miércoles, 27 de junio de 2012

PABLO DE TARSO: LA IGLESIA DE ANTIOQUÍA DE SIRIA

                                                                                                                   Francesc Ramis Darder

    Cuando Esteban murió martirizado, algunos cristianos de Jerusalén huyeron. Llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía de de Siria; por todas las ciudades donde pasaban predicaban el Evangelio a los judío, pues aún no se atrvevían a proclamar la Buena Nueva a los paganos. Sin embargo, cuando algunos cristianos de origen chipriota y cirenense llegaron a Antioquía de Siria, también predicaron la Buena Noticia a los paganos. La Buena Nueva de Jesús caló en el corazón de los paganos antioquenos, pues muchos de ellos se incorporaron a la Iglesia (Hch 11,19-21).

    La noticia llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén, entonces enviaron a Bernabé a Antioquía para inspeccionar la situación de la floreciente Iglesia. Cuando Bernabé pisó Antioquía y vio lo que había realizado la gracia de Dios, se alegró y se puso a exhortar a todos para que se mantuvieran fieles al Señor (Hch 11,22-24).

    Movido por el celo apostólico, Bernabé fue a Tarso en busca de Saulo para que le ayudara en la consolidación de la Iglesia de Antioquía. Tres años después de su conversión, Saulo había visitado Jerusalén, pero tuvo que abandonar la ciudad para regresar a Tarso, pues los judíos habían tramado poner fin a su vida (Hch 9,29-30).

    Bernabé se llevó a Saulo a Antioquía. Ambos apóstoles se dedicaron a la evangelización y a la instrucción de los cristianos. En Antioquía de Siria fue donde se empezó a conocer a los discípulos como “Cristianos” (Hch 11,26).

domingo, 24 de junio de 2012

EL MENSAJE DE DANIEL: DIOS NO AUGURA EL ÉXITO, PROMETE LA VICTORIA

                                                                                                Francesc Ramis Darder             
                                                                                                bibliayoriente.blogspot.com

    La bondad divina no se conforma con exigir la justicia y regalarnos un corazón capaz de sentir ternura con el prójimo. El Señor ofrece mucho más, desea que seamos amigos suyos; y, por eso, nos regala su reino. El libro de Daniel describe la intención por la que Dios modela nuestra vida con amor apasionado. El Señor forja nuestra vida para que estemos siempre con Él, para que vivamos en su reino (cf. Mc 3,13-15).

     Alejandro Magno, rey de Macedonia (Grecia), inició la conquista de Oriente (334 aC). Cuando llegó a Jerusalén recibió el acatamiento del sumo sacerdote y de toda la población; de ese modo, Judea pasó a depender de los monarcas griegos.

     Pero Alejando murió siendo joven (323 aC). Tras su muerte, el imperio atravesó un período turbulento en el que sus generales, los diadocos, se repartieron su vasto territorio. El general Ptolomeo, con el título de rey, ocupó Judea (320 aC). Pero más tarde (198 aC) se la arrebató el descendiente de otro general de Alejando, Seleuco. De esa manera, Judea pasó a formar parte del imperio Seleúcida; la denominación “seleúcida” procede del nombre de su primer rey, Seleuco.

    Un sucesor de Seleuco, Antíoco IV Epífanes (173-164 aC) oprimió al pueblo judío e intentó eliminar su cultura y su religión.  Entre el pueblo judío nacieron dos maneras de comprender la existencia. Una parte del pueblo abandonó la fe para adherirse a la cultura griega dominante; tal vez buscaran el éxito social, pero ese éxito fue fugaz ya que terminó con la derrota de Antíoco. Otra porción de la nación conservó su fe a pesar de la dureza de la prueba. Esta comunidad no triunfó en la época de Antíoco, tuvo que vivir oculta y ridiculizada por sus hermanos de raza que les reprochaban unas creencias religiosas, en su opinión, pasadas de moda. Pero aquella comunidad confió en el Señor, y con esa esperanza se mantuvo fiel en sus convicciones.

    La comunidad fiel no alcanzó el éxito, consiguió algo mucho más importante: la victoria. Una victoria que consistía en poseer para siempre el Reino de Dios, y gozar de la bondad del Señor (cf. Dan 7,14).

    Goethe escribió una obra teatral crucial en la cultura de Occidente: Fausto. El argumento es complejo, pero su núcleo estriba en que el protagonista vende su alma al diablo para conseguir un triunfo mundano. ¿Qué significa vender el alma al diablo? En el seno de nuestra sociedad, vender el alma estriba en malgastar la vida para conseguir un éxito efímero cuando estamos llamados por Dios a  la victoria final.

     La sociedad no persigue a los cristianos militarmente como hiciera Antíoco con el pueblo judío. La persecución se llama hoy indiferencia o menosprecio. La sociedad de consumo exige que le entreguemos el alma, y sin darnos cuenta, caemos en la trampa. Nos creamos falsas necesidades y carecemos de tiempo para lo más esencial: el encuentro con personal con Dios y la ternura con los hermanos.

    La presencia transformadora de los cristianos exige, en muchos aspectos, un estilo de vida semejante a la comunidad judía de la época de Daniel. Una comunidad capaz de plantar la semilla del evangelio en el corazón de nuestra época; no sólo con palabras sino con la vivencia de la humildad, la militancia cristiana, el ejemplo de la vida compartida, el espíritu de gratuidad y desprendimiento, y, sobre todo, la certeza de que nuestra vida reposa en las buenas manos de Dios.

    Jesús de Nazaret se reconoció como el hijo del hombre ante el sanedrín cuando utilizó, casi exactamente, las mismas palabras que aparecen en la visión de Daniel (cf. Dn 7-8). Le preguntó el sumo sacerdote “¿Eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?; y Jesús le contestó “Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo” (Mc 14,61-62). Jesús no cambió la fama que le proporcionaban sus discursos y milagros (Mc 2,35-38) por la victoria definitiva de la resurrección (Mc 16,6).

    No olvidemos, sin embargo, que la resurrección de Jesús pasó por el trago amargo de la cruz; y la gloria de la comunidad judía soportó previamente el dolor de la persecución. El libro de Daniel enseña que la renuncia al éxito fugaz y el rechazo de la superficialidad banal tienen, a menudo, el coste amargo del sufrimiento, pero concluyen siempre con el triunfo de la bondad de Dios reflejada en quienes optan por la vida comprometida en la trasformación cristiana de la historia. 

miércoles, 20 de junio de 2012

PEDRO Y PABLO: DOS VIDAS ENTRETEJIDAS POR LAS MANOS DE DIOS

                                                                                                                  Francesc Ramis Darder

   La vida de Pablo es la experiencia de una vida modelada en el torno del Señor. Nació en Tarso de Cilicia; como judío de la diáspora, pertenecía a la tribu de Benjamín. Poseía la ciudadanía romana, indicativo de pertenencia a una familia distinguida. Al nacer recibió, junto al nombre judío de Saulo, el nombre romano de Pablo. La vida en Tarso le familiarizó con la cultura griega y romana. Aprendió el oficio de fabricante de tiendas. Toda la vida padeció una enfermedad crónica. Educado en la más estricta religiosidad, fue un ferviente defensor del judaísmo en su vertiente farisea. La vida de Pablo está marcada por los dos grandes momentos en que se encontró con Jesús: el camino hacia Damasco y la predicación en Atenas.

    Saulo viajó a Damasco para apresar a cuantos cristianos encontrara. Camino de Damasco una luz del cielo le envolvió y cayó a tierra. La voz le dijo: “Saulo, Saulo, por qué me persigues” (Hhc 9,4).

     Pablo perseguía los cristianos pero la voz afirmó: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5). El texto identifica a Jesús con la comunidad perseguida. Estas palabras marcan definitivamente la vida de apóstol. Descubrirá que la Iglesia oprimida por la fidelidad al Señor no es un movimiento entre tantos, es el ámbito donde palpita, privilegiadamente, la presencia de Cristo resucitado.

     Sin embargo, a Pablo aún le queda por aprender que el testigo fiel del Evangelio sufre la persecución y el oprobio. La predicación en Atenas le enseñará la lección y será el segundo momento en que Dios forje la existencia del apóstol.

      En Atenas, Pablo traba conversación con los filósofos epicúreos y estoicos. Mientras Pablo expone datos asépticos los eruditos escuchan complacidos, pero cuando anuncia que Jesús vive y actúa en la Historia los intelectuales comienzan a burlarse de él. La discusión de Atenas muestra a Pablo que el evangelio no es una teoría brillante, sino un estilo de vida que pasa por la cruz. A partir de entonces Pablo dejará de predicar un Jesús cómodo y proclamará con firmeza: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos, más para los que han sido llamados, sean judíos o griegos, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Cor 1,23-24). Pablo percibe que el testimonio cristiano pasa por la contradicción y el conflicto con quienes detentan el poder, siembran la injusticia, y manipulan la Palabra de Dios.

        Jesús y Simón se conocían. Jesús había estado en su casa para curar a su suegra. Simón debía admirar los prodigios de Jesús y la ternura de sus palabras. Jesús y Simón se conocían pero no contemplaban la realidad de la misma manera. Para Jesús, Simón puede convertirse en un discípulo: “pescador de hombres” en favor del Reino de Dios (Lc 5, 11). Desde la perspectiva de Simón, Jesús es un Maestro al que admira pero con quien no desea comprometer la vida (Lc 5, 5).

     Jesús toma la iniciativa y llama a Simón y le dice: “Remad mar adentro y echad vuestras redes para pescar” (Lc 5, 4). Simón no capta el trasfondo de la llamada. Para él, Jesús es uno de tantos Maestros que pululan por Palestina. Pedro constata la inutilidad de volver a pescar: “Maestro, hemos estado toda la noche faenando sin pescar nada” (Lc 5, 5). Pedro había comprobado cómo Jesús curaba a su suegra y había sido testigo de otros prodigios en Galilea; por eso, a pesar de que no tiene sentido volver a pescar, confía en Jesús y dice: “puesto que tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5, 5).

    Simón deposita la confianza en Jesús y cala de nuevo las redes. El resultado es sorprendente: “capturaron una gran cantidad de peces […] con la abundante pesca, llenaron dos barcas” (Lc 5, 6-7). Pedro no se extasía ante la cantidad de peces, sino que a través de la cuantiosa pesca descubre la intimidad de Jesús: “Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5, 8).

     La traducción griega del AT se refiere a Dios con el término “Señor”, y el NT contempla a Jesús como “el Señor” (Hch 11,20). Cuando percibimos a través de la humanidad de Jesús la intimidad de Dios palpamos el hondón de Cristo (Hch 7,59) y comenzamos que Él es el único que llena de sentido la existencia humana (Hch 15,11).

     A continuación, Jesús dijo a Simón: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 10). Entonces, Pedro y sus compañeros, Jaime y Juan, hijos de Zebedeo, dejaron las barcas en tierra y siguieron a Jesús. Pedro ha aprendido a contemplar la realidad con los ojos de Dios; se hace pobre, lo deja todo, y compromete la vida en la vivencia del Evangelio.

