viernes, 18 de julio de 2014

¿CÓMO Y POR QUÉ SE ESCRIBIÓ EL LIBRO DE ISAÍAS?

                                                                                      Francesc Ramis Darder


El proceso de redacción del libro de Isaías fue largo y complejo; ahora bien, a nuestro entender vio la luz definitiva entre las manos de un grupo erudito, a mediados de la primera parte del período helenístico, en Jerusalén (siglo III a.C.). La profecía hunde sus raíces en la vida y en la predicación del mismo profeta. El texto isaiano sitúa cronológica y geográficamente el marco del ministerio de Isaías en Judá y Jerusalén (Is 1,1; 2,1), durante el reinado de Ozías, Jotán, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá (Is 1,1); en definitiva, la predicación de profeta, aconteció en el Reino del sur durante la segunda mitad del siglo VIII a.C.

     Las palabras proclamadas por Isaías fueron recogidas, transmitidas y ampliadas por sus discípulos para aplicarlas a las nuevas situaciones con que debían enfrentarse los judaítas tras la muerte del profeta. Los discípulos aplicaron, tal vez crípticamente, las invectivas del Vocero de Dios para denunciar la corrupción política y religiosa que ensombreció Judá durante el reinado de Manasés y Amón (2Re 21) (687-640 a.C.). No cabe duda de que el círculo profético, evocando la memoria de  Isaías, interpretó los avatares de la reforma de Josías (640-609 a.C.); y, con toda certeza, analizó teológicamente los sucesos luctuosos que tiñeron de sangre Judá y Jerusalén durante la agresión babilónica y las deportaciones sucesivas (597.587.582 a.C.).

    Hacia la mitad del destierro babilónico (561/0 a.C.), resonó entre los deportados la voz de un personaje anónimo, el Profeta del Consuelo. El hombre de Dios, buen conocedor del mensaje de Isaías trasmitido por sus discípulos, proclamó palabras de esperanza entre los judaítas sometidos a la cierna del exilio. La predicación del Profeta del Consuelo, amplia y profunda, reposa sobre dos cuestiones capitales. Por una parte, desde la perspectiva teológica, el profeta supo discernir en el hondón de los acontecimientos que propiciaron la ascensión de Ciro y la caída de Babilonia, la actuación liberadora de Dios a favor de su pueblo; según la opinión del profeta, ambos sucesos no proceden de la casualidad, nacen del designio de Yahvé, el exclusivo señor de la Historia (Is 41,21-29; 43,11; 48,12-15). Por otra, el heraldo divino (o sus discípulos) acuñó un vocablo teológico decisivo, la palabra “creación (br’)”. Los discípulos recogerán la predicación del Maestro y comenzarán a redactar, en Jerusalén y tras el regreso del exilio, el denominado “Segundo Isaías” (Is 40-55).

    La teología de Is 40-55, eco postrero de la voz del Profeta del Consuelo, entiende el proceso de la creación (br’) como la relación nueva que Dios establece con su criatura, gracias a la cual la criatura percibe su identidad de un modo distinto, pues la contempla desde la relación nueva que el Creador ha establecido con ella; es decir, el pueblo hebreo, deja de concebir su historia como si fuera fruto del azar o del capricho de los ídolos, para entenderla desde la grandeza de Dios, exclusivo señor de la Historia, que elije a su pueblo durante el oprobio del exilio. Durante los últimos años del destierro se fue conformando, lentamente, una pequeña comunidad convocada por la palabra del Profeta del Consuelo. Como relata la Escritura, cuando Ciro el Grande conquistó Babilonia (539 a.C.), proclamó un decreto por el que los judíos deportados podían volver a Sión (Esd 1,1-4); aún así, conviene precisar que a tenor de los datos históricos, el retorno de los judíos sólo tuvo lugar de forma significativa durante los primeros años del reinado de Darío I (521-486 a.C.). Zorobabel, pretendiente legítimo del trono de David, y Josué, sumo sacerdote, regresaron a Jerusalén en compañía de un conjunto significativo de judíos.

    La entereza de los deportados que volvieron a pisar los umbrales de Jerusalén, ilusionados por la reconstrucción del antiguo reino sobre los parámetros teológicos elaborados en el exilio, se precipitó en el abismo del sinsentido tras la muerte de Zorobabel, el monarca legítimo que debía sentarse en el trono de Sión. La muerte de Zorobabel determinó la desaparición de la dinastía de David. A partir de entonces los persas asumieron plenamente el control de la región, sólo concedieron a los judíos cierta jurisdicción sobre las cuestiones inherentes a la celebración del culto en el recinto del templo y sobre la interpretación de las cuestiones más específicas de la religión judía; Josué y sus sucesores asumieron, bajo la aquiescencia aquemémida, el control de la cuestión religiosa. Los persas convirtieron el territorio del extinto reino de Judá en la provincia de Yehud, integrada en la satrapía de Transeufratina. Sin embargo, la desgracia no consiguió mermar la entereza de quienes habían vuelto del destierro; quienes habían regresado de Babilonia, unidos a quienes habían permanecido en Judá y habían abandonado la senda errada de la idolatría, conformaron una comunidad religiosa reunida al abrigo del templo de Sión.

    A lo largo del período persa (538.522-331 a.C.), los discípulos del Profeta del Consuelo fueron dando forma literaria a la predicación del Maestro del exilio; ahora bien, también fueron aplicando el contenido de la reflexión a la condición social y a la situación teológica por la discurría la vida de la comunidad creyente reunida al amparo del templo. La reflexión de los discípulos del Profeta del Consuelo fue conformando, en relación con la asamblea convocada junto al templo, el entramado del Segundo Isaías (Is 40-55); cabe pensar que el texto alcanzara su forma, casi definitiva, entre los últimos lustros del período persa y los primeros del helenístico, entre los muros de Sión.

    Adoptando una perspectiva pedagógica, podríamos afirmar que durante la segunda mitad del período persa y la primera del helenístico (398-198 a.C.), la teología isaiana había adquirido un desarrollo amplio y complejo. La predicación del profeta Isaías (siglo VIII a.C.) fue desarrollada y aplicada por sus herederos a la situación social y religiosa de Judá. Más tarde, durante el exilio, el Profeta del Consuelo, reinterpretó y adaptó el mensaje isainao a las condiciones adversas del destierro (siglo VI a.C.); una vez en Jerusalén, los discípulos del Vocero de Dios adaptaron el mensaje de su mentor a las nuevas condiciones en que se encontraba la comunidad, asentada en Yehud.

   La segunda etapa del período persa y la primera del helenístico contemplaron como la comunidad asentada en Jerusalén continuaba desarrollando la teología isaiana; a medida que el helenismo ganaba terreno, la comunidad judía vio como emergía desde su propio seno otra corriente teológica relevante, la apocalíptica. Sin duda, el alba de la apocalíptica (250-225 a.C.) empujó quienes estaban imbuidos por la espiritualidad isaiana, a reflexionar sobre la situación social y teológica de Yehud (Is 24-27); después, aún afloraron meditaciones y glosas que enriquecieron al patrimonio del la comunidad leal, asociada al espíritu isainano.

    Podríamos decir que los herederos de la profecía isaiana, fueron confeccionando un proyecto teológico que aspiraba a conseguir tres objetivos complementarios. En primer lugar, deseaban ahondar, desde la óptica teológica, en el corazón de la identidad judía; en segundo término, aspiraban a confeccionar un proyecto de conversión con que poder insertar a los judíos, sojuzgados por las zarpas idolátricas, en el regazo de la comunidad reunida al amparo del templo de Sión; y, en último término, se planteaban la forma de atraer a las naciones a la adoración de Yahvé, el único Señor de la historia, en la cima del Monte Santo.

    A mediados del siglo III a.C., durante la primera mitad de la etapa helenística (331-198 a.C.), algún autor, miembro erudito de quienes estaban adheridos a la espiritualidad isaiana, emprendió en Jerusalén la tarea de componer de forma definitiva el libro, magno y denso, de Isaías (Is 1-66). El redactor releyó y retocó en profundidad la reflexión iniciada por los discípulos del Gran Isaías (siglo VIII a.C.). Sin duda, también matizó y reinterpretó algunos aspectos teológicos de la obra entretejida por los discípulos del Profeta del Consuelo; y, evidentemente, consideró la reflexión, plural y honda, de los herederos del Maestro que moraban en Sión, durante el ecuador de la primera etapa del período helenista. Debemos recordar, a pesar de la evidencia, que la redacción del libro de Isaías tuvo lugar en relación intertextual con los demás libros del Antiguo Testamento hebreo.

    El redactor no se limitó a aunar los textos que había reunido y trabajado; una vez reelaborados en profundidad, les confirió el sentido argumental y les dotó del arte literario que destila la obra isaiana. El libro de Isaías, como hemos insinuado, ofrece un  proyecto de conversión dirigido al pueblo idólatra para que encauce su vida por la acequia de la alianza, es decir, para que pueda insertarse en la asamblea constituida por la comunidad fiel al Señor, reunida al cobijo del templo, a la vez que invita a las naciones, admiradas por la fidelidad religiosa de la comunidad remida, a dirigirse a Jerusalén para adorar a Yahvé, el único señor de la Historia, sobre la cima del Monte Santo.
 
    El planteamiento global del libro de Isaías presenta un proceso teológico profundo: muestra cómo el pueblo hebreo, caracterizado al principio por un culto que Dios no soporta (Is 1,10-20), llega a convertirse, con el auxilio divino (Is 43,1-7), en el pueblo transformado que revela ante las naciones paganas la gloria de Dios (Is 66,7-14) para atraerlas a la cumbre del Monte Santo, metáfora del santuario de Sión, para postrarse ante Yahvé, el único dueño de la Historia (Is 66,18-23). A través de la profecía isaiana, la comunidad fiel al Señor, invita a todos los israelitas a introducirse en la senda de la conversión; les incita a insertarse de nuevo en la alianza eterna que el Señor trabó con su pueblo para que pudiera gozar de la bendición divina y fuera capaz de reunir a todas las naciones en Sión para la alabanza de Yahvé.

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