Francesc Ramis Darder
bibliyoriente.blogspot.com
EZEQUIEL:
De la creencia rutinaria a la vivencia comprometida de la fe.
Las advertencias de Jeremías se cumplieron;
pues, aunque Dios permanezca junto a su pueblo no suple la responsabilidad
humana. Israel desoyó la predicación de Jeremías y se enfrentó a Nabucodonosor.
Las consecuencias fueron nefastas. El monarca conquistó Jerusalén y deportó
parte de su población a Babilonia (587 a.C).
El tiempo del exilio fue duro (587-538 aC).
Pero la comunidad deportada alentó nuevas instituciones para vivir su fe
durante la prueba del destierro. De ese modo el sufrimiento del exilio alumbró
una nueva manera de expresar la fe en el Dios liberador.
Los israelitas habían perdido su tierra,
pues el reino de Judá se había convertido en una provincia del imperio
babilónico. Al carecer de tierra buscaron un signo que les identificara como
judíos. La circuncisión era un antiguo rito de iniciación, pero a partir del
exilio devino el signo distintivo de todo judío varón.
La comunidad deportada carecía de Templo, y
entonces comenzó a reunirse en las casas para orar. Esas reuniones constituyen
el embrión de la sinagoga. Tampoco podían celebrar sus fiestas religiosas, por
eso valoraron el sábado como el día privilegiado en que adorar al Señor.
Cuando vivían en Palestina, el sacerdocio
se reducía a la función material de sacrificar animales en el Templo, o a la
tarea de presentar ofrendas vegetales que ardían en honor del Señor. Durante el
exilio, al no poder ofrecer sacrificios, los sacerdotes se consagraron a la
instrucción del pueblo y a la plegaria, y se convirtieron en los guías de la
comunidad.
Un golpe para los deportados fue la caída
de la institución monárquica, pues el rey representaba en Israel un papel
importante: era el mediador entre Dios y su pueblo. Ante la falta de rey,
Israel confió en que el Señor fuera el único rey de Israel (Is 43,14-15).
El Señor no abandonó a su pueblo en el
exilio. Le sostuvo mediante el ministerio de Ezequiel. El profeta, cuyo nombre
significa “Dios es mi fuerza”, era sacerdote hijo de Buzí (Ez 1,3), por eso
conocía los entresijos del Templo y los ritos litúrgicos. Fue desterrado a
Babilonia por el rey Nabucodonosor en el año 587 a.C.
Ezequiel se estableció con los primeros
exiliados junto al río Quebar, y allí recibió la llamada del Señor para
confortar al pueblo abatido (Ez 1,1-5). Ezequiel pertenecía a una familia
sacerdotal, pero al recibir la llamada del Señor cambió su manera de ejercer el
ministerio, no se dedicaría a sacrificar animales sino que predicaría la
exigencia y el consuelo del Señor entre los deportados.
La misión de Ezequiel se desarrolló en dos
fases. Durante la primera etapa, Ezequiel censura a los exiliados su mala
conducta y su idolatría. Les recuerda sin cesar que su oprobio es la
consecuencia de su pecado, y les exige la conversión (Ez 5,5-16). En el
invierno del año 588 a.C. recibió la noticia del nuevo asedio de Jerusalén (Ez
24,1-2). Poco después murió su esposa, y el profeta enmudeció hasta la llegada de
un fugitivo que le anunció la caída de la Ciudad Santa (Ez 24,27; 33,22). La
pérdida de Jerusalén truncó la esperanza de los deportados y quebró su
confianza en el Señor.
La nueva situación hizo que Ezequiel
cambiara el contenido de su mensaje. Tras haber censurado los pecados del
pueblo; ahora, al verle postrado por el dolor del exilio, comienza la segunda
fase de su predicación. Ezequiel proclama que no todo está perdido, anuncia que
en el sufrimiento puede brotar una nueva relación con Dios, en definitiva el
profeta barrunta el surgimiento del pueblo nuevo.
Ezequiel no se limitó al uso de la palabra
para proclamar el mensaje salvador; también utilizó gestos simbólicos (Ez
21,23-26), describió la experiencia de su vida (Ez 24,15-27) y explicó numerosas
visiones (Ez 37,1-14). Su influencia fue crucial para los deportados y
determinante en quienes regresaron. A los primeros les infundió coraje y a los
segundos les dio clarividencia para reedificar Jerusalén, no como la capital
del estado sino como una comunidad fraterna.
El exilio fue la ocasión privilegiada para
el encuentro personal entre Dios y su pueblo. Varios elementos transformaron la
creencia rutinaria en la vivencia comprometida de la fe: la certeza de que sólo
Dios es el Señor, el nacimiento de una comunidad guiada por sacerdotes
comprometidos en el ministerio pastoral, la constancia en la plegaria, la
formación en la sinagoga, la santificación del Sábado, la recuperación de la
identidad religiosa, y, sobre todo, el descubrimiento de la necesidad de
implicarse, en nombre de Dios, en la transformación de la sociedad.
El ambiente social que vivimos hace que el
cristianismo tienda a desenvolverse en condiciones análogas a las sufridas por
Israel en el exilio. El pueblo desterrado no se amilanó ante la adversidad,
supo crear, en medio de la prueba, las condiciones idóneas para el resurgir de
la fe. Nuestra Iglesia también puede y debe hacerlo hoy para convertirse en la
levadura que haga germinar el Reino de Dios en el seno de nuestro mundo.
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