domingo, 17 de junio de 2012

¿QUÉ SIGNIFICA EL SACRIFICIO DE ISAAC? EL SACRIFICIO DE ISAAC

                                                                                                       Francesc Ramis Darder

El relato del sacrificio de Isaac ha sido sometido, como pocos, a la disección literaria y a la interpretación exegética (Gn 22,1-14.19). La mayoría de apreciaciones abarcan sin agotarlo algún aspecto del sentido último del pasaje. Pongamos tres ejemplos, entre otros muchos, de las explicaciones más conocidas. Muchos autores sitúan el quicio de la narración en la obediencia absoluta de Abrahán a la exigencia del Señor, pues el patriarca no desdeña el sacrificio de su único hijo para obedecer la orden de Dios. De ese modo y al decir de muchos comentaristas, cuando los israelitas escuchaban el relato comprendían que su vida dependía de la misericordia de Dios, y de ahí intuían la necesidad de guardar los mandamientos para complacer al Señor, como lo hiciera Abrahán. Aunque la exigencia de Dios fuera incomprensible para el intelecto humano, el hombre debía obedecer el mandato divino, pues Dios, señor de la Historia, tenía planes que permanecían ocultos a la perspicacia del ser humano.
     Otros exegetas descubren en la crónica la expresión literaria del repudio de los sacrificios humanos en el culto israelita; la posición difícilmente se sostiene, pues el ofrecimiento de víctimas humanas nunca formó parte de ningún ritual israelita. Algunos comentaristas detectan en el fondo de la narración el eco del antiguo relato etiológico de la fundación de un santuario donde se ofrecerían sacrificios animales; la costumbre del santuario israelita diferiría del ritual de los templos cananeos en los que se inmolaban víctimas humanas, desde esa perspectiva la función del relato estribaría en deslindar la naturalaza del culto hebreo de la praxis cananea, enmarcada en el ámbito idolátrico.
    Aunque la historia de la redacción de Gn 22,1-14.19 es larga y compleja, es posible extraer el hilo conductor del relato. Dios exige a Abrahán que tome a su hijo Isaac. Le ordena que lo lleve a la región de Moria y que allí lo ofrezca en holocausto sobre el monte que el mismo Señor le indicará. Abrahán, tras preparar la leña del holocausto, partió con Isaac hacia el lugar señalado. Abrahán dispuso el sacrificio de su hijo, pero, cuando estaba a punto de matarlo, el ángel del Señor impidió el degüello. Después, Abrahán tomó un carnero y lo ofreció en lugar de su hijo. El patriarca, finalmente, puso el lugar del sacrificio bajo advocación divina: “el monte del Señor provee” (Gn 22,14).
    El relato contiene todos los elementos propios del ritual de los holocaustos: leña, fuego, cuchillo, altar, víctima (Isaac, carnero), oferente (Abrahán) y referencia a Dios (subiremos para adorar al Señor); conviene recalcar que la disposición del sacrificio es la misma para Isaac que para el carnero. La técnica sacrifical es idónea para el holocausto. Abrahán toma los enseres y sube con la víctima (Isaac) al lugar del sacrificio. Abrahán erige el altar, prepara la leña y después ata a su hijo poniéndolo sobre el ara, encima de la leña. En ese punto irrumpe en el relato la intervención imprevista de Dios. El Señor, por medio de su ángel, veta el sacrificio y reconoce la obediencia del patriarca a la orden divina. Abrahán sin alterar los preparativos del sacrificio toma un carnero y lo ofrece en el altar; y, como sucedía en la fundación de un templo, pone el lugar sagrado bajo la advocación divina.
   La hondura teológica del relato demanda la precisión de algunos términos. El Monte Moria fue localizado por el Cronista en el Monte del Templo (2Cr 3,1), recogiendo, en torno al siglo IVa.C., una tradición anterior; de ese modo, lo que el Génesis denomina región de Moria (Gn 22,2) se convierte para el autor cronista en el Monte Moria y se identifica con el Monte del Templo de Jerusalén. La indicación espacial: “hacia el lugar (mqwm) que Dios le había indicado” (Gn 22,3), referida al “lugar” donde ha de ser sacrificado Isaac, alude al emplazamiento del templo, el “lugar” que el Señor ha elegido para los sacrificios que su pueblo debe ofrecerle (Dt 12,13.14.18; 16,2; Neh 1,9).
    Volvamos ahora por un instante la mirada hacia el relato concerniente a la vocación de Abrahán (Gn 12,1-3). La narración subraya la promesa que el Señor hizo solemnemente a Abrán: “Haré de ti un gran pueblo […] por ti serán benditas las naciones de la tierra” (Gn 12,1-3). El libro del Génesis subraya que Isaac es el único depositario del juramento divino, pues dijo el Señor al patriarca: “la descendencia que llevará tu nombre será la de Isaac” (Gn 15,4; 21,12). Podemos decir, en ese sentido, que la figura de Isaac representa la identidad del pueblo, pues del tronco de Isaac nace Jacob de quien surgen las tribus de Israel, símbolo de la globalidad del pueblo; por esa razón, la imperiosa muerte de Isaac sobre el altar del sacrificio simboliza la inminente desaparición de la comunidad hebrea.
    El carnero es un animal utilizado en el culto sacrificial (cf. Lv 8,22; Nm 7,15; Ez 46,4), pero también constituye, entre otros indicios, una metáfora del rey y los príncipes. Así lo expone la profecía de Ezequiel en varios pasajes: el relato concerniente a la derrota de Gog, identifica a los guerreros valientes y a los príncipes con los carneros (Ez 39,18); en el seno de alegoría del cedro (Ez 31), la mención del carnero alude a Nabucodonosor a quien llama: “carnero de las naciones” (Ez 31,11); en el ámbito de la alegoría sobre el faraón, la alusión al carnero remite a los héroes valientes (Ez 32,21); en el cañamazo de la alegoría del águila, la presencia del carnero remite a los grandes del país, refiriéndose al rey y a los príncipes, la corte de Jeconías que marchó al exilio (Ez 17,12-18). La visión de Daniel concerniente al carnero y al macho cabrío (Dn 8) asocia el carnero con los reyes de Macedonia y Persia (Dn 8,6-7; 8,20). El Canto triunfal de Moisés equipara a los príncipes de Edom y los fuertes de Moab con carneros desfallecidos (Ex 15,15). Finalmente, aunque exista un problema de crítica textual, el contenido de 2Re 24,15 menciona a los carneros para mentar a los nobles del país que acompañaron a la familia real al exilio babilónico.
    El análisis terminológico ha sugerido la simbología del relato. Zorobael y su corte acompañado de Josué y la estirpe sacerdotal cruzan los umbrales de Sión. Entonces el rey, Zorobael, desaparece de la escena política para dar paso a la prestancia sacerdotal de Josué. Cómo decíamos antes, el ocaso de la corona y el alba del altar se debió a razones políticas, pero provocó una densa pregunta teológica: ¿Por qué el Señor ha quebrado la promesa que hizo a David y la ha traspasado, en cierto modo, al sacerdote? La tiniebla del quebranto suscita las cuestiones más profundas, como si las preguntas no fueran otra cosa que la mejor forma de oración que nos ha sido concedida. Quienes vivían en Judá no podían responder a la pregunta, sólo podían escarbar en el sentido religioso de los hechos; y precisamente de ahí, del anhelo de encontrar el sentido del suceso, compusieron, recogiendo tradiciones antiguas, el relato del sacrificio de Isaac.
    Abrahán, en el relato sacrificial, desempeña el papel del sacerdote, evoca, en ese sentido, la identidad de Josué. Isaac constituye la metáfora del pueblo. El carnero es la viva imagen del rey, Zorobabel. El monte, el lugar donde Abrahán sacrifica, alude al monte del Templo de Jerusalén, la región de Moria. El altar es el símbolo del ara del Santuario de Sión. Debemos recalcar que el protagonista decisivo es el Señor, él es quien exige a Abrahán la ofrenda y quien detiene, por medio del ángel, la mano del patriarca. El quicio simbólico del relato estriba en que Abrahán, metáfora del sacerdote Josué, por indicación de Dios, salva la integridad del pueblo, representado por Isaac, propiciando la desaparición del rey, Zorobabel, oculto tras la simbología del carnero. De ese modo, Abrahán, metáfora del sacerdocio de Josué, sacrifica el carnero, símbolo de la autoridad dinástica de Zorobabel, para que pueda sobrevivir el pueblo, representado tras el rostro de Isaac; todo eso sucede durante los primeros avatares que trenzaron la simbiosis entre quienes volvieron del exilio y quienes habían permanecido en Judá.
    A tenor del planteamiento de la reflexión teológica, quienes alcanzaron volvieron del exilio percibieron, desde la óptica teológica, que tras la muerte de Zorobabel y la ascensión de Josué latía la intervención de Dios en la historia para salvar a su pueblo de la extinción que quizá le aguardaba en el territorio de Yehud. Con toda certeza, la llegada de los exiliados encendió el conflicto entre las ruinas de Jerusalén. La enconada contienda enfrentó, sin duda, a quienes habían permanecido en Judá con quienes habían vuelto del exilio. La acritud de las disputas alentaba la intervención de los persas para acallar la revuelta. La subsistencia del pueblo estaba en peligro. Entonces quienes habían vuelto del exilio percibieron que la desaparición de la monarquía a favor del sacerdocio era la única forma de salvaguardar la subsistencia del pueblo en la tierra judaíta, pues sólo de ese modo las autoridades persas dejarían de temer cualquier explosión nacionalista que pudiera ensombrecer su poderío.
     El relato del sacrificio de Isaac narra, desde la perspectiva metafórica, la experiencia creyente que acabamos de explicar. Quienes habían vuelto del exilio entendieron, desde la perspectiva teológica, que tras los avatares políticos de la desaparición de Zorobabel y de la ascensión de Josué palpitaba la intervención de Dios en la historia: el Señor había propiciado la desaparición de la corona a favor de la pujanza del ephot cómo forma de perpetuar la identidad del pueblo hebreo en la tierra recién recobrada tras las penurias del exilio.

