Francesc Ramis Darder
La textura del libro insinúa la
naturaleza de un relato de cariz histórico, pero al ahondar en la cuestión
apreciamos numerosas incoherencias. A pesar del empeño de la arqueología, sigue
sin conocerse la localización de Betulia (Jdt 8,3-8). La historia no conoce
ningún personaje llamado Arfaxad que reinara en Ecbátana (Jdt 1,1), tampoco
ningún Holofernes, general de Nabucodonosor (Jdt 2,4). Aunque el texto afirme
que Nabucodonosor reinó sobre los asirios desde la ciudad de Nínive (Jdt 1,1),
tanto los estudios históricos como la Escritura certifican que gobernó sobre
los babilonios desde la capital de su imperio, Babilonia (605-562 aC.) (cf, 2Re
24,1). Si siguiéramos ahondando, apreciaríamos otras dificultades: la incerteza
sobre la existencia de Betomestáin (Jdt 4,6), o la desmesurada rapidez con que
se desplaza el ejército asirio hacia el país de los judíos (Jdt 8,5).
A tenor de las apreciaciones anteriores, el horizonte del relato
no pivota sobre la solvencia de acontecimientos históricos o lugares
geográficos; sin duda, los judíos que leían el libro ya conocían la inexactitud
de algunas informaciones. Entonces, si el relato carece de fuste histórico, ¿a
qué género literario pertenece?
El libro constituye un relato metafórico de cariz edificante
que, entretejido con alusiones históricas y menciones geográficas, acrece la
piedad, la identidad y la fe del pueblo judío. Por una parte, ensalza la entereza
con que Dios concede la victoria a su pueblo ante el envite enemigo. Por otra y
a modo de correlato, subraya que los paganos, representados por Ajior, atentos
a las proezas de Dios a favor de su pueblo, pueden encontrar el sentido de su
vida adhiriéndose al Dios de Israel. Aún así, conviene precisar otros tres
aspectos teológicos del relato.
Primero: ¿Por qué el libro presenta errores históricos y
geográficos? A nuestro entender, el autor insertó los errores de forma
deliberada. El motivo político estriba en la necesidad del camuflar el
contenido del relato. Si en vez de mencionar a Holofernes aludiera a Antíoco IV
suscitaría la fiereza seléucida contra el autor y los lectores, si es que el
imperio recuperaba el control sobre Palestina.
No obstante, los errores deliberados apelan también a motivos
teológicos. La lectura espiritual del libro insta a la comunidad a protegerse
de la opresión idolátrica, entre otros temas. Como hemos señalado, bajo la
mención de Nabucodonosor y Holofernes palpita la saña idolátrica de los paganos.
Ahora bien, existen pasajes idolátricos caracterizados por el estilo confuso
con que el autor los redactó (cf. Is 40,19-20; 44,9-20); así el autor de los
textos señala, incluso literariamente, la confusión que la idolatría provoca en
quienes adoran fetiches.
Si analizamos el relato, observaremos que la primera parte (Jdt
1-7), dedicada a los preparativos asirios, presenta gran confusión histórica y
geográfica, eco de la idolatría propia de la potencia despótica. Aunque la
segunda parte presente menos confusiones (Jdt 8-16), también las evidencia, de
ahí la imposibilidad de localizar Betulia. Los habitantes de Betulia tiemblan
de miedo ante el invasor (cf. Jdt 8,9-19); y como señala la Escritura, el miedo
constituye la expresión psicológica de la desconfianza en Dios, es decir, la
expresión de la idolatría (cf. Is 7.1-9). Así la confusión deliberada del
relato sugiere, por un lado, la entidad idolátrica del envite asirio; y, por
otro, enfatiza el miedo de los moradores de Betulia, eco de la desconfianza en
Dios que embarga su alma ante el ataque asirio.
Segundo: Cuando el texto confronta la magnitud del ejército
asirio con la reducida fuerza judía, sorprende al lector. El coraje de una sola
persona, Judit, provoca la derrota de un ejército de ciento veinte mil infantes
y una gran cantidad de caballos con doce mil jinetes (Jdt 2,4). La
desproporción evoca la naturaleza de los relatos apocalípticos que tapizan la
Escritura (cf. Ez 38-39). Entre otros temas, la apocalíptica subraya como Dios
otorgará la victoria a Israel sobre todos sus enemigos, al final de los
tiempos. Así pues, cuando el libro de Judit recalca la victoria judía sobre el
vasto ejército asirio, también enfatiza la solvencia de Dios que otorgará a su
pueblo la victoria definitiva sobre las potencias del mal, al final de los
tiempos. De ese modo, el relato insufla esperanza en la asamblea judía; pues, a
pesar de cualquier oprobio, Dios coronará a su pueblo con la corona de la
gloria, al final de la Historia.
Tercero. Aunque viuda, Judit no es en absoluto modelo de
debilidad. Su larga genealogía indica su raigambre social en Betulia (Jdt
8,1-3), su piedad refleja la entereza de la fe (Jdt 8,4-6), su riqueza encomia
su solvencia social (Jdt 8,7b-8), su belleza desvela su atractivo (Jdt 8,7ª).
La astucia de Judit con Holofernes evoca, sin duda, la pericia de David contra
Goliat, la entereza de Yael contra Sísara o el coraje de Débora contra las
tropas de Yabín (cf. 1Sm 17,1-54; Jc 4,1-22).
Sin embargo, fijémonos en un detalle: una sola persona, Judit,
fiel al Señor, alienta la destrucción de los enemigos y encauza a la comunidad
por la senda dispuesta por Dios (Jdt 15,8-16,20). El suceso recuerda un verso
relevante de la tradición judía: “el Señor ha tomado la decisión de salvar a su
pueblo; pero para eso no necesita un grupo numeroso, sino aquellas personas que
busquen la santidad (AntBi 27,14). La figura de Judit forja la imagen del judío
fiel que busca la santidad, el halito de Dios que conduce la historia hacia el
horizonte de los cielos nuevos y la tierra nueva inscritos por Dios en el
corazón de cada persona (Is 66,22; Jr 31,31-34; Ap 21,1-8).
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