Francesc Ramis Darder
Imaginemos
que nos encontramos en el campo junto a unas gramíneas al borde del
camino. Observamos que las semillas de las plantas han caído y yacen
en tierra. Simplificando las cosas, podríamos decir que a las
semillas les aguardan dos posibilidades contrapuestas. Algunas,
cubiertas de tierra y empapadas de agua, fructificarán y engendrarán
una nueva planta; otras, serán recogidas por las hormigas,
almacenadas en el hormiguero, y devoradas durante el invierno.
Como
sabemos, cuando plantamos una semilla en tierra húmeda, germina
rápidamente. El proceso biológico es muy preciso. Abreviando la
descripción, podríamos decir que la semilla se compone de “germen”
y “gluten”. Conforman el “germen” un conjunto de células
que, en contacto con la tierra mojada y a la temperatura idónea,
desencadenan el nacimiento del nuevo vegetal. El “gluten”, junto
con el agua, proporciona los nutrientes necesarios para que el
“germen” inicie y mantenga el proceso embrionario del desarrollo
vegetal. Mientras el “gluten” se consume, el “germen” se
transforma en el embrión de la nueva planta. Como hemos observado,
las hormigas, durante el verano, llenan el hormiguero con las
semillas que les servirán de alimento a lo largo del invierno. Las
semillas están enterradas en el hormiguero y, debido a las lluvias,
están en contacto con el agua; pero, por mucha tierra que las
sepulte y agua que las empape, las semillas nunca llegan a germinar.
¿Por qué? Cuando las hormigas introducen las semillas en el
hormiguero, destruyen el “germen”; de ese modo, a la semilla,
incapaz de germinar, sólo le aguarda la extinción, pues si no se la
comen las hormigas, acabará descomponiéndose en la tierra, incapaz
de engendrar una nueva planta.
A simple
vista, no podemos distinguir una semilla capaz de engendrar una
planta de otra que, mordida por las hormigas, ha perdido el germen y
es incapaz de alumbrar un nuevo vegetal; ambas parecen iguales, pero
en realidad son muy distintas. Mientras una engendrará la vida, a la
otra le aguarda la extinción. Las semillas que conservan el germen y
que, empapadas en tierra, engendrarán un nuevo vegetal constituyen,
metafóricamente, el “resto” de las semillas; las que se
amontonan en el hormiguero, conforman un “residuo”, han perdido
el germen, la posibilidad de convertirse en una nueva planta.
Agucemos
el sentido de la alegoría, apelando desde la sugerencia de la
metáfora a los conceptos de “novedad” y “credibilidad” que
antes hemos reseñado. Desde la perspectiva simbólica, las semillas
que componen el “resto” están dotadas de “credibilidad” y
“novedad”, pues en sí mismas contienen el “germen
(credibilidad/fuerza)” que engendrará una “nueva” planta,
productora a su vez de nuevas semillas. Las semillas que constituyen
el “residuo” carecen de “credibilidad” y “novedad”, pues,
huérfanas de germen, no pueden engendrar un nuevo vegetal. A través
del “resto” siempre puede amanecer la vida, mientras el “residuo”
está condenado al ocaso definitivo.
En
analogía con el ejemplo de las semillas, la comunidad hebrea que
conforma el Resto de Israel no constituye un “residuo”; no se
constriñe a un grupo israelita que, acosado por la idolatría o la
persecución, aguarda la extinción definitiva. La mención del Resto
de Israel define la identidad de la comunidad hebrea dotada de
“novedad (kaine)” y “credibilidad (exousia)”:
el Resto de Israel conforma la comunidad que, a pesar del acoso de la
idolatría o la barbarie de la persecución, conserva la “novedad”
y la “credibilidad” capaz de ofrecer a la asamblea judía y a las
naciones paganas una “forma de vida” que llene de “sentido”
su singladura por el mar de la historia, sean los tiempos favorables
o adversos. Desde la perspectiva sociológica, quizá fuera difícil
distinguir el Resto de Israel de lo que podemos denominar el Residuo
de Israel, pero, desde el prisma teológico la diferencia es
esencial. El Resto de Israel goza de la “credibilidad” capaz de
engendrar la “novedad” que ofrece una “forma de vida” que
colma de “sentido” la existencia de la comunidad judía e ilumina
el devenir de las naciones. A modo de contrapartida, el supuesto
Residuo de Israel, sería incapaz de auspiciar cualquier “forma de
vida” capaz de conferir “sentido” a la historia judía y al
periplo de los gentiles; el Residuo de Israel iría disolviéndose en
las aguas cenagosas de la idolatría, metáfora de la “carencia de
sentido” que ahoga la existencia humana.
