Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Cuando Pablo escribió la Primera Carta a los Corintios (ca. 57), les remitió, con intención de acendrar vida cristiana, la confesión de fe que el mismo había recibido cuando abrazó el cristianismo (1Cor 15,1-11). Tanto la redacción como el contenido desvelan la antigüedad del texto; quizá se remonte a la ocasión en que Pablo lo recibió en la comunidad de Damasco cuando fue bautizado por Ananías (Hch 9,17-19).
El
contenido alcanza el hondón de la fe: “Cristo murió por nuestros pecados, según
las Escrituras; fue sepultado; y ha resucitado al tercer día, según las
Escrituras” (1Cor 15,3-4). Observemos la conjugación verbal; quizá el texto
debería decir “murió […] fue sepultado […] resucitó”, pero literalmente
sentencia: “murió […] “fue sepultado” […] “ha resucitado”. Desde la óptica
literaria, las formas “murió” y “fue sepultado” refieren acontecimientos del
pasado sin influencia en el presente; mientras la expresión “ha resucitado”
expresa un suceso del pasado que sigue ejerciendo influencia en el tiempo
presente.
Cabe pensar que la catequesis cambiara la
secuencia lógica manifestada por la sucesión verbal “murió, fue sepultado,
resucitó” por la que figura en la confesión: “murió, fue sepultado, ha resucitado”. Así, mediante la forma
“ha resucitado” los cristianos enfatizaban, desde el prisma de la fe, que la
presencia viva del Resucitado actuaba en los avatares de su existencia
cotidiana; pues, Cristo no es alguien anclado en la historia pasada, sino el
Resucitado que acompañaba el caminar de cada cristiano. Desde esta óptica, la
Iglesia recogía, además de la empatía, otro aspecto de la “autoridad (exousia)”
y la “novedad (kaine)” con acendraba la identidad del “hombre nuevo”: la
conciencia de gozar de la presencia viva
del Resucitado (Ef 4,24).
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