miércoles, 13 de junio de 2012

LA INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA EN LA IGLESIA

                                                                                    Francesc Ramis Darder

Vamos a referirnos hoy al documento sobre “La interpretación de la Biblia en la Iglesia” (1993) de la Pontificia Comisión Bíblica.

 Tal como recalca la constitución dogmática Dei Verbum, el estudio de la Sagrada Escritura es el alma de todo el quehacer de la teología (DV 24). Recogiendo el anhelo de la Iglesia, la Pontificia Comisión Bíblica publicó un documento muy significativo con respecto a la naturaleza y hondura de los estudios bíblicos: “La interpretación de la Biblia en la Iglesia” (1993).

 El mencionado documento empieza aludiendo a los grandes hitos con que el Magisterio ha contemplado los estudios bíblicos a lo largo de los últimos tiempos: Providentissimus Deus (León XIII, 1893), Divino Afflante Spiritu (Pío XII, 1943), Santa Mater Eclessia (1964), pero sobre todo hace referencia a la Constitución Dogmática Dei Verbum, emanada de los trabajos del Concilio Vaticano II (18 noviembre 1965). El objetivo del documento consiste en ponderar seriamente los diferentes aspectos de la situación actual en referencia a la interpretación bíblica; desea prestar atención a las críticas y aspiraciones que laten en el corazón de los investigadores; pretende valorar las posibilidades ofrecidas por los nuevos métodos de investigación. En definitiva, desea precisar las orientaciones que mejor respondan a la misión de la exégesis en el ámbito de la Iglesia Católica.

