EL SEGUNDO ISAIAS. LA ZARZA
CONVERTIDA EN CIPRES (Is 40-55).
Francesc Ramis Darder.
(Sumario).
La palabra profética no es un recuerdo del
pasado, sino la voz de Dios que, cuando halla eco en nuestra vida, nos
transforma de raíz. El Segundo Isaías describe poéticamente cómo la Palabra de
Dios transformó a Israel devastado, y lo convirtió en el pueblo capaz de
proclamar la gloria de Dios ante las naciones. La voz de Dios no sólo habló a
Israel antiguo, sino que se dirige hoy a todos nosotros y nos comunica su fuerza
liberadora.
EL
SEGUNDO ISAIAS: LA PALABRA LIBERADORA (Is 40-55).
Nuestra existencia cae a menudo en el
desaliento. También Israel experimentó ese sentimiento y percibió su vida
sumida en la sequedad. Ante las dificultades, sólo Dios permanece fiel con su
Palabra. La fuerza de la Palabra transformó a Israel yermo en el pueblo que manifiesta la gloria de Dios.
INTRODUCCION.
El inicio del Segundo Isaías describe al
Israel agostado. El pueblo es un desierto (40, 3), hierba seca y flor marchita
(40, 7); mientras Jerusalén ha sufrido la amarga consecuencia de su pecado (40,
3).
Dios no se resigna ante la muerte de su
pueblo, sino que decide regenerarlo: "Consolad, consolad a mi pueblo,
dice vuestro Dios, hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido
su condena y que está perdonada su culpa ... entonces se revelará la gloria del
Señor y la verán todos los hombres" (40, 1-5).
La
transformación que Dios pretende no es superficial, alcanza la entraña de
Israel: "Hablad al corazón de Jerusalén" (40, 2). El
corazón representa el eje de la persona, el lugar donde se asienta la relación
con Dios, y la morada de los sentimientos humanos. Cuando Dios habla al corazón
troca a Israel de raíz, el pueblo de hierba marchita (40, 7) manifestará
la gloria de Dios (40, 5).
El pueblo, quizás, esperara la reforma con
prodigios externos: un templo esplendoroso o un monarca brillante. Dios
sorprendre a Israel y adopta el medio inusitado de la Palabra: "Hablad
al corazón de Jerusalén" (40, 2).
Alguien oye una voz, la voz de Dios, que le
dice "¡Grita!" (40, 6). Quién siente la invitación de Dios a
proclamar la Palabra, se detiene a contemplar la realidad de su pueblo. Al ver
la desolación de Israel, responde a Dios con desazón: "¿Qué voy a
decir? ¡si todo el pueblo es hierba y su ilusión está marchita como la
flor del campo!" (40, 7). A quien Dios ha llamado, le parece imposible
que el pueblo se levante de la postración; desde la perspectiva humana no hay
nada que hacer "Así es, el pueblo es hierba" (40, 7).
Más adelante, quien siente el impulso
divino de proclamar la Palabra, comienza a percibir las personas y las cosas
con los ojos de Dios. Vuelve a observar a su pueblo, y constata que,
humanamente, hay poco que hacer "se agosta la hierba y se marchita la
flor ..." (40, 8). Aun así, su mirada no se detiene en la superficie,
sino que alcanza la profundidad de la vida "... pero la palabra de
nuestro Dios permanece para siempre" (40, 8).
Ese "pero" es
significativo. Indica la lectura creyente de la realidad. Quién capta la
llamada de Dios, observa la desidia de su pueblo; pero junto al desaliento
humano intuye lo esencial: la misma presencia de Dios que con su palabra mudará
a Israel desde el hondón de su vida.
Quien oyó una voz (40, 6) y luego aprendió
a leer la vida con los ojos de Dios (40, 8), deviene profeta (40, 9-11). El
profeta no hace cábalas sobre el futuro, para eso están los nigromantes y
adivinos. Profeta es aquel que, sintiéndose forjado por la Palabra, comunica a
los hombres de su tiempo; con lo que piensa, dice y hace, el designio liberador
de Dios.
El profeta sube a un monte y anuncia a las
ciudades de Judá la Buena Nueva: "Aquí está vuestro Dios ... llega con
poder ... su recompensa le precede ... como un pastor apacienta su rebaño, su
brazo lo reúne, toma en brazos a los corderos y hace recostar a las
madres" (40, 9-11). Sobre un pueblo ajado, el profeta vierte la Palabra.
El Señor no es indiferente al sufrimiento de Israel yermo, es el Dios próximo
que toma en brazos a su pueblo y lo hace revivir.
El Segundo Isaías narra una bella historia.
En el prólogo (40, 1-11), el profeta grita la Palabra de Dios al pueblo endeble
como hierba (40, 1-11). El eco de la voz divina, engendrada en los labios del
profeta, retumba en los oídos de Israel y, a lo largo del libro, lo convierte
en pueblo nuevo (40, 12 - 55, 5). Al final, el epílogo constata que la Palabra
ha renovado a Israel desde los cimientos: "En vez de zarzas crecerá el
ciprés; en vez de ortigas, crecerán mirtos;
serán el renombre del Señor y monumento perpetuo imperecedero" (55,
13): El pueblo quebradizo y fugaz, zarza y ortiga, deviene verde y longevo como
mirto y ciprés.
La mediación divina para cambiar al pueblo
es la Palabra: "Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven
allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar ...
así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará
mi voluntad y cumplirá mi encargo" (55, 10-11). ¿ Qué significa la
Palabra?.
La zona más sagrada del Templo de Jerusalén
se llamaba "Debir", conocido después como "Santo de los
Santos": el sector reservado a Yahvé donde reposó el Arca de la Alianza.
El término "Palabra" se pronuncia en hebreo "Dabar".
Notemos la semejanza entre las voces "Debir" y "Dabar" al
tener idénticas consonantes. El término "Dabar" recoge, como el "Debir",
la profundidad y santidad del pensamiento de Dios. El "Dabar" es la
Palabra que nace de Dios, alcanza el interior de la persona y la renueva. La
Palabra de Dios no es cualquier palabra; es la expresión de la fuerza y la
voluntad divina que, si la libertad humana lo permite, llega a lo más profundo
del corazón y trastoca a la persona de raíz.
La presencia de la Palabra regenera a
Israel en cuatro etapas: 1ª El combate contra la idolatría (40, 12 - 44, 23).
2ª La misión de Ciro y la caída de Babilonia (44, 24 - 48, 22). 3ª El misterio
del sufrimiento (49, 1 - 53, 12). 4ª Jerusalén reconstruida (54, 1 - 55, 5).
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