sábado, 2 de abril de 2016

CATEDRAL DE MALLORCA MIQUEL BARCELÓ

                                                        Francesc Ramis Darder
                                                        bibliayoriente.blogspot.com


La capilla del Santísimo ocupa el ábside de la nave de l’Almoina, la vertiente sur de la Catedral; el ábside es de traza gótica y pertenece al núcleo más antiguo de la fábrica catedralicia (siglo XIV). Antaño, el ábside estaba presidido por el retablo neoclásico, dedicado a San Pedro (1839); así que para alzar la nueva capilla hubo que desmontarlo y ubicarlo en otro lugar del templo. La Capilla del Santísimo, obra de Miguel Barceló (2001-2006), situada en el ábside de la nave, presenta tres aspectos íntimamente relacionados entre sí. La pared de cerámica policromada, de unos trescientos metros cuadrados, que cubre casi completamente los muros del ábside; cinco vitrales de doce metros de altura con tonalidades de grisalla; y el mobiliario litúrgico compuesto por altar, ambón, sede, y dos bancos para el coro ferial.

    La capilla recrea la iconografía bíblica del milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,1-15) y el signo de las bodas de Caná (Jn 2,1-12), alusivos a la celebración y el gozo de la Eucaristía. La simbología evangélica envuelve la imagen de Cristo Resucitado, situado sobre el sagrario y detrás del altar, para destacar la presencia viva del Señor en la Eucaristía. La iluminación grisácea de los vitrales acrece la atmósfera marina de la catedral mediterránea y acentúa la función de la capilla, destinada a la celebración de la Eucaristía y a la reserva y adoración del Santísimo Sacramento. Adentrémonos en la capilla para contemplarla desde la perspectiva poética y espiritual.

    El relato de la multiplicación de los panes y los peces comienza exponiendo como Jesús emprendió un viaje para alcanzar el lugar donde acontecería el prodigio: “Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea” (Jn 6,1). La Escritura, fruto de la reflexión de un pueblo nómada habituado al desierto, interpretaba el mar como un lugar inhóspito (Ap 13,1). A menudo, la vida humana transcurre en un ámbito adverso, alegoría del mar. La grisalla de los vitrales, decorados con esbozos de algas, raíces, palmas, olas, bloques de arcilla que suben hacia arriba, junto a las grietas blancas que insinúan la luz del cielo, sugieren la vida del ser humano que parece sucumbir entre las profundidades del mar. El esbozo de las olas, plasmadas en lo alto del panel cerámico, junto a la imagen del fondo marino carente de vida, delineado en la parte inferior izquierda, acrecen la angustia del hombre que bracea entre las olas sin encontrar el puerto seguro que colme su existencia de sentido. Por si fuera poco, abajo en el centro, aparece el bosquejo de un bosque de calaveras que evocan el destino fatal que aguarda al hombre perdido entre la furia del mar bravío.

    Sin embargo, entre el chapoteo incierto entre las aguas y el pánico ante la muerte, el ser humano atisba un faro de esperanza: la luz dorada que refulge de la puerta del sagrario, arca del Señor entre nosotros. La puerta está modelada con improntas de manos humanas. Sin duda, entre la turbulencia de la vida, representada por el mar, el sagrario, presencia de Jesús entre nosotros, es el noray donde las manos humanas, representadas por las improntas, abrazan la existencia para salvarse del peligro y atisbar el sentido de la vida.

    Asentado en el seno de la vida, el creyente puede levantar los ojos para contemplar sobre el sagrario la presencia del Resucitado, blanco y de silueta insinuada, que certifica el triunfo del proyecto de Dios sobre las insidias del mal, representado por la turbulencia de las aguas. El Resucitado lleva en su cuerpo, pintadas en rojo, las llagas de la pasión. Como hemos señalado, la entrega de Jesús en el Calvario, representada por las llagas, lleva a plenitud la profecía de Isaías: “sus cicatrices nos curaron” (Is 53,5); por eso dice Pablo “por la obediencia de uno solo (Jesús), todos serán constituidos justos” (Rm 5,19). El ser humano navega sin rumbo por las aguas agitadas de la historia, pero no es el hombre quien con su esfuerzo se gana el favor divino; es Dios, el amigo del hombre, quien se adelanta a abrazarle para devolverle el sentido de la vida; así lo atestigua Juan: “no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). Así pues, es el Resucitado, presente en el sagrario, quien sale por amor al encuentro del hombre que bracea sin rumbo (ver Dt 7,7-8).

    A la derecha del Resucitado se yergue un gran pez; símbolo en las culturas antiguas de vida y fecundidad, alegoría de la vida nueva con que el Resucitado bendice al cristiano. El pez también es el alimento que comió Jesús en compañía de los discípulos en el cenáculo después de la resurrección (Lc 24,42-43); los comentaristas han palpado en el pasaje una metáfora de la Última Cena, de ahí que el pez evoque la Eucaristía, el alimento del cristiano para surcar el mar de la existencia. La Eucaristía compromete al cristiano en la ruta del evangelio; desde esta óptica, el gran pez, sugiere el cetáceo que engulló a Jonás para conducirlo a Nínive, la ciudad donde el Señor destinó al profeta para predicar la Palabra (Jon 2). La palabra griega “ikhthys”, “pez”, es un ideograma, cuyas cinco letras griegas son las iniciales de otros cinco términos: “Iesous, Khristos, Theou, Uios, Soler” que significan: “Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador”; por eso, en la antigüedad, el dibujo del pez constituía el distintivo externo de los cristianos. En definitiva, la figura del pez certifica que la Eucaristía forja la identidad del cristiano asimilando su vida a la perspectiva del evangelio.

    A la izquierda del Resucitado, destaca la figura de una palmera. La palma, el ramo, la rama verde aparecen como símbolos de victoria, de ascensión, de regeneración y de inmortalidad; desde la perspectiva cristiana, las palmas del Domingo de Ramos prefiguran la resurrección del Señor el Domingo de Pascua. La palmera despunta como metáfora de la resurrección del Señor; resurrección a la que Jesús convoca, mediante la celebración de la Eucaristía, al cristiano que navega entre la adversidad de la vida, representada por el mar. La palmera también es alegoría de la protección que Dios dispensa a sus fieles. Cuando la sagrada familia viajaba a Egipto para huir de las zarpas de Herodes, una palmera combó sus ramas para ofrecer sombra y alimento a María, mientras de sus raíces brotaba el agua para henchir los odres que portaba José (PseudoEvangelio de Mateo 20,2). La palmera, testigo de la resurrección, enfatiza la protección que el Señor brinda a los cristianos.

    No obstante, ¿dónde podemos encontrar al Resucitado que protege nuestra vida? Entre la cerámica del panel, encontramos la respuesta. La teología ha interpretado el relato de la multiplicación de los panes y los peces como una metáfora de la Eucaristía (Jn 6,1-15). Jesús tomó cinco panes y dos peces, “dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado” (Jn 6,11; ver: Lc 24,42-43); aquella multitud hambrienta, tan perdida como el hombre que chapotea en el mar, quedó saciada, alegoría del sentido de la vida que Jesús les ha devuelto. La exhuberancia de animales acuáticos que tapizan el panel constituye la metáfora de la plenitud vital que la celebración eucarística confiere a los cristianos.

    Ahora bien, la Eucaristía, como todo sacramento, es un acto gozoso, celebra la muerte y la resurrección del Señor, fuente de la salvación del mundo. Por eso, el milagro de los panes y los peces aparece vinculado al signo de las Bodas de Caná, acontecimiento festivo (Jn 2,1-12). Cuando en aquella boda faltó el vino, signo de la alegría (Sal 104,15) y eco de la Eucaristía (Mc 10,24-25), Jesús, atento a la súplica de María, su madre, convirtió el agua de las tinajas en vino de gozo (Jn 2,9). Aunando las notas del simbolismo, la Capilla del Santísimo enfatiza que la Eucaristía, presencia del Señor entre nosotros, nutre y forja la identidad cristiana para surcar la existencia hasta el día final en que nos encontremos con Dios en el gozo de su Reino.


A modo de sumario.


Las capillas que coronan las naves de la Catedral de Mallorca constituyen un tríptico eucarístico. El retablo del Corpus Christi, obra de Jaume Blanquer (1641), el Baldaquín, delineado por Antonio Gaudí (1912), y la Capilla del Santísimo, plasmada por Miguel Barceló (2001-2006), certifican que la Eucaristía, ápice de la liturgia, es el alimento y la forja de la vida cristiana. De ese modo, el tríptico eucarístico constituye la mejor invitación, espiritual y catequética, para profundizar en el misterio de la Eucaristía, ámbito donde el Señor se hace pan y vino para convertir al cristiano en testigo fehaciente de la actuación salvadora de Dios en la historia humana.

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