 El documento alcanza el objetivo mencionado desarrollando cuatro aspectos básicos. Empieza describiendo los diferentes métodos y acercamientos que los investigadores actuales adoptan para adentrarse por los caminos de la Escritura, al mismo tiempo que hace una valoración de las ventajas y limitaciones que presentan. Seguidamente profundiza en algunas cuestiones hermenéuticas propias de la interpretación de los textos bíblicos. Después se para en la reflexión sobre las dimensiones características de la interpretación católica de la Biblia, y sobre su relación con otras disciplinas teológicas.Finalmente considera, de la manera más cuidadosa, los aspectos más significativos por los que se debe distinguir la interpretación de la Biblia en la vida de la Iglesia.

 El horizonte de comprensión que alcanza el documento es amplio y profundo; por parte nuestra solo querríamos destacar dos aspectos complementarios que hacen referencia a la situación actual y al desarrollo en que se hallan los estudios bíblicos.

 En primer lugar, deja patente que el uso del método histórico-crítico es indispensable para el estudio científico del sentido de los textos antiguos, estudio que se concreta, como señala el documento, en las investigaciones bíblicas. El documento enfatiza que la Sagrada Escritura, “la Palabra de Dios escrita en lenguaje humano”, ha sido redactada por autores humanos en todas sus partes y en todas sus fuentes, por eso concluye expresando de forma apodíctica que la justa comprensión de la Escritura no solo admite como legítimo el uso del método histórico-crítico, sino que la utilización del mencionado método pasa a ser indispensable para el estudio científico de la Escritura.

 En segundo término, el texto de la Pontificia Comisión Bíblica desautoriza de forma contundente la lectura fundamentalista de la Biblia. La lectura fundamentalista se basa en el principio de que la Biblia debe ser leída e interpretada literalmente en todos sus detalles. Bajo la mención de “interpretación literal”, la aproximación fundamentalista alude a la interpretación primaria y literalista. Excluye cualquier esfuerzo dirigido a la comprensión de la Biblia que tenga en cuenta el trasfondo histórico de donde brotaron los textos, igualmente desconoce y rehúsa el desarrollo que experimentó el talante literario y teológico del contenido de la Escritura. En definitiva, según señala el documento, la perspectiva fundamentalista se opone al uso del método histórico-critico y de cualquier otro método científico orientado hacia la comprensión de la Escritura.

 Los dos aspectos que acabamos de mencionar sitúan cuidadosamente la gloria que alcanza a la Iglesia cuando profundiza con rigor el estudio de la Sagrada Escritura, pero también advierten contra el peligro y la destrucción a que se expone la comunidad cristiana cuando se precipita por el abismo fundamentalista.


domingo, 10 de junio de 2012

PABLO DE TARSO: EL ENCUENTRO CON LA IGLESIA DE JERUSALÉN

                                                                                                                  Francesc Ramis Darder

Tres años después de su conversión, Saulo fue a Jerusalén donde debió encontrarse con el primero de los apóstoles: Pedro. Saulo, llamó siempre a Pedro por su nombre hebreo: “Cefas” que significa “piedra”; de ahí la expresión con que Jesús se dirigió a Pedro: “Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta “piedra” edificaré mi Iglesia, y el poder del abismo no la podrá derribar” (Mt 18,16).

    Cuando Saulo llegó a Jerusalén, intentaba unirse a los discípulos, pero todos le tenían miedo, pues no acababan de creerse que se hubiera convertido de verdad. Entonces Bernabé tomo consigo a Saulo y se lo presentó a los apóstoles. Bernabé les refirió el itinerario de la conversión de Saulo: les explicó que había visto al Señor y que se había convertido al Evangelio (Hch 9,26-28).

    No cabe duda de que la comunidad de Jerusalén enseñó a Saulo toda la tradición oral referente a Jesús, pues Saulo, en aquel momento, todavía debía desconocerla en buena medida (1Cor 11,23-35). También se encontró en Jerusalén con el apóstol Santiago, “el pariente del Señor”, el otro dirigente significativo de la comunidad.

