos el Mar de
Galilea, las aguas se encresparon; entonces increpó al viento y sobrevino una
gran bonanza (Mc 4,35-41).
Desde la perspectiva catequética, el hombre
de la mano atrofiada simboliza la sociedad
humana paralizada por la idolatría; la palabra de Jesús devuelve la movilidad a
la mano, símbolo de la sociedad que, atenta al evangelio, recupera el gozo de
vivir. Desde el prisma simbólico, el mar encrespado evoca el mundo convulso que
amenaza la existencia humana; pero la presencia de Jesús transforma el mar
agitado en las aguas calmas, metáfora de la humanidad reconciliada en el amor.
Tanto el hombre de la mano curada como el mar tranquilo constituyen la metáfora
del Reino de Dios que adviene con la misma presencia de Jesús.
En segundo término, el Reino de Dios nace cuando
el cristiano pone en práctica la enseñanza evangélica; dice Jesús: “No todo el
que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace
la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21). Como enfatiza el evangelio, quien da de
comer al hambriento, da de beber al sediento, acoge al emigrante, viste al
desnudo, cuida al enfermo, o visita al preso siembra en su entorno la semilla
del Reino de Dios (Mt 25,31-46). El testimonio cristiano conforma la presencia
de Jesús en la sociedad humana; por eso cuando el cristiano ahorma su vida con
las pautas del evangelio engendra, como hacía Jesús, el Reino de Dios.
Cuando Jesús anunciaba el Reino de Dios,
proponía el estilo de vida que llena de sentido la existencia humana; pues la
conversión, la plegaria y la vivencia de las Bienaventuranzas encauzan la vida
por la senda del Reino de Dios.
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