Francesc Ramis Darder
El proceso de redacción del libro
de Isaías fue largo y complejo; ahora bien, a nuestro entender vio la luz
definitiva entre las manos de un grupo erudito, a mediados de la primera parte
del período helenístico, en Jerusalén (siglo III a.C.). La profecía hunde sus
raíces en la vida y en la predicación del mismo profeta. El texto isaiano sitúa
cronológica y geográficamente el marco del ministerio de Isaías en Judá y
Jerusalén (Is 1,1; 2,1), durante el reinado de Ozías, Jotán, Ajaz y Ezequías,
reyes de Judá (Is 1,1); en definitiva, la predicación de profeta, aconteció en el Reino del sur durante la
segunda mitad del siglo VIII a.C.
Hacia la mitad del
destierro babilónico (561/0 a.C.), resonó entre los deportados la voz de un
personaje anónimo, el Profeta del Consuelo. El hombre de Dios, buen conocedor
del mensaje de Isaías trasmitido por sus discípulos, proclamó palabras de
esperanza entre los judaítas sometidos a la cierna del exilio. La predicación
del Profeta del Consuelo, amplia y profunda, reposa sobre dos cuestiones
capitales. Por una parte, desde la perspectiva teológica, el profeta supo
discernir en el hondón de los acontecimientos que propiciaron la ascensión de
Ciro y la caída de Babilonia, la actuación liberadora de Dios a favor de su
pueblo; según la opinión del profeta, ambos sucesos no proceden de la
casualidad, nacen del designio de Yahvé, el exclusivo señor de la Historia (Is
41,21-29; 43,11; 48,12-15). Por otra, el heraldo divino (o sus discípulos)
acuñó un vocablo teológico decisivo, la palabra “creación (br’)”. Los
discípulos recogerán la predicación del Maestro y comenzarán a redactar, en
Jerusalén y tras el regreso del exilio, el denominado “Segundo Isaías” (Is
40-55).
La teología de Is 40-55,
eco postrero de la voz del Profeta del Consuelo, entiende el proceso de
la creación (br’) como la relación nueva que Dios establece con su
criatura, gracias a la cual la criatura percibe su identidad de un modo
distinto, pues la contempla desde la relación nueva que el Creador ha
establecido con ella; es decir, el pueblo hebreo, deja de concebir su historia
como si fuera fruto del azar o del capricho de los ídolos, para entenderla
desde la grandeza de Dios, exclusivo señor de la Historia, que elije a su
pueblo durante el oprobio del exilio. Durante los últimos años del destierro se fue conformando,
lentamente, una pequeña comunidad convocada por la palabra del Profeta del
Consuelo. Como relata la Escritura, cuando Ciro el Grande conquistó Babilonia
(539 a.C.), proclamó un decreto por el que los judíos deportados podían volver
a Sión (Esd 1,1-4); aún así, conviene precisar que a tenor de los datos
históricos, el retorno de los judíos sólo tuvo lugar de forma significativa
durante los primeros años del reinado de Darío I (521-486 a.C.). Zorobabel,
pretendiente legítimo del trono de David, y Josué, sumo sacerdote, regresaron a
Jerusalén en compañía de un conjunto significativo de judíos.
A lo largo del período persa (538.522-331 a.C.), los discípulos
del Profeta del Consuelo fueron dando forma literaria a la predicación del
Maestro del exilio; ahora bien, también fueron aplicando el contenido de la
reflexión a la condición social y a la situación teológica por la discurría la
vida de la comunidad creyente reunida al amparo del templo. La reflexión de los
discípulos del Profeta del Consuelo fue conformando, en relación con la
asamblea convocada junto al templo, el entramado del Segundo Isaías (Is 40-55);
cabe pensar que el texto alcanzara su forma, casi definitiva, entre los últimos
lustros del período persa y los primeros del helenístico, entre los muros de
Sión.
Adoptando una
perspectiva pedagógica, podríamos afirmar que durante la segunda mitad del
período persa y la primera del helenístico (398-198 a.C.), la teología isaiana
había adquirido un desarrollo amplio y complejo. La predicación del profeta
Isaías (siglo VIII a.C.) fue desarrollada y aplicada por sus herederos a la
situación social y religiosa de Judá. Más tarde, durante el exilio, el Profeta
del Consuelo, reinterpretó y adaptó el mensaje isainao a las condiciones
adversas del destierro (siglo VI a.C.); una vez en Jerusalén, los discípulos
del Vocero de Dios adaptaron el mensaje de su mentor a las nuevas condiciones
en que se encontraba la comunidad, asentada en Yehud.
La segunda etapa del
período persa y la primera del helenístico contemplaron como la comunidad
asentada en Jerusalén continuaba desarrollando la teología isaiana; a medida
que el helenismo ganaba terreno, la comunidad judía vio como emergía desde su
propio seno otra corriente teológica relevante, la apocalíptica. Sin duda, el
alba de la apocalíptica (250-225 a.C.) empujó quienes estaban imbuidos por la
espiritualidad isaiana, a reflexionar sobre la situación social y teológica de
Yehud (Is 24-27); después, aún afloraron meditaciones y glosas que
enriquecieron al patrimonio del la comunidad leal, asociada al espíritu
isainano.
Podríamos decir que los
herederos de la profecía isaiana, fueron confeccionando un proyecto teológico
que aspiraba a conseguir tres objetivos complementarios. En primer lugar,
deseaban ahondar, desde la óptica teológica, en el corazón de la identidad
judía; en segundo término, aspiraban a confeccionar un proyecto de conversión
con que poder insertar a los judíos, sojuzgados por las zarpas idolátricas, en
el regazo de la comunidad reunida al amparo del templo de Sión; y, en último
término, se planteaban la forma de atraer a las naciones a la adoración de
Yahvé, el único Señor de la historia, en la cima del Monte Santo.
A mediados del siglo III
a.C., durante la primera mitad de la etapa helenística (331-198 a.C.), algún
autor, miembro erudito de quienes estaban adheridos a la espiritualidad
isaiana, emprendió en Jerusalén la tarea de componer de forma definitiva el
libro, magno y denso, de Isaías (Is 1-66). El redactor releyó y retocó en
profundidad la reflexión iniciada por los discípulos del Gran Isaías (siglo
VIII a.C.). Sin duda, también matizó y reinterpretó algunos aspectos teológicos
de la obra entretejida por los discípulos del Profeta del Consuelo; y,
evidentemente, consideró la reflexión, plural y honda, de los herederos del
Maestro que moraban en Sión, durante el ecuador de la primera etapa del período
helenista. Debemos recordar, a pesar de la evidencia, que la redacción del
libro de Isaías tuvo lugar en relación intertextual con los demás libros del
Antiguo Testamento hebreo.
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