    Saulo iba y venía libremente por Jerusalén, predicando con valentía en nombre del Señor. Disputaba con los judíos de habla griega; pero éstos, alarmados por el éxito misionero del apóstol quisieron acaban con su vida. Los cristianos de Jerusalén, conscientes del peligro que corría Saulo, lo enviaron a Cesare y desde allí viajó Tarso, su ciudad natal (Hch 9,29-30).

Ejercicio: lee la Carta a Tito.

jueves, 7 de junio de 2012

¿QUIÉN ES EL PROFETA ABDÍAS? ABDÍAS: YO SOY EL SIERVO DEL SEÑOR

                                                                                                     Francesc Ramis Darder

Las historias patriarcales parecen relatos ingenuos, pero son narraciones que explican pedagógicamente la historia y la teología del Antiguo Testamento. La historia de Isaac constituye un relato patriarcal importante, la narración aparece amalgamada con la saga de Abrahán y Jacob (Gn 18,1-15; 21,1-35,28).

    Isaac y su esposa Rebeca tuvieron dos hijos: Esaú y Jacob (Gn 25,19-34). Los conflictos entre los dos hermanos fueron encarnizados y permanentes. Baste recordar la ocasión en que Jacob robó la primogenitura a Esaú, y cómo éste decidió matarle para vengarse (Gn 27,1-46). El relato del Génesis señala cómo el Señor anunció a Rebeca la futura enemistad entre los dos hermanos. El Señor dijo a Rebeca: “Dos naciones hay en tu seno; dos pueblos se separarán de tus entrañas; uno será más fuerte que el otro, y el mayor servirá al menor” (Gn 25,23).

    La Sagrada Escritura identifica a Esaú y Jacob con dos naciones: Esaú simboliza el país de Edom (Gn 25,30; 36,1.43), y Jacob representa a Israel (Gn 32,29).

    Los edomitas constituían un pueblo sedentario que se convirtió en nómada y se estableció al sur del Mar Muerto. La unión de las tribus edomitas dio lugar al nacimiento del reino de Edom (Gn 36,31-39), cuya capital era Bosrá (Is 34,6; 63,1). Los israelitas se establecieron, en general, al oeste del río Jordán y constituyeron dos reinos independientes: Israel y Judá. Ambos estados se unificaron bajo el cetro de David; y, con el paso del tiempo, el territorio ocupado por los israelitas se denominó Israel.

    La Escritura narra los continuos enfrentamientos entre edomitas e israelitas (1S 14,47; 2S 8,14; 1R 11,14). Sin embargo la contienda más virulenta entre ambos pueblos aconteció en la época en que Nabucodonosor II atacó y conquistó Jerusalén (597.587.582 aC.). Cuando Nabucodonodor conquistó Sión, los edomitas celebraron la derrota de la Ciudad Santa (Ez 25,12-14; 35,15). El pueblo hebreo había perdido la independencia, había visto la destrucción del templo y palpado el ocaso de la dinastía de David; y si a todo eso añadimos la burla de los edomitas, comprenderemos que la tristeza del pueblo judío debía ser inmensa.

    Pero el Señor no permitió que su pueblo se deshiciese entre los sinsabores de la desgracia. Yahvé suscitó al profeta Abdías y le confirió una triple tarea. En primer lugar, el profeta debía consolar al pueblo abatido. En segundo término, Abdías recibió el encargo divino de anunciar la victoria del bien, oculto en el corazón del pueblo hebreo que lloraba ahora su desgracia. Y, en último término, el profeta debía revelar la derrota del mal, simbolizado en la actitud de los edomitas que habían ridiculizado a Israel en su desdicha.

    Nabucodonosor, tras la conquista de Jerusalén, deportó muchos judíos a Babilonia; pero muchos más huyeron a los países vecinos donde se establecieron. El territorio de Judá perdió gran parte de su población, y quienes permanecieron eran, en general, pobres e iletrados.

    El profeta Abdías no rechazó el encargo divino, permaneció en Jerusalén junto a los pobres que no habían podido evitar el azote de Nabucodonosor con la huída hacia los países vecinos. El nombre “Abdías” significa “yo soy el siervo del Señor”, y enfatiza la decisión del profeta de “servir al Señor” en todo momento. Abdías anunció que, el final de los tiempos, el imperio del mal, simbolizado por Edom, sería derrotado (Ab 10-14); y auguró el triunfo del plan de Dios, representado por la victoria final de los israelitas fieles (Ab 21).