Volvamos
por un instante al ejemplo de las semillas. Desde el ángulo
simbólico, una semilla perteneciente al “resto” goza de
“credibilidad” para engendrar una “nueva” planta. Ahora bien,
la semilla por si misma no engendra el germen que la dota de
“credibilidad” y “novedad”, el gluten no puede producir
ningún tipo de germen, sólo la planta madre conforma el germen y el
gluten de la semilla. Diríamos, valiéndonos una vez más de la
alegoría, que el germen le “han sido dado” a la semilla por la
planta madre que la engendró.
Regresemos
ahora al cauce de la reflexión sobre el Resto de Israel. Como
sucedía analógicamente con la semilla, el Resto de Israel no gesta
por sí mismo la “credibilidad” y la “novedad” que definen su
naturaleza. Desde la perspectiva teológica, la “credibilidad” y
la “novedad” que palpitan en el alma del Resto de Israel han sido
aportadas gratuitamente por Dios y acogidas generosamente por la
comunidad. Veamos algunos ejemplos.
Asentado
el pueblo peregrino en los llanos de Moab, Moisés, en nombre de
Dios, amonesta a la asamblea, dispuesta a penetrar en la tierra
prometida. Dice Dios por boca de Moisés: “No porque seáis el más
numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahvé de vosotros y os
ha elegido […] sino por el amor que os tiene y por guardar el
juramento que hizo a vuestros padres, por eso […] Yahvé […] os
ha librado […] del poder del faraón” (Dt 7,5-6; cf. Jn 15,16;
1Cor 1,26-29). No es el pueblo liberado de Egipto, metáfora del
Resto de Israel, quien se ha ganado con esfuerzo el beneplácito
divino, es el Señor quien se lo ha regalado por amor, gratuitamente;
el pueblo ha acogido la dádiva divina.
Cuando
las huestes de Senaquerib zapan los muros de Sión, el Señor, por
medio de Isaías, devuelve el aliento a la ciudad abatida, parábola
del Resto de Israel, acosado por los asirios. Proclama el Señor
entre los labios del profeta: “Yo protegeré esta ciudad para
salvarla, por quien soy yo y por mi siervo David” (Is 37,35; cf.
2Re 19,32-34). De nuevo apreciamos que no es el esfuerzo ni la
religiosidad de Jerusalén quienes arrancan la misericordia divina a
favor del pueblo angustiado, es el Señor quien, apelando a su
dignidad y a sus antiguas promesas, mantiene erguidos los muros de la
Ciudad Santa.
A pesar
de la elocuencia de los ejemplos anteriores, quizá la expresión más
emblemática de la gratuidad divina figure en Is 43,1-7. El poema
describe el proceso teológico que culmina con la liberación de
Israel de las zarpas de los ídolos. Entre las palabras del último
verso, el poema pone en labios de Dios la identidad del pueblo
redimido: “los que llevan mi nombre, a los que creé (br’)
para mi gloria, a los que yo he hecho y formado” (Is 43,7).
Notémoslo bien, es el Señor quien crea a su pueblo, símbolo del
Resto de Israel, para gloria suya; es el Señor quien por pura
gratuidad establece una relación nueva con su comunidad. El Resto de
Israel constituye la comunidad que vive de la certeza que confiere
creer que Dios ha trenzado una relación especial con ella; sólo
desde la certeza de saberse la comunidad privilegiada de Dios, la
comunidad se convierte en el Resto de Israel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario