Francesc Ramis Darder
La religión israelita se caracterizó por el culto carente de imágenes (Éx 20,4; Dt 5,8-10); las representaciones que había en el templo (Éx 36,35-36), y más tarde en la sinagoga tenían un sentido decorativo. Durante los cinco primeros siglos, los cristianos continuaron la costumbre judía; por eso las representaciones de escenas bíblicas, o de la figura de Cristo y los santos que aparecen en las catacumbas tenían un sentido más bien instructivo y decorativo.
Sin embargo, algunos concilios locales y varios Santos padres rechazaron la elaboración de imágenes, aun en sentido decorativo (Epifanio, Carta LI, PL XXII, 526). La razón era obvia. Muchos cristianos eran conversos del paganismo, religión fastuosa en cuanto a las imágenes; por eso, pensaban los padres y los concilios, la presencia de imágenes puede favorecer que los cristianos las adoren, como habían hecho mientras eran paganos, creyendo que la imagen tiene por sí misma una fuerza capaz de auxiliar al adorador. Cuando los restos del paganismo antiguo comenzaron a desaparecer, comenzó a valorarse el aspecto catequético de las imágenes; algunos Santos Padres aconsejaban las representaciones bíblicas y las representaciones de los santos como método catequético privilegiado para los analfabetos (Gregorio Magno, Carta 13, PL LXXVII, 1128).
Los testimonios primigenios sobre el culto a las imágenes del Señor proceden del siglo VII, acontecen en el marco de los debates teológicos de los concilios que se ocuparon de definir teológicamente la humanidad de Cristo. Recogiendo el debate teológico, el Concilio II de Nicea, en el año 787, aprobó el culto a las imágenes (DS 600-603). Ahora bien, como recalcó el Concilió, cuando se venera una imagen no se venera la materialidad de la representación, sino la realidad representada; cuando se veneras un crucfico, no se adora la materialidad de la madera como si tuviera fuerza salvífica, se adora lo que el crucifijo representa, la entrega redentora de Jesús en la cruz.
La Reforma protestante, atenta a la prohibición del AT (Éx 20,4), proscribió la legitimidad del culto a las imágenes. Respondiendo al desafío, la Reforma católica abordo la aparente contradicción que existe entre las disposiciones del AT la costumbre cristiana de venerar las imágenes del Señor, los santos, o las representaciones de escenas propias de la Escritura. Volvió a establecer, recogiendo el criterio del II Concilio de Nicea, que los gestos de veneración no se dirigen a la materialidad de la representación, sino a quienes están representados por las figuras (Concilio de Trento, año 1563, DS 1823). Como sentenció la Reforma católica, el empeño por creer que en las imágenes existe algún poder divino o alguna presencia de la divinidad constituye, como atestigua la Carta de Jeremías, una actitud propia de paganos, ajena a la espiritualidad cristiana. Los paganos orientan el culto hacia la materialidad del ídolo, mientras los cristianos dirigen la plegaria hacia la persona representada con los trazos de la imagen.
La religión israelita se caracterizó por el culto carente de imágenes (Éx 20,4; Dt 5,8-10); las representaciones que había en el templo (Éx 36,35-36), y más tarde en la sinagoga tenían un sentido decorativo. Durante los cinco primeros siglos, los cristianos continuaron la costumbre judía; por eso las representaciones de escenas bíblicas, o de la figura de Cristo y los santos que aparecen en las catacumbas tenían un sentido más bien instructivo y decorativo.
Sin embargo, algunos concilios locales y varios Santos padres rechazaron la elaboración de imágenes, aun en sentido decorativo (Epifanio, Carta LI, PL XXII, 526). La razón era obvia. Muchos cristianos eran conversos del paganismo, religión fastuosa en cuanto a las imágenes; por eso, pensaban los padres y los concilios, la presencia de imágenes puede favorecer que los cristianos las adoren, como habían hecho mientras eran paganos, creyendo que la imagen tiene por sí misma una fuerza capaz de auxiliar al adorador. Cuando los restos del paganismo antiguo comenzaron a desaparecer, comenzó a valorarse el aspecto catequético de las imágenes; algunos Santos Padres aconsejaban las representaciones bíblicas y las representaciones de los santos como método catequético privilegiado para los analfabetos (Gregorio Magno, Carta 13, PL LXXVII, 1128).
Los testimonios primigenios sobre el culto a las imágenes del Señor proceden del siglo VII, acontecen en el marco de los debates teológicos de los concilios que se ocuparon de definir teológicamente la humanidad de Cristo. Recogiendo el debate teológico, el Concilio II de Nicea, en el año 787, aprobó el culto a las imágenes (DS 600-603). Ahora bien, como recalcó el Concilió, cuando se venera una imagen no se venera la materialidad de la representación, sino la realidad representada; cuando se veneras un crucfico, no se adora la materialidad de la madera como si tuviera fuerza salvífica, se adora lo que el crucifijo representa, la entrega redentora de Jesús en la cruz.
La Reforma protestante, atenta a la prohibición del AT (Éx 20,4), proscribió la legitimidad del culto a las imágenes. Respondiendo al desafío, la Reforma católica abordo la aparente contradicción que existe entre las disposiciones del AT la costumbre cristiana de venerar las imágenes del Señor, los santos, o las representaciones de escenas propias de la Escritura. Volvió a establecer, recogiendo el criterio del II Concilio de Nicea, que los gestos de veneración no se dirigen a la materialidad de la representación, sino a quienes están representados por las figuras (Concilio de Trento, año 1563, DS 1823). Como sentenció la Reforma católica, el empeño por creer que en las imágenes existe algún poder divino o alguna presencia de la divinidad constituye, como atestigua la Carta de Jeremías, una actitud propia de paganos, ajena a la espiritualidad cristiana. Los paganos orientan el culto hacia la materialidad del ídolo, mientras los cristianos dirigen la plegaria hacia la persona representada con los trazos de la imagen.
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