    Los discípulos de Abdías sintetizaron, a mediados del siglo V aC., la predicción de su maestro. El poema que escribieron constituye el libro de Abdías. Es el libro más breve del Antiguo Testamento, sólo contiene 21 versículos. A los ojos de Dios, la  importancia de un profeta y de cualquier persona no depende de la extensión de su libro. El Antiguo Testamento sostiene que sólo es grande e importante aquello que se hace con amor y por amor. Abdías, por amor a Dios y a su pueblo, permaneció en Jerusalén; y gracias a su fidelidad al Señor, el pueblo de Judá, hundido en el desánimo, pudo sentir la proximidad de Dios e intuir el triunfo del bien sobre las fuerzas del mal.

  

lunes, 4 de junio de 2012

EL DÍA DE YAHVÉ

                                                     Francesc Ramis Darder

    ¿En qué consiste el “Día de Yahvé”?

    La expresión “Día de Yahvé” es propia de la literatura profética y aparece dieciséis veces en la Sagrada Escritura; mientras la frase pareja “un día para Yahvé” acontece en tres ocasiones (Is 2,12; Ez 30,3; Zac 14,1). El Día de Yahvé indica la intervención de Dios en la historia para destruir a los opresores de Israel, devastar a los israelitas infieles y restaurar el pueblo fiel. En definitiva el día de Yahvé implica la condena de los pecadores y la salvación de los justos. Veámoslo en los textos proféticos.

     La profecía de Isaías sitúa el “Día de Yahvé” en dos ámbitos. Por una parte, el texto isainano percibe la irrupción del Día de Yahvé en el ocaso de Babilonia (Is 13,6.9). La conquista de Babilonia fue realizada por Ciro el Grande en el año 538 aC pero auspiciada por Yahvé (Cf. Is 41,1-5), Señor de la Historia. Por otra parte, la voz profética relata cómo en el día de Yahvé el Señor acabará con todo lo encumbrado y altivo (Is 2,12). Los términos “encumbrado” y “altivo” simbolizan a los habitantes de la Ciudad Santa, injustos e idólatras. La voz de Ezequiel enfoca el Día de Yahvé desde una perspectiva semejante a la de Isaías. En primer lugar, Ezequiel denuncia la actitud mendaz de los falsos profetas que precipitaron al pueblo a la ruina. La maldad de los profetas inicuos impedirá la conversión del país y por eso la nación sucumbirá ante el envite divino en el día de Yahvé (Ez 13,5). En segundo lugar, Ezequiel sitúa la llegada del Día de Yahvé en la debacle que asolará el país del Nilo; el texto alude a la conquista de Egipto llevada a término por Nabucodonosor II (Ez 30,3). De ese modo los libros de Isaías y Ezequiel denominan “Día de Yahvé” al momento en que la actuación divina acabará con la maldad imperante en Judá, y asolará Egipto y Babilonia, potencias opresoras del pueblo de Dios.

   La voz de Sofonías preconiza los clamores amargos de los habitantes de Judá cuando llegué el Día de Yahvé, cuando Dios fustigue la infidelidad de su pueblo (Sof 1,1.14). Joel amenaza al pueblo con la llegada del día de Yahvé. En ése día terrible, el Señor devastará a su pueblo (Jl 1,15). La devastación acontecerá con la irrupción de un ejército invasor (Jl 2,1), con el que Dios embestirá contra la nación (Jl 2,11). Sin embargo debemos notar que el profeta amenaza al pueblo con la irrupción del día de Yahvé para propiciar la conversión de la nación (Jl 3,4), cuando se vea atemorizada por el furor de la cólera divina (Jl 4,14). El libro de Malaquías ahonda en la presentación de Joel; pues anuncia la llegada de Elías antes de que acontezca el día de la devastación, el día de Yahvé (Mal 3,23). La misión de Elías estriba en reconciliar a padres e hijos, metáfora de la reconciliación social, para que la nación no sea exterminada (Mal 3,22-24). La voz de Abdías remite al día de Yahvé la destrucción de Edom (Abd 15.18), antiguo opresor de Judá (cf. Is 34). Zacarías adscribe al día de Yahvé el juicio divino contra Jerusalén. La Ciudad Santa sufrirá el ataque de las naciones, pero un resto de sus habitantes conseguirá sobrevivir (Zac 14,1). A tenor de lo dicho, observamos también en los profetas menores una doble perspectiva en la comprensión del Día de Yahvé. Por una parte refiere la destrucción de los opresores de Israel; y, por otra, entraña el castigo contra el pueblo pecador para propiciar su conversión, o también lo supervivencia del resto del pueblo que ha permanecido fiel a la voluntad divina.