Francesc Ramis Darder
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La bondad divina no se conforma con exigir la justicia y regalarnos un corazón capaz de sentir ternura con el prójimo. El Señor ofrece mucho más, desea que seamos amigos suyos; y, por eso, nos regala su reino. El libro de Daniel describe la intención por la que Dios modela nuestra vida con amor apasionado. El Señor forja nuestra vida para que estemos siempre con Él, para que vivamos en su reino (cf. Mc 3,13-15).
Alejandro Magno, rey de Macedonia (Grecia), inició la conquista de Oriente (334 aC). Cuando llegó a Jerusalén recibió el acatamiento del sumo sacerdote y de toda la población; de ese modo, Judea pasó a depender de los monarcas griegos.
Pero Alejando murió siendo joven (323 aC). Tras su muerte, el imperio atravesó un período turbulento en el que sus generales, los diadocos, se repartieron su vasto territorio. El general Ptolomeo, con el título de rey, ocupó Judea (320 aC). Pero más tarde (198 aC) se la arrebató el descendiente de otro general de Alejando, Seleuco. De esa manera, Judea pasó a formar parte del imperio Seleúcida; la denominación “seleúcida” procede del nombre de su primer rey, Seleuco.
Un sucesor de Seleuco, Antíoco IV Epífanes (173-164 aC) oprimió al pueblo judío e intentó eliminar su cultura y su religión. Entre el pueblo judío nacieron dos maneras de comprender la existencia. Una parte del pueblo abandonó la fe para adherirse a la cultura griega dominante; tal vez buscaran el éxito social, pero ese éxito fue fugaz ya que terminó con la derrota de Antíoco. Otra porción de la nación conservó su fe a pesar de la dureza de la prueba. Esta comunidad no triunfó en la época de Antíoco, tuvo que vivir oculta y ridiculizada por sus hermanos de raza que les reprochaban unas creencias religiosas, en su opinión, pasadas de moda. Pero aquella comunidad confió en el Señor, y con esa esperanza se mantuvo fiel en sus convicciones.
La comunidad fiel no alcanzó el éxito, consiguió algo mucho más importante: la victoria. Una victoria que consistía en poseer para siempre el Reino de Dios, y gozar de la bondad del Señor (cf. Dan 7,14).
Goethe escribió una obra teatral crucial en la cultura de Occidente: Fausto. El argumento es complejo, pero su núcleo estriba en que el protagonista vende su alma al diablo para conseguir un triunfo mundano. ¿Qué significa vender el alma al diablo? En el seno de nuestra sociedad, vender el alma estriba en malgastar la vida para conseguir un éxito efímero cuando estamos llamados por Dios a la victoria final.
La sociedad no persigue a los cristianos militarmente como hiciera Antíoco con el pueblo judío. La persecución se llama hoy indiferencia o menosprecio. La sociedad de consumo exige que le entreguemos el alma, y sin darnos cuenta, caemos en la trampa. Nos creamos falsas necesidades y carecemos de tiempo para lo más esencial: el encuentro con personal con Dios y la ternura con los hermanos.
La presencia transformadora de los cristianos exige, en muchos aspectos, un estilo de vida semejante a la comunidad judía de la época de Daniel. Una comunidad capaz de plantar la semilla del evangelio en el corazón de nuestra época; no sólo con palabras sino con la vivencia de la humildad, la militancia cristiana, el ejemplo de la vida compartida, el espíritu de gratuidad y desprendimiento, y, sobre todo, la certeza de que nuestra vida reposa en las buenas manos de Dios.
Jesús de Nazaret se reconoció como el hijo del hombre ante el sanedrín cuando utilizó, casi exactamente, las mismas palabras que aparecen en la visión de Daniel (cf. Dn 7-8). Le preguntó el sumo sacerdote “¿Eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?; y Jesús le contestó “Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo” (Mc 14,61-62). Jesús no cambió la fama que le proporcionaban sus discursos y milagros (Mc 2,35-38) por la victoria definitiva de la resurrección (Mc 16,6).
No olvidemos, sin embargo, que la resurrección de Jesús pasó por el trago amargo de la cruz; y la gloria de la comunidad judía soportó previamente el dolor de la persecución. El libro de Daniel enseña que la renuncia al éxito fugaz y el rechazo de la superficialidad banal tienen, a menudo, el coste amargo del sufrimiento, pero concluyen siempre con el triunfo de la bondad de Dios reflejada en quienes optan por la vida comprometida en la trasformación cristiana de la historia.
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